No hay manera de escribir sobre uno mismo sin mentir, sobre todo porque decir la verdad implica un grado de autoconocimiento que nadie puede ni quiere alcanzar. Dentro de esos márgenes, uno puede desconocer la realidad, omitirla, ocultarla, apostar por la autoficción e incluso por la autofricción, un género signo de los tiempos muy practicado por escritores y periodistas: en el caso de estos últimos la tendencia vino para desmantelar todo aquello de la supuesta objetividad que solo era una forma equivocada de referirse a la honestidad que se le presupone a un profesional de la información y también la distancia respecto al contenido; por supuesto el periodista siempre ha sido un filtro y por tanto ha existido contacto con los acontecimientos, digestión y narrativa, pero es que ahora el reportero-personaje es la noticia y sus tribulaciones e impresiones los hechos de interés público, el quid del relato, lo que importa y hay que conocer. Las redes sociales jalean las pasiones del especialista en autofricción, que necesita que le ocurran todo tipo de disparates y participar en situaciones cuanto más inverosímiles mejor, hasta tal punto que llega a parecerse a esa Jessica Fletcher de Se ha escrito un crimen peor que una peste, que allá a donde llegaba siempre acababa alguien fiambre. No es sencillo ser protagonista de momentos divertidos, duros o que inviten a la reflexión una vez por semana. Llega la fecha de entrega, y algo hay que hacer. Ni Hearst habría soñado tanta fantasía.
Lo autobiográfico es el alimento de la bestia social de la que somos células, esa Bestia Colmena del libro homónimo del asturiano Pablo Und Destruktion: minuto a minuto los servidores echan chispas con todo lo que tenemos que decir sobre nosotros mismos. Las charlas TEDx y los pechakuchas acumulan ingentes cantidades de visionados gracias a testimonios que hablan de gente que nunca habría imaginado que estaría aquí, o que ahora está aquí gracias a un terrible fracaso, gente experta en fraccionar el discurso con apelaciones a la audiencia y pausas dramáticas teatrales que duran un poco más de la cuenta, un par de segundos más de lo necesario. Ay si apareciese por allí algún verificador de la International Fact-Checking Network. Los colmillos se le estirarían hasta la cintura. Con este día a día sería fácil pensar que lo más relevante en materia de contar el uno mismo lo encontraremos en una conversación digital o en un perfil, por suerte Jekyll&Jill viene a refutarnos esta intuición con el nuevo título de la colección Fontanela, Distraídos venceremos. Usos y derivas en la escritura autobiográfica, de la librera y escritora Andrea Valdés, una antología de lecturas y visitas literarias a aquellos que exploraron las caras más abruptas o inesperadas de la poliédrica autobiografía, a veces por la forma en que lo hicieron a veces por el instante del que parten sus relatos, justo ahí donde todo el mundo preferiría encapuchar el bolígrafo o bajar la tapa del portátil. Comienza Valdés autobiográfica también y pronto se adentra en las vidas de los demás, recorriendo injertos dermatológicos y filiales, la biografía aventurera de Lucio V. Mansilla, los treinta y siete prólogos de Héctor Libertella, el encierro de Rosa Chacel. Episodios de la existencia ajena que se van conectando según el designio de la autora: hay un eje común, sí, aunque se nos olvida bastante rápido mientras dejamos que se nos descubran esas historias de otros que no conocemos, algunas nos dejan fríos, otras a temperatura ambiente, otras nos hacen apuntar referencias en notas o en un correo que nos automandamos para que no se nos olvide que hemos sabido de algo que es bueno, en este caso bueno e inusual pero no atronador: la colección de vidas de Distraídos venceremos carece de esa histeria de la comunicación cultural que asegura que cualquier cosa es una gran revelación. La suya es una selección de vivencias que tocan sin estridencias: no se busca el clickbait, el anzuelo, solo dejar constancia de lo que ha sido en alguna parte, en algún lugar.
Por cierto: el marcapáginas que se inserta en el segundo título de la colección Fontanela sirve de manifiesto; en su primera acepción fontanela es cada uno de los espacios membranosos que hay en el cráneo del recién nacido antes de la osificación completa, pero después la definición sigue, y fontanela es, en la época de la perversión del término librepensador a manos de los defensores (a veces involuntarios) del pensamiento único, una interpelación a esos “lectores dispuestos a hacerse una biblioteca que no confunda las nociones de dúctil y dócil”. En el catálogo perfecto de los nuevos cuadernos de Anagrama hay un título que sirve de apoyo intelectual a esta colección: una lectura de Ofendiditos. Sobre la criminalización de la protesta de Lucía Lijtmaer basta para conocer la cuestión en su acepción más profunda: el corrector se esmera en hablar de escritura pero sugiere escrotura, hoy en día defender una causa legítima es motivo de mofa y una agresión al débil pasa por defensa de la libertad de expresión, son tiempos oscuros, la extrema derecha maneja los códigos con entrenamiento imperial y su mensaje cala en las víctimas, dice Lijtmaer: “como en el caso del Fiero Analista contra el Ofendidito, la táctica es la misma: el políticamente incorrecto es percibido como un outsider, un rebelde alejado de la política tradicional. Se lo concibe como un político no profesional, fuera del discurso dominante, y se le atribuye una capacidad de conectar con los hombres blancos de las clases populares precisamente por esa característica [...] el analista tiene siempre los medios de comunicación a su alcance para decir lo que le venga en gana; no así el ofendidito, que debe acudir a las redes o a la legalidad que lo ampara”. Cada cual que extraiga sus propias conclusiones, y en esas, que no se extinga la voluntad de emplear el cráneo para algo más que sujetar unas gafas, o rematar de cabeza.