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BITÁCORA DE UN MUNDO REINVENTADO / OPINIÓN

El ruido, las palabras y una chica que se descuelga en el vacío

2/10/2020 - 

Un sesentón desdentado que tiembla como una gelatina. Todo me da miedo, dice. No me da miedo, entiendo. La enfermera tampoco puede distinguir si ha dicho una cosa o la contraria. Es curioso cómo se parecen los pacientes cada día más a mí misma. Rebajamos su medicación poco a poco para que vuelva a pronunciar bien, pero hay que ir muy despacio con el dique que sostiene el terror fuera. El mes pasado, algún cuñado hizo un comentario relativo a encerrarlo y entró en pánico; las residencias ni en pintura. No, que no, no me da miedo. La cuidadora nos traduce y sonríe fatigada, ha empleado una hora para levantarlo de la cama. Al hombre le lleva un trabajo descomunal dejarse acompañar hasta el saloncito y la conversación allí se estanca, se reduce a un cruce de sonrisas por encima de las mascarillas. Ya no nos sentamos para hablar, somos precavidas. A medida que nos ocupamos de la seguridad la cosa se parece menos a una visita médica y más a un paso aduanero. Suena la radial del vecino cuando el señor vuelve a mover los labios, imposible enterarse de nada, el ruido tapa sus palabras borrosas que tiemblan como pompas antes de desvanecerse entre la mesita y la tele. Feliz país el que se llena del sonido de las radiales, me digo, señala la crisis en el horizonte aún, una amenaza sin forma, sin bordes nítidos, nebulosa y oscura como aquello a lo que este hombre tiene o no tiene miedo. En la crisis del ladrillo se hizo el silencio.

Nadie sabe lo que nos espera. Yo me quité hace tiempo de las cifras y los noticieros para ocuparme sin tregua en lo que tengo delante de mis narices. No fantaseo con un mundo conocido, sé que hay un barniz nuevo en cada escena, pero subo a la planta de medicina interna y veo el pasillo tan variopinto y fluido que no pregunto nada más, si saludo a las médicas sondeo su prisa en los ojos y reconozco que es la antigua, la conocida, la de no sé cómo llegar a las tres con todos estos marrones resueltos. Si conversamos salen series, tontadas, cotilleos. Hablar de la Covid no hace amigos. 

La mujer de un paciente me llama y me saca de la reunión de equipo. Discurro con ella por el pasillo que da a la sierra norte y mi cabeza mezcla sus lamentos con la escena que se arma en los ventanales: una operaria de trabajos verticales va a lanzarse fachada abajo y se pertrecha con el arnés, el casco, las herramientas. Mi marido ya no tiene la empatía de antes, oigo. La chica del arnés trastea dentro de una bolsa. Ahora la mirada la noto como ida, escucho. La chica trepa al murito y asegura las sujeciones. Algo tiene que no es una simple depresión. Veo cómo se columpia y desciende despacio. Algo que no ha mejorado con las pastillas. No creo que mejore, me digo, pero me reservo la frase porque voy a explicárselo la semana que viene en persona, tengo que mirar la resonancia. Aseguro mi diagnóstico como la chica con su cinturón, se ha borrado ya de la fachada y sólo es un casco que mengua ante mi vista despacio, como una puesta de sol; ya no sé si el descenso lo practica ella, la mujer del paciente o yo misma. 

¿Cómo se viaja hacia lo desconocido? Quizá el movimiento no sea inmersivo, como el de los buzos, quizá baste un desplazamiento lateral o una suspensión de la energía gravitatoria para subir como un suflé. Hoy empieza octubre y quiero dar con la imagen del mundo metiendo la cabeza en el otoño pero sólo me viene el descenso de esta chica hacia un vacío. Juan Simó vaticina crudeza en su blog. Biden y Trump acaban de dar un penoso espectáculo en su primer debate en EEUU. La comunidad de Madrid se plantea recurrir las nuevas restricciones que impone Sanidad y se anuncia tormenta. 

¿Qué hubiera dicho Mafalda de seguir viva? Se hubiera bajado de este mundo y lo hubiera hecho con una sentencia demoledora. O le hubiera puesto el termómetro y la bufanda. Quino, su creador, ha muerto ayer mismo en Mendoza, Argentina, y sentimos una punzada por la desaparición de su criatura. La protagonista de la tira cómica nos desarmaba con esa mezcla irrepetible de denuncia y candidez. Más de uno la hubiera votado para presidenta. 

Adela Cortina, en una foto de archivo. Foto: ESTRELLA JOVER

Afortunadamente tenemos a Adela Cortina. Afortunadamente no se postulará para presidenta. Seguirá enseñando ética, que tanta falta hace. Cada vez la reclaman de más lugares, la red está plagada de conferencias suyas donde se la oye cristalina como un arroyo. Traduce los tomos sesudos que ha asimilado como su ADN en livianos asertos y recetas para pensar hasta el armazón cada desafío que se nos presenta. “Los seres humanos ─señala convencida─ estamos biológicamente preparados para cuidar y cooperar. La afirmación liberal según la cual hay individuos aislados que sellan un contrato no deja de ser una hipótesis ficticia”. Charlo con ella una tarde en su despacho de la Fundación Étnor y salgo perturbada por su fe en el progreso. Me derrota haber envejecido antes que ella; su confianza en que la razón ganará el pulso a la barbarie es vibrante, contagiosa, la fundamenta con agilidad de una maestra en esgrima, mueve el florete con eficacia y vuelve a la guardia. Sonríe lejos de la fatiga. Cualquier pregunta abre una habitación luminosa en su cabeza. Me enseña para qué sirve la ética y descubro que forja el carácter, acentúa las virtudes y, a la postre, mejora personas. Un oficio irrenunciable. Un “abrir las ventanas”, en palabras de ella. Este próximo 7 de octubre inaugura su Seminario anual de Étnor. Hablará de “Libertad, seguridad y democracia”. Esperemos que en el viaje al vacío callen los crispados y sobrevuelen voces como la suya. 

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