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Ficcionar la política

28/09/2018 - 

En los últimos minutos de Dos Cataluñas, dirigida por Álvaro Longoria y Gerardo Olivares, hay una escena de costumbrismo electoral impagable. A escasos minutos de que los candidatos al 21D catalán se batan el cobre en un debate de laSexta, los responsables de este documental captan las conversaciones de canapé entre dichos protagonistas. Un receso de normalidad tras hora y media de enfrentamiento e imágenes tan hirientes como las del 1O. De las distintas tomas montadas, sobresale la complicidad entre Inés Arrimadas (Ciutadans) y Xavier Domènech (Catalunya en Comú). Al contemplar la proximidad en las miradas y el lenguaje corporal de ambos, uno se pregunta sobre lo grande que es la distancia que hay entre esas personas –caso de seguir vivas– y el personaje –viviente–.

Cuestión de guión, ¿verdad? La política ficción no existe porque es indistinguible de la ficción misma. Se interpretan papeles, se ilumina, se maquilla y se rueda. El dramaturgo del voto – que es poder y economía directa– está por encima de las ideas, aunque, a veces se escape alguna. Y como la base de esa ciencia tiene más que ver con la Poética de Aristóteles que con La República de Platón, entonces, claro, resulta que los mensajes se confunden. No sabemos qué quieren decirnos, porque lo que importa es cómo nos lo cuentan. No importa la voluntad, sino el storytelling. Y todo ello desde el axioma de los tiempos: no permitirse la contradicción. Como si en lo unívoco hubiera capacidad de atraer más allá de lo que necesitan aquellas personas que han decidido no tener criterio ante la vida. Que las hay, pero ya no dan para mayoría. 

Pues así vivimos, en una especie de representación teatral en la que el rumbo lo marca el espectáculo. Por eso, para los antisistema legales y no para los que han gobernado con Villarejo en la cocina, hay que celebrar el estreno de El Reino. El tercero de los largometrajes conjuntos de Rodrigo Sorogoyen e Isabel Peña nos alivia del circo tanto como hace falta. Nos sacia al reunir en torno a un solo personaje –en otro trabajo inalcanzable de Antonio de la Torre– toda la necesidad expiatoria de este parque temático de la corrupción. Porque, además del entretenimiento para los valencianos de cazar localizaciones del Cap i Casal (la película evita nombrarse en ninguna ciudad), aglutina casi todos los estratos de la miseria que nos condena colectivamente a cambio de tan poco para los beneficiados.

Peña y Sorogoyen no pierden el pulso en una película magníficamente filmada, mejor escrita y aún mejor dirigida (por punto de vista y por solidez de todas las interpretaciones). Y gracias a la consistencia en las formas, uno se abandona al relato hasta comprenderse a sí mismo por todos lados. Nadie sale bien parado de su contenido metraje. El capital y los medios acaban no menos empalizados, pero también los entornos familiares cómplices, testaferros, contables, abogados, arribistas de despacho, mercenarios, sicarios y seres vivos con quíntuples vidas. Esa ficción ya escrita, pero que hace falta enlatar como tal para entendernos. Tan humanos, tan burdos, que solo ese invento nuestro de la ficción es capaz de reconciliarnos con la verdad.

Por eso, en estos tiempos en los que se acusa a la política –con razón– de judicializarse, ficcionémosla con todas las de su ley. Porque notarla judicializada y saber de su escaso margen para la separación de poderes una vez aforado, hace necesario escaparse de algún modo. Mejor si es con el talento que cabe en el equipo de El Reino. Hay que ficcionar la representación pública, porque la esperanza es tan escasa y los márgenes tan limitados, que solo viéndonos desde fuera –en apariencia– sentiremos la vergüenza suficiente como para comprendernos mejor entre la intención de voto y el show de la TDT. Porque, como demuestra la estupenda Dos Cataluñas, también estrenada ayer en Netflix, el vodevil de la carrera política y del marketing como base operativa de su verdad nos convierte como sociedad en algo tan indeseable y enfermo como Manuel López Vidal.


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