Siempre era demasiado temprano. Cinco amigos íbamos cada mañana a la universidad en un Renault 5 blanco. Una mañana, el que siempre llegaba tarde, todo el mundo conoce a alguien que siempre llega tarde, mientras se apretaba en el asiento de atrás, se quejó de que olía a pies. “Pues serán los tuyos”, le espetó otro. Últimamente pienso que esta anécdota se me quedó grababa porque anticipaba, de alguna manera, la colonización de nuestras vidas por parte de las redes sociales. Siempre hay alguien que se queja, siempre hay alguien que contraataca. Y esta semana, me la ha devuelto a la memoria el altercado que protagonizó Francisco Camps en Les Notícies del Matí de À Punt, cuando negó la palabra al delegado de la SER en la Comunidad Valenciana, Bernardo Guzmán. “No le permito hablar”, le dijo. El caso es que a Camps no le huelen los pies. Ni el aliento, cuando se zampa una buena ración de all i pebre en la Albufera. No le crecen las uñas. No le aparecen manchas de la edad. No tiene arrugas. Ni siquiera se queja de la rodilla cuando cambia el tiempo. Al menos, no queda constancia por escrito ni prueba testimonial de ninguna de estas circunstancias. Por tanto, queda absuelto de las pequeñas corruptelas de la evolución del ser humano.
Hay que reconocerle al expresident cierta singularidad en la política española. Es el conductor del 600 que circula en dirección contraria del chiste de Eugenio (creo), el Ignatius J. Reilly de la conjura valenciana de los necios, que somos todos los demás. Cargado siempre de razones que la razón no entiende, cabalga a lomos de un corcel por los territorios de su pasado, feudal, quizá de taifas; preconciliar, seguro. Tan impoluto como el Imperio español bajo la perspectiva del franquismo. Libre, eso sí de documentos firmados que nieguen su pulcritud. Camps es Felipe II, que no tuvo culpa de que todo acabara con los últimos de Filipinas allá por el 1898. Es Keops, que tampoco dejó huella de cómo se levantaron las pirámides. Ni a costa de quién. Es Salomón, de cuyo palacio no queda más que la poesía del Cantar de los cantares. Es la memoria viva de un vergel que asuntos “absolutamente menores”, según dijo, como Gürtel, como la visita del Papa, como tantas otras herrumbres, no pueden mancillar.
Soy muy mentiroso. Cada vez que lo digo, mi mujer lo niega. “Eso no es verdad”, dice, con lo que, paradójicamente, me da la razón. Soy consciente de mis propias mentiras y no me da pudor reconocerlas, cuando me las cazan. Incluso las reconozco sin vergüenza cuando pasan desapercibidas, porque me resulta cómodo manejarme en la ficción, como ya he repetido tantas veces. Por eso me fascina tanto la gente que se cree sus propias verdades. No la verdad inabarcable, infinita e irrebatible, sino esas pequeñas verdades de corto alcance con las que nos rodeamos para sentirnos mejor con nosotros mismos. Que no son lo mismo que mentiras. Camps es uno de ellos. Dos absoluciones le sirven para demostrarnos que viene del futuro para mostrarnos una existencia más blanca, como la muchacha del anuncio de lejía. Le sirven para afianzar, también, que desde su despacho en lo alto del Consell ni se veían, ni se olían, ni se oían, ni se palpaban, las corrupciones de buena parte de su equipo. Ni siquiera se percibía un regusto extraño, para completar todos los sentidos. En la bucólica égloga de Camps no caben los versos satíricos de Guzmán, ni de cualquier otro periodista que interrumpa sus ensoñaciones. “¿Usted qué hace aquí?”, le preguntó en la redacción de À Punt, como si de repente Guzmán se hubiera colado en el cuento que nunca escribirá.
@Faroimpostor