VALÈNCIA. Tocaba hablar de nuestra joya de la corona cuando se cumplen 200 años desde su apertura y más si cabe cuando esta semana hemos tenido noticia de la concesión del Premio Princesa de Asturias de humanidades, ocupando el cargo de director de la institución el valenciano Miguel Falomir. Cuando este martes pasado leí la importante noticia, evidentemente me alegré, pero a su vez pensé que quizás ha habido que esperar demasiados años. Posiblemente sea el espacio entre paredes más cosmopolita y multicultural de nuestro país, en el que se concitan bajo un mismo propósito la mayor variedad de lenguas, razas, credos, diferencias sociales.. y edades. El Prado es, por otro lado un espacio en que desarrollan su labor un nutrido grupo de profesionales de la mayor cualificación. La crème de la crème en el mundo de la conservación de museos, restauración, investigación... Los museos, como los teatros y auditorios, nos hacen mejores y el Prado, sobre el que existen pocas dudas como la mejor pinacoteca del mundo, por ser la que reúne un Mayor número de obras maestras por metro cuadrado, además nos hace sentirnos orgullosos porque es de todos.
Dijo en una ocasión Manuel Azaña que "el museo del Prado es lo más importante para España, más que la Monarquía y la República juntas”. Con esta especie de boutade (que, realmente, no lo es tanto), Azaña situaba al museo “insignia” español como una cuestión de Estado. Para el que fuera presidente de la República, el Prado era una presencia trasversal, estructural en la España de aquellos momentos convulsos, formaba parte de la espina dorsal sobre la que se sostenía el país, y por tanto estaba más allá, incluso por encima del régimen político, coyuntural, que existiera. Sin embargo esta frase era, en contexto, una llamada de advertencia puesto que por aquellos tiempos, el mismo Prado estuvo en peligro. Con el desastre de Notre Dame, retransmitido en directo a través de nuestros dispositivos móviles, hemos sido más conscientes que nunca de que ni siquiera el patrimonio estrella, a priori intocable, está completamente a salvo, y cualquier edificio es susceptible de sufrir una calamidad por dolo o imprudencia punible. Tampoco el Prado escapa de ello. Hasta nueve bombas cayeron sobre éste durante la contienda civil y buena parte de sus tesoros tuvieron que ser exiliados en camiones a Ginebra, previo paso por València. Ramón Gaya, sensible acuarelista y autor del célebre “Velázquez, pájaro solitario”, en 1953, desde su exilio mexicano, afirmó que "Desde lejos, más que un museo, el Prado es una patria".
No siempre el Prado ha sido patria “de todos”. Durante todo el siglo XIX y las primeras tres décadas del XX el museo era una propiedad más de la monarquía. Es en 1933 cuando una ley contemplará el Prado como “patrimonio colectivo”, y para hacer efectiva esta realidad y acercar aquel patrimonio a la gente, el gobierno de la República pone en marcha una iniciativa encantadora y única en su especie como fue el Museo circulante (otro logro memorable), por medio del cual se llevaron a muchos pueblos de esa España hoy llamada “vaciada”, copias de los cuadros más relevantes con el fin de que pudieran ser disfrutados por una población para la que era poco menos que un sueño irrealizable el permitirse viajar a la capital. El acceso al arte como un derecho ciudadano.
Es también un dato poco conocido y que añade más peculiaridades si cabe a la historia del museo, el hecho de que el Prado es fruto del empeño de una mujer, la reina María Isabel de Braganza, segunda esposa de Fernando VII, que hizo causa personal fundar un museo que recogiera, sobretodo, la inmensa relación de cuadros que integraban las colecciones reales, iniciadas en el siglo XVI. Aunque siguió de cerca las obras del edificio, desgraciadamente nunca pudo asistir a su inauguración al fallecer en 1818, a penas un año antes de la fecha. De aquel propósito personal ha quedado el testimonio en un retrato pintado póstumamente (1829) por Bernardo López Piquer, hijo del pintor valenciano Vicente López Portaña, en el que se ve a la reina señalando con su mano derecha el edificio diseñado por Juan de Villanueva y con la izquierda los planos del mismo.
He perdido la cuenta de las veces que he visitado el Prado, puesto en los últimos tiempos no suelo dejar pasar mucho más de dos meses. No puedo suscribir en el siglo XXI, obviamente, aunque sí comprender aquello que dijo Manet, devoto de la pinacoteca, de sus colecciones y en especial de la pintura española del Siglo de Oro, cuando afirmó que "la visita del Prado merece todas las penalidades de un viaje a Madrid". Todavía me invade cierto nerviosismo cuando hago la cola de entrada, para qué negarlo, porque cada visita va a significar, seguramente, un descubrimiento o varios ya que la información que albergan sus muros es inabarcable en toda una vida. Sinceramente me sorprende, y en cierta forma me desanima tener amistades que únicamente lo han visitado a lo sumo un par de veces en toda su vida y ni siquiera está en sus planes futuros el regreso.
El Prado es el niño mimado de la cultura española y se lo perdonamos aunque lo digamos desde aquí que sabemos como pocos lo que es pasar penurias de verdad. Esa “centralidad” hace que en el edificio del paseo homónimo madrileño continuamente “pasen cosas”, lo cual está muy bien. Recientemente hallazgos como la llamada Gioconda del Prado que tuvo en vilo a la comunidad científica en el año 2010, la polémica retirada de la atribución del Coloso a Francisco De Goya que supuso un terremoto, o la histórica exposición del Bosco en el año 2016. Son historias que abren telediarios. Como se sabe hay mucho más que no se expone, por una acuciante falta de espacio, un tema este que habría que debatir seriamente pero afortunadamente el museo cuenta con una de las mejores webs, a través de la cual podemos acceder prácticamente a su catálogo completo. Entre los grandes proyectos por venir está la intervención arquitectónica en el llamado Salón de Reinos, que acometerá en gran arquitecto inglés Sir Norman Foster. Una obra importante que ampliará más si cabe el espacio expositivo y resituará parte de las obras en el lugar para el que fueron pintadas.
El museo del Prado es generador de conocimiento más allá, incluso, de lo intrínsecamente y exclusivamente artístico. Una de sus muchas historias particulares tiene como protagonista a Eduardo Barba, a quien hace un par de años tuve la suerte de conocer. Una persona con un conocimiento abrumador de la colección por una razón, digamos “metapictórica”. De hecho, Barba no es un historiador del arte sino de un botánico y jardinero. Sí, un jardinero que tiene identificadas todas y cada una de las plantas que existen en los cuadros del museo y sus secretos significados. Algo en lo que yo nunca había pensado, es para este investigador un universo. Tal es la riqueza que encierran los cuadros que se exponen, ventanas a otro mundo, un mundo que es en definitiva el nuestro. Mi profesión me ha enseñado que no hace falta acudir a lo eximio para amar el arte en cualquiera de sus formas. El arte es un todo, pero el contacto con los más grandes ya sea a través de la música, la literatura, la pintura, el cine nos hace creer en el ser humano, y más en tiempos de zozobra. A mí el Prado me hace creer que otro mundo es posible, me hace creer más en ello. Por ello voy y salgo feliz de allí.