La estrella estadounidense visitó el festival de cine de Guadalajara (México), donde habló sobre su modo de entender la interpretación
GUADALAJARA (MÉXICO). Es uno de los rostros más carismáticos del cine de los últimos treintaicinco años. Oliver Stone, Martin Scorsese, David Lynch, Paul Auster, David Cronenberg, Sam Raimi, Spike Lee, William Friedkin, Lars von Trier o Abel Ferrara son solo algunos de los directores con los que ha trabajado Willem Dafoe, un actor que ha sabido combinar las películas de autor con el cine comercial y consolidar una carrera interpretativa que probablemente ni él mismo imaginaba. “No fue fruto de una decisión consciente, no tenía la idea de convertirme en actor, es algo que sucedió de manera gradual”, comentaba hace unos días en la ciudad mexicana de Guadalajara, a cuyo festival de cine acudió en calidad de invitado.
“Cuando empecé, solo era un chico de veinte años que no sabía exactamente lo que quería. Viajar era emocionante, me permitía conocer gente y actuar, que era lo que me gustaba. Me fui de Wisconsin a Nueva York en un momento en que había mucha gente haciendo cosas para las que no había recibido formación ni entrenamiento: bailarines rodando películas, cineastas haciendo teatro, músicos que bailaban… Mucha gente se trasladó a áreas deprimidas de la ciudad que estaban sin gentrificar y fueron metiéndose en fábricas abandonadas, recuperando espacios y convirtiéndolos en teatros. Para mí, un chico de clase media que había crecido en el Medio Oeste, era algo muy emocionante. Empecé a ver la vida de otro modo”.
Y se metió de lleno en el Wooster Group, una compañía teatral donde conoció a su primera mujer, Elizabeth LeCompte, y con la que viajó por todo el país. “Empezamos pensando que duraría año y medio, como mucho. Llevo veinticinco años con el grupo, y creo que nos costó quince empezar a dejar de decir: ‘Este va a ser el último montaje que hagamos’. Para mi, viajar es parte del placer de vivir, pero hay mucha gente que no lo hace y también es capaz de hacer arte. A mi me gusta porque siempre estás aprendiendo cosas y te mantienes en movimiento; y cuando te mueves es cuando puedes hacer que sucedan cosas”.
Por ejemplo, obtener la primera oportunidad en el cine, que en el caso de Dafoe suponía trabajar con un director de renombre como Michael Cimino en un proyecto de grandes dimensiones: La puerta del cielo (Heaven’s Gate, 1980). “Fue una gran experiencia. Muy emocionante. Había mucha gente buena involucrada, era un gran guión y la propia realización del proyecto suponía una gran aventura. El único problema es que la ambición de Cimino crecía a medida que la película avanzaba. Nada más empezamos a rodar, aportó tanto material nuevo, que después del primer día llevábamos tres semanas de retraso. Empezamos con un gran presupuesto, que de inmediato se multiplicó por siete. El rodaje estaba previsto para tres meses, pero al final fueron ocho. El estudio y los inversores empezaron a ponerse nerviosos, aparecían por el rodaje, le presionaban para hacer la cosas de diferente manera, y todo se desmadró, porque es un director muy apasionado, se obstinaba en trabajar a su modo”.
Pero no busquen a Willem Dafoe en la película. No está. ¿El motivo? Durante el rodaje, Cimino le despidió sin contemplaciones. “Resultó un poco humillante. Fue durante un test de luz, estábamos ya vestidos y maquillados, simplemente chequeando la iluminación para rodar un plano. Pero llevábamos ocho horas allí sentados, un grupo grande de gente. Tenías que pedir permiso para ir al baño, como un niño en la escuela. En un momento determinado, una mujer que estaba detrás de mi me contó un chiste verde, me volví, la miré y me reí. Por algún motivo, en ese momento Cimino se giró, me vio y simplemente dijo: ‘Willem, fuera’. Y eso fue todo”. Donde ya se le pudo ver, y además como protagonista, fue en The Loveless (Kathryn Bigelow y Monty Montgomery, 1981), inicio oficial de una filmografía que, en sus primeros años, incluye títulos de culto como Calles de fuego (Streets of Fire, Walter Hill, 1984) y Vivir y morir en Los Ángeles (To live and die in L.A., William Friedkin, 1985). “Aunque había hecho películas como The French Connection y El exorcista, Friedkin la rodó de manera independiente, al margen de Hollywood, y fue muy mal recibida, pero con el tiempo se ha convertido en una cinta muy valorada”, recuerda el actor, que muy poco después daría el salto definitivo gracias a Platoon (Oliver Stone, 1986). Un papel que le reportaría su primera nominación al Oscar como actor secundario.
Posteriormente se produjo su primer encuentro con Martin Scorsese. En la controvertida La última tentación de Cristo (The Last Temptation of Christ, 1988), Dafoe encarnaba a Jesucristo. “Todo el mundo sabe que Scorsese tomó la decisión de ser cineasta o sacerdote. Fue al seminario y tiene la fe muy presente. Siempre he admirado ese aspecto de su trabajo. Yo, en cambio, provengo de una formación humanística, de mentalidad ligeramente protestante, pero siempre me ha interesado la religión, porque si bien la religión organizada ha sido capaz de hacer cosas horribles, creo que el impulso religioso en el hombre es muy interesante, y estudiar las diferentes religiones nos da claves sobre lo que nos une y nos hace humanos.
La última tentación de Cristo fue una manera hermosa de investigar en ese terreno. Creo que fue una experiencia que me cambió, y desde entonces he estudiado más en esa dirección, en cuestiones como la religión y la filosofía”. No siempre sucede, pero un personaje determinado puede abrir puertas insospechadas. “Aprendes cosas para ponerte en la piel de otro, y a medida que lo haces, tu mente y tu corazón se impregnan de cosas que no forman parte de tu experiencia personal. Eso te ayuda en tu vida y como artista. Te permite conocerte más profundamente, pensar de manera más global, ser más flexible, no basarte solo en tu experiencia, sino cuestionarla”.
El proceso de trabajo, sin embargo, cambia en función de cada personaje. “A veces necesitas hacer una investigación profunda y otras no. Siempre recuerdo Corazón salvaje (Wild at Heart, David Lynch, 1990). Una vez me puse la prótesis dental del personaje, ya era Bobby Perú. Estaba listo. Era él. No tuve que pensar en ello. Hubo algo que desencadenó la conexión, cómo me veía, cómo me sentía, que me introdujo en esa fantasía”. De hecho, Lynch asegura que Dafoe puso mucho de su parte en la construcción del papel. “El director es muy importante para mí. Creo en sus indicaciones. Me gusta la relación con ese tipo de cineasta apasionado que tiene algo muy claro que decir, y entonces mi trabajo es ser su herramienta, su agente, su criatura, meterme en su cabeza e ir más allá para representarlo. Ese tipo de transformación es clave para la actuación. Hay gente que puede pensar que eres como un esclavo, pero se trata de dejar de ser tú mismo para provocar que suceda algo. Tienes que liberar la sabiduría del cuerpo. Pensamos demasiado, y a veces me gusta ser más instintivo, como un animal, y ver qué sucede”.
En ocasiones, el personaje sobre el que debe trabajar se basa en personas reales, como en el caso de Pier Paolo Pasolini (en Pasolini, de Abel Ferrara) o el del actor alemán Max Schreck, que dio vida a Nosferatu (F. W. Murnau, 1922) y que valió a Dafoe su segunda nominación al Oscar. “Esa situación es estupenda, porque cuentas con un modelo en el que inspirarte, tienes algo a partir de lo que puedes empezar. Ese es siempre el truco. Debes empezar con algo y, a partir de ahí, moverte. Fue muy divertido hacer La sombra del vampiro (Shadow of the Vampire, E. Elias Merhige, 2000). No solo por el maquillaje, que me transformaba y me permitía salir de mí mismo, sino también porque copié el Nosferatu original. Eso fue todo. Empiezas imitando, pero termina siendo otra cosa. Puedes copiar la forma, pero el resultado siempre será diferente y abrirá la puerta a que suceda algo. Soy un fervoroso creyente en la copia y el robo, eso te lleva siempre a otro sitio. Un actor debe ser creativo, crecí estudiando a Jerzy Grotowski”.
Como en otros casos, se trataba de un personaje ambiguo, con un potente lado oscuro. “Como actor, nunca juzgo a mis personajes, pero soy consciente de que cuando interpretas a malvados tienes que hacer cosas realmente horribles. Y resulta liberador. Es divertido, en el sentido de que te conviertes en un niño jugando a indios y vaqueros. También te permite la licencia de moldear el concepto de moralidad. Y me gusta. Te obliga a plantearte cuál es el camino correcto para hacer las cosas. Me interesan los villanos y la gente marginal, que cuenta historias al margen de lo convencional”.
Precisamente, es uno de esos malvados el que le ha dado el pasaporte definitivo hacia el gran público: El Duende Verde de la saga Spider-Man dirigida por Sam Raimi. “No estaba familiarizado con el proceso de rodaje. Los efectos especiales eran nuevos para mí, había muchas escenas con cables, una combinación de CGI y efectos mecánicos, y me lo pasé bien, porque era un desafío atlético y a la vez un juego. Disfruté mucho pegando saltos. Además, Raimi tenía una conexión muy potente con el material. Es un gran fan de los cómics. Yo no, pero a través de sus ojos pude ver la historia desde otra perspectiva, y su manera de colaborar con los actores te lo hace todo muy fácil. Mi trabajo era, sobre todo, divertirle. Lo interesante es que no se queda en la superficie, cree en ello y no lo ve desde un posicionamiento distanciado o cínico. No es solo entretenimiento, ve lecciones de vida”.
Y entre una y otra entrega de las aventuras del hombre araña, Dafoe puede ponerse a las órdenes de Lars von Trier en Manderlay (2005), Anticristo (2009) o Nymphomaniac (2013). “Amo a Lars. Es un gran cineasta, que se plantea retos constantemente. Sí, a veces comete estupideces, pero eso forma parte del riesgo que supone asumir retos. Anticristo es una película fuerte, que quizá ha sido malentendida en algunas ocasiones. Tiene buena intuición para romper tabús, y eso me encanta. Es muy inteligente. Podría hablar de él todo el día”.
Estrella atípica, Dafoe encara su profesión desde una perspectiva muy personal. Vive al margen de los oropeles de Hollywood, a los que se acerca únicamente cuando es necesario. “Me gusta la idea de que si no eres feliz ahora, nunca lo serás. Sé paciente, pero no esperes nada. He tenido suerte de poder ir haciendo cosas. Obviamente, en algún momento piensas en tu carrera, porque evalúas las oportunidades disponibles. Pero nunca he hecho ‘esto’ para conseguir ‘aquello’. No puedo. No tiene nada que ver con planteamientos morales, simplemente no me divertiría si pensara demasiado en el futuro”. En su opinión, “lo bueno de hacer películas es que trabajas en comunidad, hay un plan común por sacar adelante un objetivo. Eso me gusta”.
Y, a la hora de escoger un papel determinado, no tiene un patrón a seguir. “Es instintivo. Depende de muchas cosas diferentes. A veces puede ser el personaje, que sea cercano o alejado de mí; también cuestiones prácticas, como el dinero; la gente involucrada… La cuestión, sea cual sea el motivo, es que puedas vivir con el resultado. Incluso si es malo (risas)”. Lo dice con conocimiento de causa: “No es que vuelva a ver mis películas, pero hay algunos casos en que… Hay una en particular en que creo que era demasiado joven para entender algunas cosas. Comprendí mejor el personaje años después. A veces pasa”. Y disfruta de la fama, pero con moderación. “Sí, me gusta, claro. Pero soy consciente de que es un callejón si salida. La atención pública afecta a tu trabajo, deseas estar conectado con la gente, te importa lo que piensan, pero las cosas no debes hacerlas por la gente, sino para ti mismo”, concluye.