El periodista Juanjo Braulio se sumerge en el fango valenciano para extraer de él dos historias negras de degradación, corrupción y oscuridades cotidianas
VALENCIA. El hedor asciende desde el subsuelo hasta nuestras más que acostumbradas fosas nasales. La emanación y su aroma a putrefacción sorprende solo a quienes acaban de llegar a la ciudad, cuando todavía no han tenido tiempo todavía de decir aquello de que esta humedad se te agarra o se te mete dentro y te cala hasta los huesos. El hedor los coge desprevenidos y provoca en ellos muecas de disgusto. Huele mal, ¿no? -Preguntan algunos en voz alta. Lo hacen con timidez, dando a entender que pese al desagrado que les produce el nauseabundo perfume, están convencidos de que debe ser algo puntual. No es cuestión de sugerir que el hogar de un acompañante, sea amigo, familiar o colega de trabajo, podría ser confundido con un vertedero si uno se guiase solo por referencias olfativas. Esto debe ser un miasma que pronto se irá tal y como ha venido,piensan. Pero no se va, porque reside muy dentro de la urbe. Crecimos sobre marjales y humedales, haciendo pasar por firme lo que en realidad es una zona pantanosa en la que los pies se hunden con facilidad. Huele mal, hasta que te acostumbras, respondería el valenciano. Es verdad.
La costumbre hace todo mucho más fácil. Lo inquietante se vuelve familiar. Lo peligroso, divertido. Puro instinto de supervivencia. Incluso el ruido a veces desaparece; el ruido se convierte en banda sonora a la que no prestamos atención. Puede estar sonando hasta lo más desagradable a nuestro alrededor, que ni siquiera dedicamos unos minutos a entender qué es exactamente lo que estamos escuchando. Pero hay quien sí lo hace. No es casual que la novela negra goce en Valencia de tan buena salud. Contamos con una numerosa familia noir de lectores y escritores de la que han salido publicaciones como Valencia Criminal, festivales como Valencia Negra o establecimientos como Cosecha Roja. Si se piensa bien, ¿cómo podríamos ser ajenos al género? El gremio del periodismo local, en concreto, aporta una buena cantidad de nombres a las filas de autores que han invertido su tiempo en hacer ficción -o no tanto- del crimen, ya sea este íntimo y doméstico, o institucional y a gran escala. Tampoco debe ser esto un fenómeno producto del azar.
Juanjo Braulio es una de las últimas firmas en incorporarse a esta sociedad de novelistas. Braulio, que ha pasado por medios como Diario 16, Las Provincias, Ràdio Nou o Abc, se encarga de trasladar hasta el papel el auténtico hedor de la descomposición social que nunca acaba en lo que es su novela debut. El silencio del pantano es una inteligente construcción literaria que nos sirve en un único libro dos tragedias: una es la que desencadena el hallazgo del cuerpo de un antiguo miembro del PCE, que aparece en un río metido en una bolsa de cuero acompañado de los cadáveres de un mono, un perro, una víbora y un gallo, al estilo de un antiguo ritual romano mediante el que se ejecutaba exclusivamente a cierto tipo de condenados; la otra es en la que se ve envuelto el escritor -ficticio- de la ficción anterior, que incluye la tortura disponible en Youtube a la que es sometido un catedrático de Economía y exconseller, que desnudo, es azotado cruelmente con un sarmiento al ritmo de un conocido tema de Jesucristo Superstar.
Es decir, en una de las líneas argumentales de la novela, seguimos la trama de una novela dentro de la novela. En la otra, somos testigos de la historia de su autor, un personaje cuyo trasfondo va descubriéndonos Braulio poco a poco y que junto a Grau, el agente homosexual de la Benemérita que protagoniza la fiction inside the fiction, constituye los cimientos de la obra. Imbricados en ambas historias, una ciudad y sus miserias: los hechos más turbios, las manchas más resistentes en la ropa interior de la capital del Turia.
“La legión de las anguilas está allí, esperando a que aparezcan los verdaderos dueños del pantano, la única especie que no necesita abonos, ni labranzas, ni riegos para su sustento y crecimiento: las cañas. […] Altas y duras, pero vacías por dentro y con sus rizomas hundidos entre la podredumbre. Ellas son las verdaderas señoras de la marisma y, por tanto, también de la ciudad. […] Abajo en el fango, el rizoma está intacto y aunque una (o muchas) caña termine partida, nuevos brotes que gritan en verde asoman entre las inmundicias del suelo encharcado donde culebrean las anguilas”.
Si es cierto que el escritor es un saqueador de realidades que nos habla de sí mismo, de sus experiencias y obsesiones en su obra, como se dice en determinado momento de la historia, Braulio deja pistas evidentes de los sentimientos que le generan todo tipo de cuestiones. Pudiera decirse que no es Braulio y son sus personajes quienes así opinan, pero costaría creerlo. De la misma manera en que a lo largo y ancho del texto Valencia es eviscerada una y otra vez, también se pone de manifiesto qué opina el autor acerca del panorama literario autóctono, de Los de Siempre y su arraigo profundo en lo más húmedo del pantano, o de los -en sus palabras- bolcheviques de iPhone y Spotify, jemeres rojos de Facebook o bolivarianos de Twitter. Braulio no escatima en balas para describir una ciudad que demuestra conocer bien.
¿Se puede secar del todo el fango de los cimientos? ¿Puede la ciudad acabar para siempre con la inestabilidad de sus cimientos, con la corrupción que la ha degradado y deslustrado desde hace tanto? Hay mucho por desbrozar. El pantano sigue estando bajo las suelas de nuestros zapatos, tan solo unos metros por debajo. Allí permanece porque él estaba desde el principio. Allí sigue, haciendo uso de aquello de que el gran triunfo del diablo es habernos hecho creer que no existe -en este caso, que ha desaparecido-. Introducirse hasta la cintura el pantano para drenarlo, asusta. Pero si hay algo que asusta todavía más, es escuchar su silencio, y no decir nada.