Una cita muy manida de Karl Marx —y que en parte es de Hegel— sostiene que la Historia se repite siempre dos veces, la primera como tragedia o drama, y la segunda, como farsa. El filósofo aportaba algunos ejemplos (como la comparación entre Napoleón Bonaparte y su sobrino Luis) que venían a corroborar el aserto. Ni siquiera él mismo se salvó de la aparición de otro Marx posterior, Groucho, un genio de la farsa que ha servido a menudo como contrapunto a la figura trágica y maldita del filósofo del siglo XIX, y que nos obliga en ocasiones —y en tono de broma, por supuesto— a precisar la autoría de un comentario: “Como dijo Marx (Karl)”, o “Como dijo Marx (Groucho)”…
El caso es que el apotegma marxiano está a punto de verse nuevamente confirmado. En un país como el nuestro, parece que al final se acabará convirtiendo en una máxima de obligado cumplimiento. En fin: vayamos al grano. Las Cortes de Aragón aprobaron en el año 2014 una proposición de ley para modificar el código civil en relación con la vecindad. En esencia, y como se explica en la 'Exposición de motivos', el parlamento regional trata de evitar que la numerosa colonia con raíces aragonesas que vive en otras comunidades autónomas pueda llegar a perder, por la prolongada residencia fuera y el transcurso del tiempo, su vínculo con el derecho foral aragonés. En la actualidad, la vecindad civil originaria se pierde cuando uno vive diez años fuera de la comunidad en que nació y no manifiesta expresamente su voluntad de mantener la anterior.
Hasta aquí, poco que objetar (sólo algunos aspectos técnicos que no dejan de tener su miga), pero sí que hay alguna circunstancia que se debe resaltar. Primero, la proposición de ley fue aprobada por unanimidad de todos los grupos con representación en las Cortes aragonesas (PP, PSOE, PAR, CHA e IU); es decir, en una materia en que aparece comprometido el interés de la región y sus habitantes, no hay espacio para el chalaneo y el cálculo partidista aprovechado. Además, debe destacarse el desvelo del parlamento por la suerte de sus conciudadanos residentes en otros lugares, aun cuando se trate de hijos o nietos de quienes en su día fueron aragoneses… Por último, la proposición de ley tuvo entrada en las Cortes Generales en enero de 2015. La convocatoria de elecciones generales en octubre de ese año hizo que la proposición decayera, pero no importó: a primeros de febrero de 2016, los aragoneses tornaban a insistir. Y el cierre precipitado de la legislatura y la nueva cita electoral no les desanimó en absoluto: en septiembre, antes de la investidura de Rajoy, volvían por sus fueros (nunca mejor dicho).
Algunas lecciones debería recibir más de uno en la Comunidad Valenciana. Yo no puedo sino ponderar el tesón de estos conciudadanos del norte, emparentados histórica y culturalmente con nosotros. Aquí no hay excusas, ni vale la especulación oportunista; no hay cobardía o desinterés disfrazados de prudencia ni falsos argumentos revestidos de axiomas por personas poco avezadas en la materia. Todos a una, como en Fuenteovejuna… Pero es que, además, hay que destacar el poder del lobby aragonés en Madrid: porque éste sí que es un grupo de presión exitoso y genuino. Aragón tiene poco más de una cuarta parte de la población de la Comunidad Valenciana, y su PIB es menor de un tercio… Sin embargo, ha frenado cualquier posibilidad de un trasvase desde el Ebro en cuantas ocasiones se ha planteado, duplica con creces la tasa de funcionarios del Estado central que trabajan aquí y consigue año a año mantener un superávit en su balanza fiscal que le está negado a los demás territorios de la antigua Corona de Aragón. Sin ir más lejos, cuando a fines de 2016 se planteó que el cargo de Secretario de Estado para las Administraciones Territoriales, de nueva creación e importancia estratégica, fuera el premio de consolación para el PPCV tras ser olvidado —otra vez— en las carteras ministeriales, al final quien se llevó el gato al agua fue el aragonés Roberto Bermúdez de Castro, hombre de confianza de Luisa Fernanda Rudi.
La proverbial tenacidad baturra en las negociaciones ha puesto en jaque al propio Grupo Parlamentario Popular en el Congreso. Porque, aun cuando trata de relativizar mediante enmiendas el efecto que un cambio como éste tendría en el derecho civil del país y en su aplicación, los aragoneses no parece que vayan a ceder. Y el actual juego de mayorías en el Parlamento español favorece que la proposición pueda ser aprobada en cualquier momento oportuno. Y aquí sí que entraríamos en un terreno plenamente marxiano, porque podríamos repetir –ahora, como farsa- la situación que vivió nuestro antiguo reino a raíz de su conquista por Jaume I a mediados del siglo XIII.
Y me explico: cuando en 1245 concluyó, con la rendición de Biar, la ocupación cristiana de la taifa de Valencia, el territorio quedó dividido si atendemos a su régimen jurídico. Los municipios del norte quedaron poblados, en su mayoría, a fueros de Aragón, pues habían sido conquistados antes de la caída de la capital por señores aragoneses; estos optaron por utilizar sus normas, de fuerte carácter feudal, que les concedían ventajas y un ordenamiento más favorable. Sin embargo, Jaume I, al poco de entrar en Valencia en 1238, concedió la Costum, un código de leyes basado en el derecho común romano-canónico, entonces en plena expansión por toda Europa. Era un ordenamiento muy diferente del aragonés, pues estaba pensado para una sociedad más libre, basada en los sectores productivos (comerciantes, artesanos…) y no en los privilegiados (nobleza y clero). Aquel derecho se extendió rápidamente, sobre todo por el centro y el sur del nuevo reino, pero no pudo evitar que se instaurase una dualidad de legislaciones: la aragonesa y la valenciana coincidirían –y competirían- durante mucho tiempo.
Y aquello fue una tragedia. La tensión entre la nobleza de Aragón, aferrada a sus leyes, y la Corona, originó numerosos conflictos, choques armados y pugnas entre estamentos y grupos sociales durante más de medio siglo. Al final, el rey Alfonso IV el Benigno –un eufemismo para no hacer más patente su debilidad- llegó en 1329 a un pacto con la nobleza aragonesa que supuso la feudalización de un reino, el de Valencia, que Jaume I había querido libre de señores y clérigos. Por allí andaba Francesc de Vinatea tratando de salvar los pocos muebles que quedaron después de las luchas. Ese fue el precio que hubo que pagar por acabar con la dualidad de legislaciones y consolidar Furs de València como el derecho de todos los valencianos.
Pues bien, ya tenemos una nueva dualidad a las puertas. Si la propuesta de las Cortes de Aragón acaba convirtiéndose en ley, los maños que vivan en la Comunidad Valenciana, aunque lleven en ella medio siglo, podrán optar por la vecindad civil aragonesa y, por tanto, por su derecho civil. Y, lo que es todavía mejor, muchos de sus hijos también, aun cuando no sepan dónde está Teruel o quién es la Virgen del Pilar… No hablamos de un colectivo pequeño: son cerca de 50.000 personas nacidas más allá de Barracas, a las que habría que añadir muchos de sus hijos. A ellos debemos sumar los catalanes, navarros o vascos que viven aquí, y que no son pocos. Y para ello no tendrían que renunciar a la sanidad o a la educación que proporciona la Generalitat, pues pueden conservar la vecindad administrativa valenciana, que se las garantiza. Es decir, podrían tener derecho civil aragonés, pero servicios valencianos.
Y, ¿saben qué? Que muchos optarán por hacerlo. Porque el derecho civil aragonés (o el catalán) es mejor en aspectos como el régimen jurídico de la familia o de las sucesiones (las herencias) que el derecho castellano del código civil. Podrán hacer el testamento mancomunado (el de l’u per a l’atre, el valenciano de toda la vida y que a nosotros nos prohíbe el código), cerrar pactos sucesorios (igualmente prohibidos), acogerse al consorcio conyugal como régimen económico del matrimonio, reducir la legítima testamentaria y repartirla con mayor libertad, o tener el viudo o la viuda el usufructo universal de sus bienes sin necesidad de hacer testamento.
Y es que, en esta materia, como en tantas otras, la competencia es la regla del juego. Un régimen jurídico mejor, más ventajoso, desplazará a otro que lo es menos cuando compitan entre ambos. Los 100.000 aragoneses que viven en Cataluña dudarán a la hora de acogerse a las leyes de su antigua Comunidad, porque el derecho civil catalán es, técnicamente, el mejor de nuestro país. Sin embargo, los valencianos no tenemos otra cosa que ofrecer que un código decimonónico, anticuado en muchos aspectos, pero que gusta mucho a los notarios (de aquí), a los políticos de Albacete y Cuenca o a algunos catedráticos campanudos de Madrid que creen saberlo todo sobre nuestra tierra porque tienen un apartamento en Santa Pola…
En fin, ya está aquí la historia repetida como farsa: decenas de miles de conciudadanos que se someten voluntariamente a un derecho distinto del vigente en la Comunidad Valenciana, creando así una nueva dualidad (o trialidad) como la de la Edad Media. Es el regreso de nuestros antepasados o, al menos, de su fantasmagórica silueta. Los aragoneses podrán acogerse a su derecho, y los catalanes al suyo; pero los valencianos habremos de conformarnos con el castellano del código civil, ya ve usted. Y aunque hemos querido dotarnos de uno propio, más moderno y mejor, y así lo pusimos, negro sobre blanco, en el Estatut d’Autonomia, en 1982 y en 2006, la coalición de fuerzas entre el gobierno de Madrid, su delegación en la Comunidad y un Tribunal Constitucional hecho a su imagen y semejanza no lo ha permitido.
Y luego se quejan algunos de que si queremos resucitar un derecho muerto. Todavía no han entendido lo mejor de esta historia. Y es que también nosotros hemos leído a Marx (Karl), y no queremos revivir rituales vacíos o normas muertas, lo que sería una farsa construida sobre una tragedia: la abolición, en 1707, de los fueros, un derecho entonces plenamente vital y lleno de significado para aquellos valencianos, que la sufrieron como un drama. Lo que queremos es tener la competencia para legislar sobre el derecho civil con el fin de poder competir con la legislación de otros territorios. Lo que queremos es que la sucesión en las empresas familiares sea más natural y libre, que no se hundan por el mero hecho de pasar a una nueva generación; queremos que las personas con discapacidad puedan ver complementada su capacidad de obrar con una figura tan sencilla como la de la asistencia, huyendo del fárrago de la tutela y de la amenaza de quedarse sin derecho de voto por sentencia; queremos que las parejas que así lo deseen puedan instituirse herederos mutuamente en un solo testamento –el mancomunado, de tanta tradición en la Comunidad Valenciana-; queremos que los testadores tengan una libertad mayor a la hora de disponer de sus bienes, llegando –si así se acuerda- a la libertad de testar que existió en la Valencia foral; queremos que el cónyuge viudo –casi siempre, una mujer- goce de una mayor protección sin que haga falta recurrir a cautelas y pactos enrevesados; queremos… (que el lector añada lo que tenga por más conveniente). Queremos, al fin, ser como los catalanes, los aragoneses o los vascos, no más, pero tampoco menos (menos es lo que somos ahora mismo, se mire por donde se mire). Que los aragoneses que viven en la Comunidad puedan optar por algo mejor antes de recuperar sus viejas leyes…
La verdad es que todo este lío tiene dos soluciones posibles. La primera, la redacción de un código civil único para toda España, es en realidad una entelequia (“situación perfecta e ideal que solo existe en la imaginación”); quien les diga que esta es una vía posible, les está mintiendo. Los catalanes, vascos o aragoneses no van a renunciar a sus leyes; además, la primera que saldría a defenderlas, y con ferocidad, sería Encarna Roca, la magistrada catalana del Tribunal Constitucional que, sin embargo, sí se ha permitido dejarnos a los valencianos sin ellas como ponente de una sentencia lamentable desde cualquier lado que se mire. La otra solución, la verdaderamente viable, consiste en permitir que nuestra Comunidad, sus Cortes y la Generalitat, puedan desarrollar la competencia recogida en el Estatut, con tranquilidad y la prudencia exigible, pero sin las trabas que hasta ahora ha puesto el gobierno del país. Y para ello hay que modificar la Constitución, introduciendo una cláusula ad hoc para el caso valenciano, o bien recuperando la fórmula del derecho autonómico que ya instauró la II República, de manera que todas las CCAA que lo deseen puedan crear normas en materia de legislación civil.
Lo que está claro es que ha llegado la hora de los políticos. Las universidades, los colegios profesionales, las asociaciones, la sociedad civil, en fin, pueden apoyar esta legítima reclamación mediante la organización de cursos formativos, de jornadas y congresos, de actos de afirmación a la antigua usanza; pero difícilmente podrán ir más allá de hacer pedagogía y presionar al poder y a sus representantes. Instar la reforma de la Constitución corresponde a los partidos políticos; en nuestro caso, por historia y por responsabilidad, a les Corts. Y no nos pidan más paciencia, por favor: han pasado 310 años desde la abolición; 175 desde que el Colegio de Abogados pidió que se recuperasen los fueros que aun pudiesen ser útiles; 86 desde que un proyecto de Estatuto regional reclamase por vez primera la competencia; 35 desde el Estatut de 1982; 25 desde el primer manifiesto por el derecho civil valenciano; 11 desde el Estatut de 2006; y, lo que es más importante, un año entero desde la sentencia del Tribunal Constitucional que enterró una parte de ese Estatut sin que algunos se inmutasen. Evítennos, por favor, el bochorno de revivir los fantasmas de nuestros antepasados. Libérenlos, y, de paso, a nosotros también. En sus manos está…
Javier Palao Gil es director de la Cátedra Institucional de Derecho Foral Valenciano (UVEG), y vocal de la Junta Directiva de l´Associació de Juristes Valencians