VALÈNCIA. De los campus universitarios estadounidenses normalmente llegan noticias que nos dejan un tanto sorprendidos. Uno de ellos es el invento de la "apropiación cultural", por el que ha llevado a haber agresiones a blancos que llevaban rastas. O que una directora de cine que ha rodado un documental sobre personas transgénero no haya podido presentar su película porque encontrarse satisfecha con el sexo con el que nació no la permita tratar ese tema, según los estudiantes, y el desencuentro genere hasta protestas y boicots.
Estas conductas nos extrañan, al menos a mí, porque parecen un poco exageradas. Pero si por un momento nos paramos a pensar en por qué piensan los demás lo que piensan aunque nos extrañe tanto, hurgando un poco en la cultura de Estados Unidos sí que hay detalles que son bastante desagradables.
Piensen en los nativos americanos, lo que aquí llamamos los indios. Cuando el western como género se puso de moda en el cine americano tras La Diligencia de John Ford, los nativos pasaron a ser estereotipados en la gran pantalla. La vestimenta con la que se les mostró a partir de entonces no tenía ningún sentido, era una mezcla caprichosa de detalles que pudiera llevar alguna tribu todos mezclados. Aparecieron como seres abyectos, violadores, violentos y crueles asesinos. Cuando los niños nativos americanos veían estas películas les parecían tan increíbles que también iban con los vaqueros, pero luego, al salir a la calle, los demás niños iban a por ellos por lo que habían visto en televisión.
Los nacidos antes de 1980 lo pueden corroborar, porque son los que todavía se criaron viendo películas del oeste todos los fines de semana. La presencia del buen salvaje, o del indio místico, personaje casi metafísico, que representa una relación más profunda con la naturaleza que la del infame hombre blanco, no apareció hasta la revolución hippie y el ocaso del género. Pero fueron muy pocas películas y "de calidad". Las normales, las que compraban las televisiones en pack, las que nosotros también vimos, tenían argumentos menos sofisticados.
En el cómic ocurrió igual. Prueba de ello fue el álbumde Lauzier, Al Crane, una parodia francesa de todo el género en la que mostraba a los estadounidenses como perfectos racistas y psicópatas. Prácticamente al mismo tiempo, en España, se publicó un verdadero clásico que recogía toda esta injusticia, el trato a los nativos americanos tanto en la realidad, un genocidio, como en el cine, una caricaturización ridícula. Se titulaba Etnocidio, de Luis García y Felipe Hernández Cava. Obreros del cómic que venían de trabajar para editoriales extranjeras.
En la introducción ya se advertía de que en el género del oeste no quedaba mucho por hacer, sino más bien por desmentir. Por eso publicaron esta álbum de historias cortas en las que ponían de manifiesto cómo el hombre blanco había ido expulsando, maltratando y exterminando a los nativos.
En estas historias destacaba el lengua rimbombante y leguleyo con el que se justifican habitualmente el pasarse por la piedra los derechos de cualquiera. En este caso eran los nativos, los moradores más antiguos de esas tierras que eran desplazados por colonos en busca de riquezas.
El dibujo de Luis García es sencillamente espectacular, aunque en Tebeosfera se matiza que era excesivamente dependiente de la documentación fotográfica que precisaba. Una técnica basad en las innovaciones de entonces de Equipo Crónica y El Cubri.
Las cuatro historias no se sabe cuál es mejor, pero en su conjunto son un enfoque desde diferentes ángulos de lo que podríamos llamar la toma de posiciones en la colonización del continente, entre los diferentes pueblos europeos, los británicos especialmente, los mexicanos y los que ya estaban, los nativos. Cuando se dibujaron estas viñetas no era habitual estar ya de vuelta de todo por haber visto documentales sobre Wounded Knee ni su ocupación posterior en los 70.
Barcelona, meca del cómic
Luis García era de Ciudad Real, de Puertollano. Cuando su profesor le dijo a su padre, ferroviario, que su hijo tenía verdadero talento para el arte, pidió un traslado a Barcelona. Tras dos años de estudio, solo con 14 de edad, en 1959, entró en la editorial Bruguera. En 1961 entró en Toutain y empezó a dibujar western con un personaje tipo David Crockett, aunque fue despedido por su enfrentamiento el dibujante José López Espí, una de las vacas sagradas de la casa. Trabajó después con Carol "Juana" de Haro, la andaluza que llegó a Barcelona para ser la modelo de Vampirella. Hizo cómic para chicas, historias de romances y demás.
Siguió en lo que no sé muy bien por qué llaman subgéneros, en este caso el terror, que se consumía en los setenta como churros. Llegó después a Pilote en París y, tras un regreso al sur de España, a su lugar de origen, dibujó Chicharras y otras obras de su época de madurez, como Etnocidio, de la que hablamos, y Argelia, un espectacular ensayo sobre la liberación de ese país de la dominación colonial francesa. Si luego la historieta en España se dividió entre los partidarios de la línea clara, de corte francobelga, y los de la línea chunga, escuela de El Víbora, este autor pertenecía a una tercera vía, la línea oscura, que no abogaba por la síntesis de trazo ni por la caricatura, sino por el realismo extremo y la proporción fotográfica.
Madurez
A día de hoy, estas páginas están llenas de magia por ese afán fotográfico en cada viñeta. Y algunas de las historias contenidas en Chicharras son de las más bellas expresiones que ha dado el cómic español. Un regreso a un pueblo en el que había pasado tanto tras los setenta y que, para nosotros, desde la perspectiva de la actualidad, todavía no había pasado gran cosa.
El visitante, con su aspecto hippy y moderno, volvía y hablaba con un hombre que evitaba "la solanera" a la sombra. Él le cuenta que todo el mundo se ha ido a la capital y ya no queda nadie. Una de las primeras manifestaciones de la España vacía que dejaron atrás los movimientos migratorios hacia las grandes ciudades. Una muestra de cómo el cómic español empezó a romper tópicos, expresar una sensibilidad hacia los más débiles y a confeccionar, hace treinta años, lo que hoy conocemos como "novela gráfica".