VALENCIA. Quienes habitualmente escribimos sobre música pop y rock (y tenemos la suerte de que nos paguen algo por ello) nos enfrentamos con frecuencia a una acusación recurrente: la sobreabundancia nos ha llevado a perder la pasión. Si aquello, la pasión, fue lo que nos condujo hasta la música en un primer y ya muy lejano momento (porque afrontar el ejercicio de la crítica musical esperando un saludable porvenir económico sería vivir en otro planeta), esa pasión ha debido quedar muy lejos ya. Las críticas musicales, se dice muchas veces, son fríos ejercicios de análisis en los que las emociones apenas juegan un papel relevante. Siempre habrá algún lector que emplee el término “bisturí” para referirse a nuestra labor, y al mismo tiempo enlazarlo con la idea de que esa capacidad de análisis ha llegado a tocarle la fibra sensible en un momento determinado.
Pero quizá ese lector forme parte de una minoría de minorías: en esencia, pocas cosas se antojan más frías y asépticas que un quirófano. Si la labor de un periodista cultural (cine, música, teatro, arte), a la fuerza ligada al latido de emotividad que toda obra creativa debería acarrear, se acaba subsumiendo en el archivo de las actividades meramente analíticas, sin hueco alguno para del desglose de esas conexiones emocionales que hacen que la vis sensible del destinatario final se ponga en guardia y se active, podemos dar por perdido gran parte del magnetismo que se le presupone.
El cómic, la ilustración, el grafismo, permiten unas licencias que muchas veces los periodistas no son capaces de permitirse. Por pudor, por un intento de transmitir el mayor grado de objetividad posible o por simple corrección política. El dibujante Juanjo Sáez (Barcelona, 1972) sabe mucho de eso, ya que nunca ha sido de andarse con paños calientes. Cualquiera que recuerde las viñetas que elaboraba a mediados de los 90 en su fanzineCírculo Primigenio (muchas de ellas, reproducidas en la revista trimestral Factory, ya extinta) dará fe de su querencia por no dejar títere con cabeza, satirizando la modernidad y la efervescente escena indie del momento.
Desde 2006, y al margen de publicaciones menos ligadas al mundo del pop (la serie de animación Arrós Covat, para TV3, es su trabajo de mayor repercusión), los lectores de la revista Rockdelux han podido disfrutar de su trabajo al frente de Hit Emocional, esas viñetas que esgrimían su filosofía vital a través del poder de evocación de las canciones. Un listado en el que era fácil toparse con composiciones de Animal Collective, Los Planetas, David Bowie, Suicide, The Smiths, Two Gallants, Joe Crepúsculo, Feria, Christina Rosenvinge y muchos más. Desde el punto de vista periodístico, en suma, a veces da cierta envidia esa forma tan libérrima y eviscerante de exponer su relación personal con la música pop, como es la suya. Aunque se trate de actividades distintas.
Ahora se ha decidido a reunirlas todas y a ampliar su contenido, en un libro del mismo nombre, Hit Emocional (Sexto Piso Ilustrado). Y la libertad de la que nos referíamos se plasma no solo en el tradicional sesgo naïf de su trazo, cifrado en su habitual tono irreverente al margen de cualquier convencionalismo (no hay mejor coartada que el subterfugio infantil: ya saben aquello que se dice sobre los borrachos y los niños), sino sobre todo en la proliferación de frases que conectan con una forma muy descarnada y espontánea de vivir la música. Sentencias que encierran a veces verdades incómodas, como “bailar es como el sexo sin sexo”, “Radiohead es un grupo triste y absurdo, como lo es la realidad muchas veces”, “escuchar grupos de cuando eras joven es muy de estar en crisis...cómo molaban...no molaban una mierda” o “a mi madre solo le gustaba la música por los recuerdos que traía. Creo que a mucha gente le pasa, por eso no escuchan música nueva cuando son mayores”.
La viñetas de Juanjo Sáez en Hit Emocional entienden la música pop como un hilo conductor de nuestra propia vida, íntimamente ligado a las emociones, a los recuerdos y a la nostalgia. El mejor metrónomo posible para ir desgranando nuestra existencia. Y en muchas de ellas destila una tremenda lucidez. Alentado por el feísmo de algunas de las portadas de discos emblemáticos del rock alternativo de los años 90 (Bakesale, de Sebadoh, y Crooked Rain, Crooked Rain, de Pavement, son dos de las que menciona, ambos entre lo mejor de la cosecha de 1994), Sáez desgrana cronológicamente una educación sentimental a través de la música pop, con la que fácilmente se podría identificar cualquiera que esté bordeando los 40 años. O los haya superado ya.
Como tantos otros, se curtió en la adolescencia con el heavy metal (un estilo al que no tiene reparo en calificar de infantil, especialmente cuando abunda en su mitología de dragones y mazmorras: touché), pasó más tarde a ilusionarse con la eclosión indie de los primeros años 90, más tarde comulgó con la pujante escena electrónica del segundo tramo de aquella década (que tan rápido agotó sus cartuchos y que tan mal ha envejecido en algunos casos) y finalmente, sitúa en la edición del debut de The Strokes (Is This It?, 2001) ese punto de no retorno en el que el pop comienza a orbitar sobre su propia historia como un bucle sin fin, y en el que la música se inmaterializa tras la devaluación de su soporte físico y la inabarcable oferta que vomita internet. De hecho, es a partir de entonces cuando afirma eso de “desde entonces escucho música, pero no me guío por ella”.
Hay algunos tramos del libro en los que la música ocupa un plano algo más secundario (como el que describe su viaje en coche a París para ver a Sonic Youth, que es descacharrante), pero en general todos revelan, bajo ese acabado formal tan poco ortodoxo y aparentemente simple, interesantes reflexiones sobre la vida y aquello que la sazona, el propio devenir de la música popular.
El poder sentimental de aquellas cintas de cassette que desentrañaban más acerca de uno mismo que cualquier declaración de amor al uso, el poder de lo onírico como materia prima musical, las ilusiones perdidas de lo que pudo haber sido y no fue el rock alternativo de los 90 (con la experimentación, la emancipación de la mujer y el fin de la dictadura de la imagen como principios de largo alcance, nunca plenamente logrados), la nostalgia de los 20 años, la añoranza de los seres queridos que ya no están (la muerte de sus padres revolotea sus páginas), las relaciones sentimentales de pareja, la dificultad de lidiar con el mundo adulto (bendito peterpanismo:que nunca muera) y en síntesis, ese absurdo tan inmenso que es la propia vida.
Ese gran sinsentido que conduce a asumir que la felicidad, en esencia, apenas se concreta en pequeños momentos, dignos de retener por siempre en la memoria. Algunos, tan sencillos como viajar en coche camino de Angoulême, acompañado de buenos amigos, mientras un sol radiante y el My Girls de Animal Collective se funden en un instante de dicha absoluta. Uno de esos instantes aparentemente intrascendentes, en los que el tiempo se detiene, siempre bajo el poder evocador de una canción.
Regálenselo, si tienen la oportunidad.