Durante décadas, uno de los ejes de la política valenciana fue que las Fallas eran intocables. Y por tal cabía entender que cualquier político que intentase reducir el impacto de las fiestas en la ciudad, o recortar las subvenciones públicas directas e indirectas, vería llegado apresuradamente el final de su carrera política. Rita Barberá, alcaldesa eterna de Valencia, sustentó buena parte de su poder en su estrecha asociación con las Fallas. La oposición, por el contrario, era sospechosa de no tener suficiente compromiso con las Fallas y los falleros.
Esa percepción siguió muy presente una vez la izquierda alcanzó el poder en la ciudad de Valencia; pocos meses antes, Rita Barberá, en la crida de las Fallas 2015, cometió un desliz (su sorprendente discurso del "caloret" fallero) que vino a encarnar la decadencia de su mandato, del favor fallero y, en fin, de su invulnerabilidad electoral. Y así fue: el PP perdió la mitad de sus concejales, de veinte escaños a diez, y la alcaldía.
Los nuevos gestores de la ciudad, Compromís y PSPV, tomaron nota y siguieron, en esencia, la misma política fallera que Rita Barberá. Con algunos matices para mitigar los mayores excesos, pero sin que se pusiera en duda en ningún momento la esencia de la fiesta, así como la esencia de la estrategia política que cabe seguir ante las Fallas: son sagradas y más vale no enfadar a los falleros, porque si se enfadan a saber qué puede pasar.
Puede que eso fuera cierto en una situación de normalidad, pero el coronavirus ha puesto todo patas arriba. Y, antes que nada, ha puesto patas arriba cuestiones que se veían intocables e indiscutibles. Sobre todo si, como las Fallas, se trata de actividades que congregan a grandes cantidades de gente que, a su vez, han de desplazarse mediante transporte público y privado para congregarse: la tierra prometida para el coronavirus.
Pese a lo cual, como es comprensible, la decisión de suspender las Fallas fue, como recordarán los lectores, extraordinariamente difícil por parte de los políticos valencianos (que, además, la adoptaron claramente conminados a hacerlo así por parte del ministerio de Sanidad). Difícil y también polémica, pues una parte del gobierno (Compromís) y de las instituciones (la alcaldía de Valencia, también regentada por Compromís) no lo tenían nada claro, y buscaron minimizar el golpe (proponiendo unas Fallas a medio gas, sin grandes actos públicos, en lugar de suspenderlas). También se afanaron en ofrecer al público fallero una esperanza: se cancelaban las Fallas, pero en julio se celebrarían.
A la luz de lo que ha sucedido en las semanas posteriores, esta polémica puede parecer absurda: ¡cómo iban a mantenerse las Fallas, con lo que se nos venía encima! Y más teniendo en cuenta que, justo cuando habrían comenzado oficialmente las fiestas, el día 15, entramos en el actual estado de alarma. Pero entonces no sabíamos lo que ahora sabemos, y había mucha incertidumbre sobre cómo iba a reaccionar la población ante una medida tan drástica, sobre todo porque los políticos valencianos seguían instalados en el mantra de que "no se puede ir contra las Fallas", aunque quien vaya "contra las Fallas" sea un virus muy contagioso y potencialmente letal para una proporción en absoluto desdeñable de la población.
De hecho, supongo que, para sorpresa de la clase política valenciana, los falleros reaccionaron con mesura, de manera muy razonable. Evidentemente, no les hizo ninguna gracia perder sus días grandes, preparados y esperados con ilusión durante meses. Pero entendieron, en la inmensa mayoría de los casos, que el motivo no era, ni mucho menos, un capricho. Los falleros, además de falleros, también son gente normal, que no supedita absolutamente todo al principio máximo de que las Fallas no se tocan, por mucho que los políticos valencianos así lo creyeran.
Nadie ha seguido ese principio de que "ante todo, las Fallas" en esta crisis con la constancia y entusiasmo del alcalde, Joan Ribó. Es una apuesta sorprendente e insólita, porque no se le conocía a Ribó tal entusiasmo fallero antes de llegar a la alcaldía. Pero se significó por ello desde que el coronavirus comenzó a aflorar. Antes de que se cancelasen las Fallas, el alcalde se prodigó en declaraciones que dejaban claro que no veía razón alguna para cancelar o limitar nada. Cuando llegó el día 10 de marzo, en que se suspendieron las Fallas, el alcalde hizo mutis por el foro; mientras Ximo Puig comparecía para anunciar la decisión, el alcalde estaba en la ópera, en un muy poco disimulado (y también poco elegante, a decir verdad) intento de desvincularse por completo de esa decisión.
Una vez canceladas las Fallas, la siguiente ocasión en que tenemos noticias del alcalde, pocos días después, es su anuncio de que las Fallas se celebrarían en julio. Entonces parecía una propuesta bastante razonable; si bien, personalmente, a mí me llamó mucho la atención que el alcalde sólo compareciera para ejercer ese peculiar rol de paladín de las Fallas. Pero así hemos seguido las siguientes semanas, en las que el alcalde se ha difuminado totalmente ante esta crisis, por contraste con los alcaldes de otras ciudades, así como con el papel del president de la Generalitat, Ximo Puig.
Puig tiene las competencias de Sanidad a su cargo, pero esta crisis también necesita, además de gestión, liderazgos. Puig ha desempeñado también ese rol, al igual que alcaldes como los de Madrid o Barcelona; Ribó, en cambio, está desaparecido. Y sorprende que dicha desaparición llegue al punto de que las Fallas continúan oficialmente convocadas para mediados de julio, en un contexto en el que, por desgracia, está cada vez más claro que -salvo milagro- no va a ser así, porque la desescalada, incluso aunque no se produzcan nuevos brotes, será lenta, y será paulatina. Los espectáculos de masas y las fiestas populares, que congregan a grandes multitudes, están al final de una larga cola de actividades que se irán retomando poco poco.
Por mencionar tres eventos que se iban a celebrar en julio: no tendremos Tour de Francia, ni Juegos Olímpicos, ni fiestas de San Fermín. Parece improbable que las Fallas constituyan la excepción. No habrá Fallas en julio... Y probablemente, tampoco las haya en octubre, ante el riesgo de que se produzca una segunda ola de contagios en octubre. El alcalde haría bien en asumir esta realidad, y dedicarse de pleno a los muchos problemas que tienen sus conciudadanos, y los que se avecinan.