Ahora que la gestión política de la pandemia va a mejor —sí, a mejor— gracias a que el gobierno pendular del que hablaba aquí se va centrando hacia una cogobernanza real con las Comunidades Autónomas, no está de más alertar sobre los tics autoritarios en los que están cayendo algunos políticos en cuanto ven que el miedo puede justificar cualquier tropelía.
Di un respingo como el de Mónica Oltra cuando leí el titular horas después de decretarse el 'toque de queda': "Gobierno y Generalitat piden a los valencianos que denuncien a los vecinos que incumplan las normas". Eso en román paladino se llama delación —mientras la factoría de neolenguaje de la Moncloa no le busque otra denominación más amable—, que es una cosa muy fea propia de regímenes totalitarios que causó muertos durante y después de la Guerra Civil o en la Europa ocupada por los nazis cuando la simple denuncia anónima por parte de un vecino convertía al señalado en presunto culpable. Desde que en el colegio aprendimos a no ser unos chivatos sabemos que una cosa es la obligación de denunciar un flagrante delito y otra llamar a la población a controlar y denunciar al vecino.
El desliz de Calero y Bravo, porque debió de ser un desliz, demuestra lo mal parada que está dejando la pandemia a nuestra salud democrática. La escalada de autoritarismo crece al mismo ritmo que la curva de los contagios por mucho que Von der Leyen nos haya hecho el favor de obligar a Sánchez a parar lo del Consejo General del Poder Judicial.
La propaganda inunda las redacciones y se multiplican las comparecencias sin preguntas tanto como las preguntas sin respuesta. No pocos líderes políticos han normalizado el insulto, como deseaba el vicepresidente Iglesias, algunos medios de comunicación los jalean y demasiados ciudadanos se levantan con odio y se acuestan con rencor sin que se sepa muy bien quién contagia a quién.
El presidente del Gobierno se mea en el Congreso enviando a un propio —lo hizo bien Illa, por cierto— a defender esa menudencia llamada estado de alarma que restringe los derechos de los españoles durante seis meses. Pide seis meses sin control parlamentario y cuando hasta sus socios le dicen que se le ha ido la mano autoritaria, acuerda con ERC comparecer cada dos meses en un parlamento con voz pero sin voto, cuando la verdadera labor de control se ejerce con el voto. Para la revisión de la medida extraordinaria, en marzo, se sustituye la autorización del Congreso por la del Consejo Interterritorial de Sanidad, donde el PSOE sí tiene mayoría absoluta.
Ministros y políticos de la oposición de fiesta sin distancias ni mascarillas —de botellón, como dijo Rufián—; una presidenta autonómica de copas fuera del horario impuesto por ella misma; el principal grupo del Congreso acudiendo en masa a aplaudir al presidente saltándose el acuerdo sobre presencia de diputados en la Cámara; una ministra que se larga de Madrid a Bilbao tras participar en un Consejo de Ministros que prohíbe salir de Madrid... Usted no sabe con quién está hablando. Aquí desde Montón —dos años ya— no dimite ni dios, dirán que porque los políticos son fiel reflejo de la sociedad. El ministro de Sanidad de Nueva Zelanda, con una hoja de servicios mucho mejor que la de Illa, dimitió tras saltarse el confinamiento, y lo mismo hicieron políticos de otros países que en eso son mejores que España.
Llevamos ocho meses hablando del equilibrio entre salvar la salud y salvar la economía pero los políticos están en otra dicotomía, entre la política sanitaria y la imagen personal del líder de turno. Ahí gana por goleada la propaganda. Las peroratas televisivas de Sánchez han sido imitadas por los presidentes autonómicos sin excepción. Se gustan, pero desde el punto de vista comunicativo es poco eficaz que cada medida restrictiva salga a desvelarla por televisión el presidente de turno de viva voz, a veces con errores de bulto, con los periodistas cazándolas al vuelo para tratar de ordenarlas.
La omnipresencia de la autoridad competente se multiplica más allá del coronavirus. Por primera vez en la historia, el presidente y el vicepresidente comparecen a dúo por televisión, sin preguntas, para felicitarse por los Presupuestos Generales del Estado "más sociales de la historia" (frase cuyo copyright pertenece por uso y abuso al exconseller del PP Gerardo Camps).
Que salga un político por la tele a decirnos lo que tenemos que hacer es contraproducente en este clima de odio creciente porque una parte de la población se pone inmediatamente en contra. Lo estamos viendo en Madrid, donde lo importante no es qué medidas se imponen sino quién las impone, Ayuso o Illa, para, en función de quién las dicte, cuestionarlas. Y cuestionarlas es una invitación a desobedecerlas.