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Bitácora de un mundo reinventado / OPINIÓN

El mundo que se acaba

23/10/2020 - 

“A veces pienso que el mundo se acaba…”, dice mi hija Rocío. Minutos antes nos contaba vivaracha lo que ha aprendido de los omeyas y el califato de Córdoba, y antes aún nos deleitaba con unos acordes vacilantes en el ukelele prestado por su profesora. “…pienso que somos tan egoístas que nos lo hemos ganado”. Lo suelta sin transición ni preámbulo, tal cual brota en su cabeza efervescente de doce años, poco antes de llevar su plato a la pila. “Todo tiene un final, hija”, responde su padre de forma escueta mientras se concentra en la tabla de quesos. Ha gastado el mismo tono con el que le recordará lavarse los dientes. Intento desentrañar un matiz emocional pero no lo hay, si lo detecto no me lo creo, no sería más que una proyección de mi pánico; no ha levantado ni una ceja. La noche es ya opaca y amarilla en los cristales pero los restos de la cena aún no despiden olor a grasa cuajada, la perra asoma el hocico para ganarse un hueso, un chusco o algún gajo de mandarina.

“No lo veo como un aviso, ha habido muchos antes, mamá” responde a mi intento de suavizar el golpe. En la red de trapecista que intento desplegar me dejan sola. Hasta Noa me censura con sus cejas solemnes que dicen “aquí no hay chiste”. Desde mi lugar autorizado, mi superioridad de madre flexible, moderna y hasta simpática, me vuelvo penosa. Ninguna de mis salidas logra desmentir el vaticinio. ¿Nos divorciamos del mundo, pues? En las grandes peleas, los momentos épicos de un matrimonio, también se escuchan sentencias como esas. Finales de cerrojazo, anunciados entre el segundo plato y el postre, derivados de que la sopa está fría o sosa. “Todo tiene un final” con la resonancia hueca de una decisión cerrada, inapelable.

Pero la vida sigue, empecinada como un rodillo. En el súper he sentido esa energía de avance mientras escrutaba la cinta de la caja. El agotamiento me otorga momentos de trance que me visitan en cualquier lugar. El bote de lejía cruzaba a velocidad constante y yo comprobaba un avance ciego, seguro, que hablaba de que el flujo no va a cesar. Seguirá tal cual lo conocemos. La cajera despejaba artículos con pericia de artesano, hacía sonar el láser y preguntaba sin levantar los ojos: ¿bolsita? ¿Tarjeta cliente? Era yo misma recetando trankimazines como una azafata correcta. A fuerza de examinarla a través del vidrio me convertí enseguida en ella, fui un Axolotl de ojillos dorados deseando abandonar mi pecera. Esta ha sido la primera imagen que me ha venido a la mente al escuchar el fin del mundo de mi hija.

¿Cómo se acaba el mundo? Quizá lo haga de forma sorda, desapasionada. Quizá el mundo que se acaba sea un fondo de saco. Un cul-de-sac. Un final de trayecto con manoteo perplejo que no abre camino. Si tuviéramos que otorgarle un lugar geográfico, unas coordenadas, sería una residencia de ancianos. No se sale. No se entra. Visité esta mañana una de ellas y he salido para contarlo.

Llegué ataviada con mi pijama y mi doble mascarilla pero aún así me fumigaron, me rodearon. “Aquí tienes el Dolce i Gavanna”, bromeaba la supervisora mientras me extendía las mangas de la bata azul que debía retener los virus dentro de mí. La directora también se deshacía en sonrisas. Pronto me sentí como en la peluquería, sentada entre roces de plástico y mandiles acartonados. En el despacho recogí los faldones como una fallera galáctica, era imposible que los pacientes me reconocieran. Pronto la auxiliar los fue trayendo del brazo y listaron sus quejas. La médica me apuntaba en voz baja lo que se dejaban sin contar. Estaba indignada por un nuevo un positivo en un trabajador que obligaba a meterlos de nuevo en sus habitaciones. Había colocado una silla a dos metros de nosotras que ellos enseguida acercaban porque no entendían ni papa de quién era yo ni qué me proponía. El que no estaba sordo estaba perdido en su mundo. “¿Salir? ─dijo la más despierta, la que más sufre─ Yo no quiero. Salir es ver arbolitos. Yo si no puedo salir pues pasillo no quiero porque son todo puertas, parece un cementerio”

Jesús, un Don Quijote de cartílagos flácidos e imaginación rastreadora, se había aventurado hasta la valla. “He olido algo raro ─confesaba─ y me he dicho a ver si va a ser el virus”. El olor de los plaguicidas lo había puesto en alerta pero “luego ha pasado el tiempo y me encontraba bien”. A falta de oler a su hermana, su café y su perrita, olía la desazón en aerosoles dispersos, microgotas voladoras que flotaban entre naranjos, en su hora mustia que va desde el afeitado hasta los cereales Eko.

Terminé la visita, pedí una bolsa de basura en el mostrador para meter el EPI de camino al coche. El algodón del pijama se me antojaba pegajoso, vasto, iba llena de rodales. Me volví Mr. Bean retirándome a toda prisa las capas sin seguir la secuencia que me enseñaron allá por abril. Al cruzar la valla me detuve un instante y sondeé la paz de los naranjos. No me llegaba nada, el calor del mediodía había aplastado los olores del huerto. Pero me gustaba haberle quitado el inyectable a Jesús: su instinto estaba vivo, resucitado; algo olía raro en el aire y no venía del campo. No seguía las noticias pero las captaba mejor que el Meteosat: esta semana hemos cruzado el umbral del millón de contagios.

¿Y si éste fuera el mejor fin del mundo?, me pregunto al entrar en el coche. Una forma suave de entrar en el marasmo, alucinada pero sin estridencias, llena de estopa, de nimiedades. El estreñimiento. El movicol o el plantaben. Una radio vieja que no va y hay que reponer, hay que decirle a su hermana que se calienta y casi arde. Un hombre como Jesús se mueve entre bultos pero cuenta con su esquizofrenia para velar el espectáculo. Quizá no sea del todo un condenado

Busco el fin del mundo en la red y no encuentro este tipo de finales. No doy con el cómo, sólo una lista de cuándos. Hay obsesión por la fecha. Las que ofrece wikipedia son tantas que el cursor rueda y se despeña largo rato por la pantalla. El 2020 sólo es una de ellas y era en junio, también ha caducado. Acudo al García Márquez y me da lo que busco: descubro que el tiempo se puede remansar. “Durante cincuenta y seis años ─leo─ desde cuando terminó la última guerra civil, el coronel no había hecho nada distinto de esperar. Octubre era una de las pocas cosas que llegaban”.

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