El Festival Tercera Setmana estrena las confidencias de un clown en el camerino, El minuto del payaso
VALENCIA. Cuando los espectadores del circo abandonan la carpa, no se paran a pensar en los responsables de su emoción todavía latente. En qué sucede cuándo el payaso desmaquilla su rostro, cuando el trapecista baja del trapecio, cuando mazas y bolas se guardan en sus cajas. En suma, qué es de los artistas cuando acaba la función. O quiénes son una vez despojados de sus máscaras y privados del fulgor de los focos que los magnifican en los escenarios. Esta noche, en el contexto del Festival Tercera Setmana, el Teatro Talía acoge una obra que recrea la soledad de un clown en su camerino, El minuto del payaso. El montaje de la compañía Teatro El Zurdo rinde tributo a las estrellas de un género en declive.
“Desde la comedia y la risa, hemos querido reivindicar el respeto y la dignidad hacia estos grandísimos profesionales que al formar parte de un arte menos prestigioso, en poco tiempo caen en el olvido”, expone el autor del texto, José Ramón Fernández, Premio Nacional de Literatura Dramática 2011.
El protagonista es el actor Luis Bermejo, nominado en dos ocasiones al Goya, la primera por Una palabra tuya (Ángeles González-Sinde, 2008) y el año pasado por Magical Girl (Carlos Vermut, 2014). El papel le sienta como un guante porque él mismo, en compañía de Luis Crespo, antes de que juntos fundaran Teatro El Zurdo, dedicó ocho años a hacer espectáculos de clown en el Parque del Retiro de Madrid.
Durante su monólogo, Bermejo (o Amaro, su alter ego en la funcion) hace paradas en las relaciones familiares, en las cuitas del oficio y en sus compañeros de profesión. Salen a colación grandes del hacer reír como Charlie Rivel, Tortell Poltrona, Zampabollos, los Raluy, Grock y Pepe Viyuela.
“Amaro también podría ser un actor, un músico, un bailaor o un mago, cualquiera de los artistas que parten de gira por rincones de todo el mundo y cuando termina la función no pueden comerse un bocadillo como no vayan al bar del tanatorio –observa Fernández-. Es un personaje que concentra lo que le sucede a mucha gente de las artes del escenario: por un lado están hartos y por otro, no pueden dejar esta vida porque existe un momento muy extraño en el que se sienten compensados porque hacen felices, transforman o emocionan”.
Más allá del mundo de la carpa, el autor ha tomado como referente para su texto la gran obra metateatral de Tomás Bernhard, El hombre del teatro, donde un comediante megalómano se ve enfrentado a la realidad del ejercicio de su profesión. Su grandeza soñada se da de bruces con las giras en pueblos de mala muerte, rodeado de cerdos y retratos de Hitler.
Estos días, comparte José Ramón Fernández que ha estado revisando los lienzos del pintor norteamericano Walt Kuhn, autor de turbadoras pinturas de artistas de circo y vodevil de los años treinta. De entre los retratados, sólo uno ha pasado a la posteridad, Bert Lahr, y no por su buen hacer en los escenarios, sino por haber interpretado al león cobarde de El mago de Oz (Victor Fleming, 1939).
Otro tanto en términos de desmemoria sucede con los artistas de circo patrios. Es el caso, por ejemplo, en el pasado, de Luis Raluy, el primer hombre bala, y en el presente, del valenciano Tony Tonito, una gran figura internacional de la cama elástica. “En los últimos tiempos –remata el dramaturgo de El minuto del payaso-, Tony ha estado trabajando en un hotel de Benidorm. Hoy en día, el mundo de los artistas de circo ha dejado de ser el gran escenario y ha pasado a ser el crucero, el hotel… Son artistas enormes, pero el aplauso que reciben no es el que se lleva Plácido Domingo”.
Hubo un tiempo en que no fue así. Hubo un tiempo en que los artistas de circo eran auténticas luminarias y su arte, el mayor espectáculo del mundo. La llegada de la carpa a la ciudad inflamaba a la población local ante la promesa de una constelación de lo insólito, del prodigio y de la proeza física sin red. España conserva edificios que así lo atestiguan, como el Teatro Circo de Albacete y el Teatro Circo de Murcia. Las artes plásticas así lo recogieron, como también el cine y las escénicas. “Durante la primera mitad del siglo XX, tenemos manifestaciones de pintura y de ópera y ballet de vanguardia que se interesaron por el circo, pero finalizada la II Guerra Mundial, se decidió que era cosa de niños y tomó otros derroteros”, lamenta Fernández.
A esa época dorada perteneció Carmen Sánchez, más conocida como “La muñeca del espacio, a la que el director David Moncasi dedicó un documental en 2007 del mismo título”. La virtuosa del trapecio no tenía pedigrí en este arte, pero lo adquirió por la vía política, pues contrajo matrimonio con Pepe Ruiz, un augusto de la troupe de los Rudi Llata, cuya saga se remonta a 1873. Los payasos aparecían en Sueños de Circo (Kurt Hoffmann, 1954), película en la que debutó Romy Schneider, y en la que Carmen tuvo una pequeña participación junto a su chimpancé Bambi.
Su marido inventó dos números que procuraron a la familia citas internacionales, “El boxeo” y “El restaurante automático”, un seguido de trastadas y equívocos inspirados en Charles Chaplin.
La muñeca del espacio, por su parte, paraba el corazón de los espectadores al arrojarse de un primer trapecio para engatillar los pies en otro situado en un plano inferior. Pero con 37 años, en Lisboa, la comadrona que asistió el parto de su segundo hijo se confundió y en lugar de procurarle un laxante, sulfato de sodio, le dio sulfato de quinina, un veneno, que dejó ciega a aquella hija de marineros que había nacido para volar.
Su historia y la del circo en su momento álgido se recogen en una película que en la tragedia de su protagonista brinda una metáfora del fundido a negro sufrido por su oficio. Pero como plasma en el texto de El minuto del payaso José Ramón Fernández: “Es un mundo muy hijo de puta que está ahí fuera, pero nos lo metemos en el bolsillo y seguimos tirando para adelante".
Un botón de muestra es que los hijos de La muñeca del espacio conforman la cuarta generación de los Rudi Llata, a cargo de un circo nómada que igual se instala en París, que en Madrid, Moscú o Sofía, Rudi Llata Circus.
Como Carmen, Joan Montanyès, “Monti”, tampoco tenía galones consanguíneos en su profesión, pero este augusto de nariz roja renovó el lenguaje del clown, primero de la mano de Tortell Poltrona, cofundador de Payasos Sin Fronteras, con el que puso en marcha Banda Clown, y después ya con su propia compañía, Monti & cia.
En sus montajes hay una reivindicación de la figura del payaso, y por extensión de los artistas de la pista. Así, para su tercera producción, Fools Folls, Klowns de Luxe, en 2000, se inspiró en la estirpe de acróbatas Méndez, que como muchas otras familias circenses, al llegar a cierta edad y no poder seguir realizando esfuerzos físicos, empezaban a trabajar como payasos. El espectáculo era un repaso a la historia de los caricatos, con un compendio de entradas y números clásicos desde los fools de las obras de Shakespeare hasta el presente.
A su muerte, en 2013, Monti dejó inacabo un proyecto sobre la figura de otro mítico augusto, Enrico Jacinto Sprocani, “Rhum”, amigo en su día de Jacques Tati. “Fue un gran payaso de la primera mitad del siglo XX, con una comicidad excepcional y una habilidad fuera de lo normal para improvisar y crear números, sketches y parodias. Al mismo tiempo, sin embargo, era una persona atormentada. Se sentía muy desgraciado fuera de la pista y los escenarios, una experiencia que han sufrido también otros payasos”, destacaba Monti cuando todavía pensaba que podría llevar adelante su tributo.
Sus compañeros de Monti & cia lo retomaron para que así el homenaje fuera doble, al mítico payaso enterrado en el cementerio parisino de Saint Ouen y al amigo que ya no lo iba a poder venerar sobre el escenario. Pero sí, su ropa, sus zapatones, su voz y su silueta se proyectan en una pieza que hace reír con emoción contenida.
En febrero de 2013, Monti dejó escritas las siguientes líneas acerca de su espectáculo en ciernes: “Rhum pretende ser un homenaje a uno de los oficios más generosos y entrañables de entre las artes escénicas: dar risa el público. Un oficio que, entre otros virtudes, tiene la de querer aportar optimismo, esperanza y felicidad a las personas. Pequeños y grandes, tanto se vale la edad. Rhum quiere ser un espectáculo tierno, humano y cínico, para disfrutar y para reír. Sin moralina, pero dejando una pequeña puerta abierta a la reflexión personal del espectador sobre este apasionante y maravilloso oficio del payaso, al cual me dedico desde los 18 años”. La obra resultante hizo honor a estas líneas y por extensión al trabajo de los artistas de la pista.
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