El reciente desacuerdo del Consejo Europeo sobre el Marco Financiero Plurianual de la Unión, que abarca las previsiones presupuestarias para el periodo 2021-2027, va más allá de los habituales y extenuantes valses que acostumbran a bailar las instituciones europeas ante la adopción de decisiones importantes. La lucha contrarreloj, las incesantes negociaciones de pasillo y las alianzas variables forman parte de la coreografía al uso. Nada inédito bajo el sol. Lo preocupante reside en las señales sobre el modelo europeo que emitirá la Unión con el futuro Marco Financiero.
Nuestro tiempo nos advierte sobre el redescubrimiento de la geografía como molde de las nuevas tensiones que surcan el espacio europeo. El escepticismo ante Europa y sus valores, aunque con temperaturas diferentes, ha penetrado en las áreas vaciadas y en los lugares postergados tras la pérdida de tejido industrial. La distribución del voto del Brexit, las reacciones de los chalecos amarillos franceses, el reparto del voto extremista en Alemania y la aceleración del descontento en el campo español son ejemplos demostrativos del hartazgo ante los crecientes desequilibrios internos observados entre las regiones de diferentes países europeos.
Frente a la conveniencia de que se mantengan las asignaciones a la Política Agraria Común y los Fondos de Cohesión para evitar que la infección de la desigualdad territorial prospere, una parte de Europa aboga por reducirlos e impulsar a la Unión como tercera pata de la nueva geopolítica, en concurrencia con Estados Unidos y China. Desde el norte y centro de la Europa más próspera, hace años que la balanza se ha inclinado a favor de un cambio estructural que se interne en el paisaje que parece definir el siglo XXI.
De ese viraje forma parte la visibilidad tecnológica de Europa en un terreno dominado por las dos anteriores potencias. La emergencia de una defensa europea que salga al paso de la renuencia que EE.UU. muestra hacia la actual OTAN, permitiendo una voz más potente de las instituciones comunitarias en las áreas de seguridad que forman parte de su entorno. El sostenimiento de la Unión como vanguardia de la lucha contra el cambio climático que, en esencia, constituye un punto de anclaje para el establecimiento de un nuevo marco de solidaridad intergeneracional y el avance de las tecnologías verdes.
A grandes rasgos, éste es el dilema al que se enfrenta el Consejo Europeo: recuperar a los que han quedado rezagados tras la globalización económica y el deterioro de pasadas seguridades o impulsar a quienes se encuentran en mejores condiciones de alimentar el protagonismo internacional de la Unión durante la próxima década y de reducir sus debilidades ante los desafíos emergentes.
El contraste entre ambas visiones de Europa sería menos dramático si no se estuviera expandiendo una ideología tendente a la renacionalización que modifica el ethos europeísta que conocimos en el pasado. La Unión está perdiendo de vista el hilo histórico que tejió en sus grandes momentos, trenzado a partir de objetivos que impulsaban su integración y el afianzamiento de su responsabilidad histórica como gran seguro de la paz continental. Ahora, los contables electorales han reemplazado a los grandes políticos e importa mucho más el grado de retorno nacional que se obtendrá del presupuesto comunitario que la contemplación de una Europa que, para profundizar en sus raíces, necesita ir mucho más rápido en la doble tarea de cauterizar las heridas sociales que la hienden y de sostener nuevas ambiciones que la fortalezcan.
Para ello sería necesario un Marco Financiero más ambicioso que respondiera a una decidida vocación europeísta. Situar el límite de los recursos destinados a las políticas comunitarias alrededor del 1% del PIB de la Unión imposibilita la meta de que nadie pierda y todos ganen. Fomenta que, en lugar de un modelo ahormado por cierta idea de federalismo, Europa se confirme como una comunidad incapaz de aprender las lecciones del Brexit y sus tóxicos sabores continentales.
Sin restar relevancia a la intensificación de los objetivos con que la Unión persigue resituarse ante el inmediato futuro, cabe recordar que los análisis geográficos de la nueva riqueza tecnológica coinciden en detectar su creciente concentración en las grandes ciudades y sus áreas de influencia. El talento llama al talento, succionando el mejor capital humano y las oportunidades profesionales más atractivas. Si esta tendencia avanza espontáneamente, al tiempo que otros territorios sólo pueden constatar la intensidad de su decadencia, no parece razonable que la Unión reoriente sus prioridades sin tener presente que, de este modo, está nutriendo la amplitud de las desigualdades y de la aversión ya existente entre los ciudadanos que habitan la Europa anémica.
En ausencia de un mayor presupuesto común, al menos dos de los nuevos objetivos, -la creación de nuevo conocimiento y la lucha contra el cambio climático-, precisarían de un enfoque territorial explícito, visible e incluyente de la Europa relegada. Si éste se rehúye mientras la PAC y los Fondos de Cohesión transitan hacia el declive, la Unión estará legitimando sus demonios domésticos.