LOS RECUERDOS NO PUEDEN ESPERAR

Electropura y la línea invisible que lleva de Russafa al Micalet

20/12/2015 - 

VALENCIA. Un bar nocturno tiene que ser como el patio de juegos que no tienes en casa –a no ser que te llames Hugh Heffner o Prince-, un lugar en el que puedes ejercitar el hedonismo en compañía de amigos y también de desconocidos. Nunca he sido una criatura excesivamente nocturna y además soy de espíritu  sedentario así que los locales nocturnos de mi historia se pueden enumerar rápido porque cuando he encontrado uno donde me sentía bien, he vuelto a él una y otra vez. En los años que viví en Madrid, una ciudad mucho más grande y por lo tanto menos controlable que Valencia, la intensidad de mi vida nocturna fue decreciendo y dispersándose –podría señalar el Morocco, el OchoyMedio y otros locales más anónimos como algunos en los que alegré mis noches durante los 13 años que pasé allí-; sin embargo no tengo problemas para enumerar los bares más importantes de  mis años en Valencia: Pyjamarama, Brillante, Barracabar y Electropura.

Como hace tiempo que salir por la noche me da pereza, mis visitas al Electropura tienen lugar sobre todo cuando voy allí a poner discos, que es una manera de divertirse como otra cualquiera. Pongo música que me apetece oír (en un bar; hay quien se cree que poner música en un bar es lo mismo que poner música en tu casa) y con un poco de suerte me libro de tener que hablar mucho (esto no es porque sea un cardo borriquero, es porque tantos años de escuchar música ruidosa tan alto pasan factura y en los sitios donde hay un sonido de fondo más potente que nuestras voces, me cuesta escuchar a mis interlocutores). Poner música me permite ejercer una de mis actividades favoritas, la de observar. Podría pasarme días enteros observando. Los paisajes me hipnotizan con facilidad y las personas me intrigan siempre; pienso que cada uno de nosotros transporta un misterio digno de ser escrutado aunque solo sea durante unos segundos. Mientras observo a alguien me pregunto cuál será su historia. Sé que difícilmente llegaré a conocerla pero las posibilidades que sugiere el sujeto en cuestión pueden satisfacer mi insaciable e impertinente imaginación. Estar parapetado en una cabina, eligiendo canciones para poner mientras observas a la clientela es una actividad fascinante.

Aquellas risas trajeron estos disparates

Javier Krahe cantaba que no todo va a ser follar y yo añado que no todo va a ser mirar. Estar en Electropura implica tener siempre a amigos cerca, empezando por Toni Naranjo y Bisonte, las personas que lo pusieron en marcha hace ya casi seis años. Con Bisonte me une una amistad de años, fomentada durante sus días en Velvet –local donde años atrás también pasé algunas noches memorables poniendo música- reforzada por nuestra condición de habitantes de El Saler. Otra presencia indispensable en Electropura es Jorge Pérez, alias Tórtel. Nos conocemos hace tiempo, desde sus días en Ciudadano, cuando yo aún vivía en Madrid. Al margen de lo que me gusta su música, nos une un humor bastante absurdo, yo diría que hasta algo idiota, que hace que nos ríamos con asociaciones de imágenes de lo más simples. Descubrimos eso hace años, en el bar Los Escalones, junto a La Lonja, con el resto de miembros de Ciudadano, una tarde de verano contando batallitas como las que suelo rescatar aquí pero con un tono menos trascendental y más payaso.

A feast of friends, que diría Jim Morrison

Mi amistad con Bisonte y Jorge me llevó al Electropura y, por consiguiente, a compartir noches detrás de la barra con Toni, del cual envidio esa capacidad para vivir de noche hasta que ya ni siquiera es de noche, y después seguir viviendo de día. Eso sí que no es ninguna broma. El domingo pasado –este recuerdo sí que me ha salido impaciente- Toni y su compañera, la arquitecta Lourdes García Sogo, abrieron las puertas de su casa para una cita que forma parte de la tradición electropurer. Cuando la Navidad empieza a pisarnos los talones, suelen reunir allí a los amigos del bar bajo la coartada de una comida que siempre es deliciosa. El escenario donde tiene lugar la reunión, un ático en el corazón de Valencia, en plena Plaza de la Virgen, solo puede rivalizar en espectacularidad con la generosidad de los anfitriones. Durante ese domingo prenavideño, el espíritu lúdico del bar se traslada a esa casa, convertida durante unas horas en patio de juegos para todos los que de alguna manera nos divertimos por la noche en Electropura. Y qué bien viene además, encontrarte a la luz del día con gente que habitualmente solo ves de noche.

Observar Valencia desde su mismísimo corazón

Hace tres años que me sumé a estas reuniones, fantásticas por el cariño con el que nos tratan y por poder ver a tanta gente conocida y querida junta, en un escenario como ese: una vieja y amplia terraza flanqueada por la Basílica, la Catedral y el Micalet, desde la cual se alcanzan a ver prácticamente los tejados de toda la ciudad. Todo un paisaje desde el cual observar. El año pasado me tomé la libertad de aprovechar la reunión para hacer promoción del libro que acababa de sacar, fotografiando a todo aquel que quiso posar con el susodicho volumen en las manos con las campanas de la plaza y de las iglesias cercanas como telón musical. Este me limité a conversar con algunos de los amigos que circulaban por dicha terraza y por el enorme laberinto que es la casa. En esos instantes no puedo evitar pensar que, si tomara la distancia necesaria para observar la escena, contemplaría pasado, presente y futuro mezclándose de tal manera que ninguno de los tres conceptos significa lo mismo.

El pasado domingo, mientras el sol iba deslizándose poco a poco hacia el oeste, la tarde se convirtió en un intercambio de conversaciones con gente que habitualmente está más o menos cerca –lo dice alguien que habitualmente elige vivir aislado-, mientras la oscuridad avanzaba y la plaza de la Virgen se iba llenando de personas que pasean o van de compras navideñas. Gente habitual en tu vida a la que siempre es bueno ver. Gente nueva a la que te alegras de conocer.