VALÈNCIA. ¿Qué tienen en común obras tan diferentes como El amor en su lugar, Drive my car, Estación once, la segunda temporada de Euphoria y El vientre del mar? Además de haber sido estrenadas en el último año comparten algo más, un elemento que las une entre sí y a una de las expresiones artísticas más antiguas. Y es que el teatro, o más exactamente la representación teatral, forman parte sustancial del argumento y de la puesta en escena.
Que el cine se ha servido del teatro desde sus orígenes lo sabemos bien, no solo mediante la adaptación de obras a la pantalla o con la presencia de intérpretes, directores y técnicos procedentes de la escena, sino siendo el teatro uno de los cimientos sobre los que surgió el cine. Con las series esa relación ha sido menor, más allá de ficciones ambientadas en el mundo teatral o del espectáculo, que de esas ha habido siempre porque son universos fascinantes a los que nos encanta asomarnos.
Pero no me refiero aquí al concepto de adaptación a la pantalla de una obra, sino a la utilización del teatro, del mecanismo teatral, como elemento esencial de la construcción del relato audiovisual, hasta el punto de que, sin él, no existirían. Y al hacerlo, al poner el teatro en primer plano, expresan no solo un profundo amor a esa forma de expresión, también su enorme importancia cultural y vital.
Muy especialmente, El amor en su lugar, la sorprendente película de Rodrigo Cortés, incomprensiblemente ninguneada en los Goya de este año, y la serie Estación once (Station Eleven, Patrick Somerville, 2021) parten de la convicción de que el teatro es imprescindible y simboliza la pervivencia de lo más valioso de la humanidad. La película de Cortés muestra una representación teatral en el gueto de Varsovia durante la invasión nazi, una obra y una representación que existieron de verdad en medio del horror. Se trata de Miłość Szuka Mieszkania, de Jerzy Jurandot, que se estrenó en un teatro en el gueto de Varsovia el 16 de enero de 1942. Nada menos que una comedia musical que hacía humor de la propia situación insostenible que vivía la población judía en aquel momento y lugar. La película establece un diálogo delicado y lleno de virtuosismo entre la ficción y la realidad y entre el lenguaje cinematográfico y la representación teatral.
Por su parte, Estación once es una serie de ciencia ficción ambiente en un futuro apocalíptico muy cercano, en el cual ha desaparecido casi toda la población de la tierra. La trama sigue a varios personajes a través de una compañía ambulante de teatro que representa obras de Shakespeare, haciendo los trajes y el atrezo con los restos de la civilización que encuentra por el camino. En ambos títulos rige esa idea preciosa, que desearíamos fervientemente que fuera siempre cierta, de que la cultura nos salva. Del horror, de la violencia, de la degradación, de lo peor del ser humano.
Los dos capítulos finales de la segunda temporada de Euphoria son una representación teatral, una que llevan a cabo los protagonistas adolescentes en su instituto y en la que, saltándose cualquier verosimilitud espacial y temporal, la narración continúa, resolviendo o creando conflictos. El teatro es aquí, además de un brillantísimo y complejo ejercicio de puesta en escena, espejo, terapia, proyección, ensoñación y muchas cosas más. Como en la película de Cortés, representación y realidad se mezclan constantemente e interactúan y se interfieren entre sí, dando lugar a múltiples lecturas y capas de sentido y estableciendo continuas correspondencias, rimas y metáforas.
El vientre del mar, la última película de Agustí Villaronga, cuenta la historia del naufragio de la fragata Alliance, de la Marina francesa, que en junio de 1816 embarrancó ante las costas de Senegal. 147 hombres sobrevivieron en una balsa y hubo posteriormente un juicio para delimitar responsabilidades. El naufragio, la balsa, la dificilísima convivencia forzada, la lucha por la supervivencia está escenificada como una obra teatral en un interior, mezclada con imágenes del juicio y otras más actuales, que vinculan aquella historia con la de los migrantes que hoy se juegan la vida o mueren cruzando el estrecho. Una complejísima puesta en escena, que es un experimento fílmico lleno de capas.
Y en Drive my car, la extraordinaria película de Ryûsuke Hamaguchi, Tío Vania, la obra de Chejov, es no solo un elemento relacionado con la profesión del protagonista, sino un relato que resuena en toda la película y en los temas que plantea: el duelo, la soledad, la muerte, el amor, etc. Y, más allá, el mecanismo teatral establece una dualidad realmente estimulante con la road movie que a veces es la película de Hamaguchi.
Contando historias y temas diferentes, en mundos muy distintos y con propuestas estéticas bien diferenciadas, la presencia del teatro en los títulos comentados, establece una relación siempre compleja y fascinante con el mecanismo del relato audiovisual. La representación teatral dentro de otra representación (la propia película o serie) aporta profundidad y añade capas de sentido y, por supuesto, toda una reflexión en torno al poder de la representación. Porque no podemos, ni sabemos, ni queremos vivir sin ella. Sin una forma de expresión milenaria que nos permite enfrentarnos a miedos y conflictos y trascender.
En la cartelera de 1981 se pudo ver El Príncipe de la ciudad, El camino de Cutter, Fuego en el cuerpo y Ladrón. Cuatro películas en un solo año que tenían los mismos temas en común: una sociedad con el trabajo degradado tras las crisis del petróleo, policía corrupta campando por sus respetos y gente que intenta salir adelante delinquiendo que justifica sus actos con razonamientos éticos: se puede ser injusto con el injusto