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el callejero

Enrique, un alumno de 96 años

Foto: KIKE TABERNER
24/12/2023 - 

Enrique ha pasado una mala noche. No ha pegado ojo pensando en la entrevista. Lleva varios días intranquilo. A saber qué demonios le pregunta el periodista. Lo curioso es que Enrique Calatayud tiene 96 años y ya debería darle igual ocho que ochenta. Pero él recibe cada día como un regalo. Por la mañana, cuando se despierta, Enrique hace un rápido chequeo mental, comprueba que está bien y entonces se lanza a por un nuevo día. Se asea, baja al supermercado, se prepara la comida y después se va clase. Sí, Enrique tiene 96 años, vive solo y va a la universidad cada día. Por las tardes sale de su casa, coge el autobús y acude a sus compromisos académicos.

Enrique Calatayud puede ser el estudiante de más edad de toda España. No debe haber muchos nonagenarios. En la Universitat de València, donde él estudia, no hay ningún otro. Sólo él. “Hay alguno de 80, pero de 90 ninguno”. Tampoco debe haber muchos, mayores o jóvenes, que acudan a las aulas con su entusiasmo, con sus ganas de aprender, con su necesidad vital, de la que se alimenta a diario, de estar con la gente, de hablar con los jóvenes, de echar tierra al agua para no quedarse aislado.

Cuando alguien tiene 96 años, todo el mundo a su alrededor piensa que le quedan cuatro para los 100. A la gente le gustan los números redondos. Y el 100 es uno muy redondo. Pero a él se la refanfinfla. “No me obsesiona llegar a los 100 años. Tengo asumido que mañana o pasado me puede ocurrir cualquier cosa y se acabó. Tengo asumido que estoy cerca del final”. No le entristece el final inminente. Le apena más el pasado. Las dos mujeres que ya no están. Porque vivir mucho, que a primera vista es una suerte, implica también perder a muchos. 

Amparo y Rosa María me quisieron muchísimo y eso es lo que más lamento. Mi hijas son de mi primera mujer, con la que estuve casado 31 años. Con la segunda, 26. Al quedarme viudo, al año me casé con la segunda, que era hija del empresario para el que trabajaba. Un año bajó y me pidió que me encargara de enseñarle a su hija el funcionamiento de la oficina. Al año de ser viudo, con 59 o 60, y ella 46, le pedí matrimonio, me dijo que sí y nos casamos. No tuvimos hijos por miedo. Ahí fui un poco egoísta porque ya tenía dos. Yo le explicaba que iba a morirme antes que ella y que era mejor disfrutar todo lo que pudiéramos. Mi gran suerte fue que mis hijas y ella se entendieron muy bien. Mi primera mujer se murió con cerca de 60 años. Le tuvieron que poner radio y quimio. No hace falta entrar en detalles. La segunda sufrió una descalcificación y con 70 o por ahí se murió”.

A los 12 años, a trabajar

Pudo haber una tercera, pero entonces Enrique se plantó. La mujer tenía 25 años menos y él le dijo que aquello no tenía sentido. “Ya no quería más matrimonios”. Su hija Constanza, que fue profesora en la facultad de Psicología, le recomendó que se matriculara en la universidad para mantener la mente activa. A él, al principio, le chocó. Enrique no había tenido la oportunidad de estudiar de niño. Sólo tenía el graduado escolar porque, siendo aún un chiquillo, con 12 años, lo pusieron a trabajar. La Guerra Civil acababa de terminar y muchas familias obligaron a los hijos a llevar un jornal a casa. Era eso o morir de hambre.

Enrique Calatayud nació en València, en el barrio de Ruzafa. Su padre era impresor y trabajaba en una empresa que hacía papel de seda para envolver las naranjas. “Los propietarios eran un inglés y un neerlandés, así que en cuanto apareció Franco tuvieron que huir, y mi padre se quedó sin faena. Entonces llegó la guerra. Durante los bombardeos oíamos cómo silbaban los obuses; por eso nos fuimos un año a Torrent. Después, por trabajo de mi padre, nos mudamos a Alzira a trabajar de lo mismo”. Tras la guerra, su padre se puso a trabajar pintando las rayas de las carreteras. “Era un hombre bastante culto. Los domingo salíamos a pasear y entonces me hablaba de Rousseau, de Bakunin, de todos ellos. Y yo pensaba: ¿De qué me habla? Pero lo gracioso es que ahora, que estudio Filosofía, entiendo todo de lo que me contaba entonces”.

El estudiante nonagenario entró en la Universitat de València en 2008. Ya son quince años como alumno universitario. Al principio estudió Ciencias Políticas y ahora está con la filosofía. A Enrique se le ilumina la cara al hablar de los filósofos. Él se apresura a contar que prefiere los ingleses, “que son empiristas”, a los alemanes, “que son racionalistas” y los encuentra muy complicados. “Aunque soy un forofo de Hegel (alemán). Creo que habla muy claro y entiendo lo que dice: todo lo real es racional y todo lo racional es real”.

Todo este conocimiento sobre el pensamiento era algo demasiado remoto en los años de posguerra. Cuando entró a trabajar en una farmacia de Ruzafa. Enrique le quita peso a aquellos años difíciles. “El tranvía pasaba por allí delante y daba la vuelta en Matías Perelló. Estuve tres años en la farmacia. Todo eran fórmulas. Hacían los medicamentos con un mortero y las pomadas, en una piedra de mármol con una espátula. (Dice los nombres técnicos de las pomadas y los medicamentos). A mí no me dejaban hacer eso porque era un niño de 12 o 13 años. Yo me dedicaba a hacer los recados y a retirar específicos de los centros farmacéuticos. Entonces estaba el racionamiento y había escasez de algunos productos como el azúcar. Por eso lo guardaban para las farmacias más prestigiosas y a mí me lo denegaban. Pero un día, como siempre he sido muy atrevido, me subí a hablar con el director del centro y me lo arregló”.

Aún le duele, ocho décadas después, que el farmacéutico no valorara todo lo que hizo por la botica y que acabara dejándolo marchar. “Así que empecé a trabajar de meritorio en una oficina y por las noches iba a una academia a aprender lo necesario de la cosa contable”.

Se cuela en otras clases

Enrique cuenta que se pasó la vida trabajando. Cuando se casó, como su mujer tenía unas tierras, iba también los fines de semana a trabajar en el campo. “Allí, en aquel terreno en Alborache, aprendí a injertar y a hacer de todo. En los campos teníamos naranjos, olivos, algarrobos, almendros y una vid. Aprendí de todo y te aseguro que usé la azada… Yo me reunía a menudo con los agricultores y al final me propusieron que fuera el secretario de la comunidad de regantes”.

Pero aquello ya es historia. Enrique ya hace mucho que se jubiló y ahora lo que más le gusta es ir a la universidad. Él es feliz en clase. Pero no sólo por la materia, lo que le enseñan los profesores, sino también por la convivencia, por estar con otra gente, por ver cómo son los jóvenes. Enrique había visto algunas actitudes por la calle que le habían llevado a prejuzgarlos. Él pensaba que eran todos unos desahogados y había perdido la fe en ellos, pero en las aulas los ha conocido de verdad y ha visto que tienen muchos valores que admira. “Me lo paso de maravilla”, dice. Tanto que muchos días, cuando no tiene ninguna clase, se cuela en otras. Los profesores, después de tanto tiempo, ya lo tiene calado y le dejan entrar. Pero al principio tuvo que tirar de pillería, como aquel día que un profesor le llamó la atención porque se había equivocado de clase. Enrique sacó su lado más zalamero. “Le pregunté si era el profesor Oñate. Me dijo que sí, y entonces le solté: ‘Es que mis compañeros en otras asignaturas me han hablado tan bien de usted, que si me lo permite me gustaría asistir a su clase’. El profesor me miró de arriba abajo, como calibrando si le estaba tomando el pelo o hablaba en serio, pero luego me dejó quedarme”.

Cada día, sin despertador, abre los ojos a las 8 o las 9. Por la noche, se acuesta a las 12. No necesita ayuda. Él se vale. En el supermercado ya se ha ganado la simpatía de las trabajadoras. Se las camela con elegancia y buen humor. “Yo no les digo vulgaridades. Yo les hablo de los pensamientos pitagóricos: la proporción, la estética y la belleza”. Enrique es un vacilón. Él es el claro ejemplo de que el buen humor ayuda a vivir más años. A sus 96 no ha perdido el gusto por gastar bromas y reírse a gusto. En clase -dos días va a las de mayores y otros dos a las de jóvenes- genera curiosidad al resto de alumnos, que se acercan a hacerle preguntas. Si no, lo hace él, que le gusta meter baza en cuanto escucha una conversación interesante.

Sufre algunas dolencias

Constanza, la hija de Enrique, que está sentada a un lado, guardando un prudencial silencio y grabando con el móvil la conversación con su padre, abre la boca por primera vez para contar que una alumna le hizo una entrevista para un trabajo. Enrique se pone muy formal, coge un folio que tenía olvidado encima de la mesa y lee algunas líneas con orgullo antes de exclamar: “¡Es que llamo la atención!”. La chica le llamó días más tarde, muy contenta, porque le habían puesto un 9.5 por el trabajo. “Yo le dije que podía contar conmigo como su segundo abuelo. Así voy… Todo el mundo me tolera. Algunos profesores me invitan a sus clases y otros me dicen que soy muy conocido”.

Recientemente ha tenido que incorporar un andador para evitar los sustos cuando va por la calle. Aún así, pese a que la hermana de Constanza insistió en quedarse a dormir con él, Enrique sigue viviendo solo. Tiene una casa decorada con modestia, como algunas pequeñas láminas con escenas hípicas que cuelgan de las paredes, que da a la Finca Roja. Enrique va impecable: bien vestido y con un toque a perfume. Va hecho un pincel con su traje, su bigotillo recortado y el pelo bien peinado. Tiene buen aspecto, aunque le cuesta mucho levantarse del sofá. Su hija cuenta que tuvo una anemia fuerte y que, desde entonces, se fatiga un poco. Él añade que en los últimos meses tiene una rodilla que le está dando guerra, pero que él no se rinde fácilmente. “¿Sabe qué hago cuando me molesta? Le digo que a hacer puñetas y me pongo a caminar”.

Más orgulloso está de esa mente tan lúcida que ejercita a diario. Cree que es algo que deberían hacer todos los jubilados. “Se lo recomiendo a la gente mayor. Yo voy al servicio antes de entrar en clase y a las dos horas tengo que volver corriendo. A mí eso de ir a jugar a las cartas al hogar de jubilado no me gusta. Yo creo que es mejor ir a clase. Allí coincido con médicos, físicos, abogados… Algunos me dicen que les pase un poco de mi energía, y yo me echo a reír”.

Y cuando no está en clase, intenta entablar conversación con quien se deje. Las chicas del supermercado ya lo conocen. “Es que si no te quedas aislado”. A la primera dependienta que le atendió, le gastó una broma y le dijo que era una ‘Primus inter pares’ (el primero entre sus iguales). “Ella se giró intrigada y me preguntó qué le había dicho. Entonces le conté que era un latinajo, se lo apunté y le pedí que lo buscara…”. En cambio, no quiere a nadie en casa que le moleste. Así es Enrique, quién sabe si el estudiante más mayor de España.

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