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Bitácora de un mundo reinventado  / OPINIÓN

Felicidina

9/06/2023 - 

Un mundo feliz, sometido químicamente a la felicidad, una felicidad rígida y monstruosa, una mueca, un gesto de cartón piedra, la máscara opresiva en la sonrisa de todos sus miembros. Un mundo sin nada que ofrecer, un fin del mundo. La incompletud y el misterio cancelados, el viaje del héroe prohibido, la aventura de los descubridores: perseguida. Por supuesto, un mundo monocolor, terriblemente manso y sonriente, plastificado, lacado en rosa. 

En ese mundo se da un destello, una anomalía: un disidente. Lo es antes de saberlo. Se trata de un individuo ordinario y mustio, como todos los héroes, un tipo sin brillo rodeado de muecas, entrenado en muecas, ascendido hasta donde podía ascender por sus muecas. Por su puesto, no es campeón en la materia, pero tampoco sufre por ello. La felicidina, molécula que fluye por el alcantarillado de la ciudad, se lo impide. Se trata de un bloqueante para la desdicha y está sufragado por el Estado. Impuesto por el Estado. Se desconoce si los miembros del Estado la consumen también, pero esta pregunta está lejos de ser formulada gracias a la felicidina.

Podía llamarse también anti preguntina. 

El caso es que nuestro héroe ha despertado. Ha tenido una descarga de mala leche en una gasolinera. O en la cola de un súper. O en un aeropuerto. La compañía aérea le exigía un recargo por llegar al mostrador sin haber hecho el ckeck in online. La compañía aérea no está interesada en conocer los detalles del fallo informático al que apela nuestro héroe. La compañía aérea no es nadie, es todos, es una rubia de nariz pecosa que está hasta las cejas de felicidina. Sonríe. Repite su frase. No va a tolerar una excepción en el protocolo. 

Nadie en la cola deja de sonreír cuando se acercan los hombres de seguridad. Nadie se ha impacientado, por supuesto. Cuando los tiene encima, el héroe agacha la cabeza y paga. No será hasta mitad de vuelo cuando descubra que todos en la cola le han oído rugir, le han visto gesticular, han podido arrugar la nariz de extrañeza o incluso dar parte de su conducta disidente abriendo su aplicación de vigilancia estatal en el móvil (bonus de puntos, descuento para un nuevo vuelo y un emoticono que es una gallina dando saltos). No será hasta ese instante que le pida a la azafata un whisky doble, sin preguntar cuánto cuesta. 

Se trata de una novela que imaginé antes de la pandemia. Entonces me parecía divertido pensarla, ahora me hiela la sangre. 

El resto de la historia es la marcha de este antihéroe hacia un final que me encantaría remontar, pero me pilla sin ganas. Cansan ya las distopías. Sólo sé que este pobre hombre sigue sonriéndole a su familia y a su jefe y a sus colegas sin dejar de buscar momentos íntimos en los que pare, piense, se haga preguntas. Conocerá, gracias a un tipo taciturno que se le acercará en un parking, que existe una red de individuos como él, de gente a la que la felicidina ha dejado de someter gracias a la irrupción de unos anticuerpos naturales en su sangre. Una mutación espontanea, imposible de predecir. Son pocos, están organizados. Le necesitan. Han sabido de su escena en el aeropuerto gracias a un ala de su organización que hackea y peina 24-7 las cámaras de todos los sitios públicos. También los informes de la División AntiDesdicha. Son como escuadrones fantasma por las redes, operan con datos camuflados, dan a entender que son una empresa de sondeo sobre el consumo de aperitivos hechos a base de hormiga deshidratada.

Debe unirse a ellos de inmediato.

Este, que podría ser el arranque de una serie de intriga, podría ser también un mundo real para nuestros nietos. Un mundo en el que, gracias a la introducción extensiva de la realidad virtual y los psicofármacos, a la gente se le haya atrofiado el instinto para el dolor, la averiguación, la convivencia con lo imperfecto, la senda que abre la duda. 

Hay otros elementos que ya se pueden imaginar en este universo feliz. La fantasía, dada por real por una tropa de ciudadanos desapegados e indolentes, de que los políticos estén extintos. La alegre amnesia de lo que hicieron cuando estaban en activo. Un gobierno de ChatGPT. 

Con los políticos desaparecerían las ideas o ideologías, sus fórmulas manidas o caducas o rescatadas del pasado y reescritas. Toda esa cháchara que estamos hartos de que nos sea lanzada. La gente dormiría tranquila en la idea de que el gobierno de los pueblos, su convivencia y el reparto de prebendas y derechos lo gestionara un diagrama de flechas, una calculadora binaria. Todo el gasto de las campañas electorales desviado a construir parques de ocio y estadios de fútbol hiperbólicos, de ensueño. Un algoritmo aparentemente descontaminado con el logo de una sonrisa. Un jefe de gobierno robot: magro en eficacia, sin gota de grasa ni sesgos, ¿se tragarían esto nuestros tataranietos? 

De igual modo que ya nos interpela nuestra pantalla cuando deseamos algo (antes mismo de saberlo), las generaciones futuras podrían olvidar con el tiempo que deseo no es nuestro sino hemos sido colonizados por él, alguien nos lo ha inyectado. De igual modo que nosotros olvidamos que un entrecot proviene del sacrificio (sangriento, rugiente, violento) de un mamífero (cosa que nuestros abuelos bien sabían), ellos podrían llegar a olvidar que Amazon ha elaborado su búsqueda de artículos por ti. Tan majo. Te ha ahorrado ese tiempo y ahora lo puedes emplear en perrear o zascandilear por los reels de una red social.

¿Quién quedaría en pie para hacerse las grandes preguntas? Con una educación menguada y reducida al folleto o al Tik Tok explicativo, ¿qué recursos les quedarían a los disidentes, los pensadores, los curiosos recalcitrantes? 

Habría pocos, algunos escribirían sus lúcidas reflexiones antes de volarse los sesos, como Stefan Zweig hizo con su  su librito sobre Montaigne (libro inacabado), acariciando la idea de una nueva oportunidad para la Europa fascista que lo empujaba al suicidio. Mientras alguien pudiera mantener la “ilesa humanidad del corazón en medio de la bestialidad”, la cosa no se daba por perdida. Un solo hombre libre nos haría más libres a todos los hombres. 

Uno solo sería suficiente. Un relevo. Un hilo que seguir en el laberinto. 

Como somos tantos y tan diversos (para el 2100 se calculan 11200 millones, o sea, una plaga), se puede inferir que habría un porcentaje no desdeñable de cerebros activos, una liga de atletas, una estirpe rara y resistente, suficientemente nutrida para recordar a sus tatara tatarabuelos y quizá alumbrar un nuevo Renacimiento. No sueño con que mis hijos forman parte de esta liga. No soy tan egoísta.

Ya tengo nostalgia de mi presente. Qué bien. Es lo que necesitaba. 

En estos días en los que todo el mundo anda cabreado por el adelanto electoral a pleno verano, creo que es una buena gimnasia mental viajar adelante para luego volver atrás. Como dijo Confucio, se trata de querer lo que tenemos y no tanto de tener lo que queremos. 

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