VALÈNCIA. Katia y Maurice Krafft se conocieron mientras estaban estudiando en la universidad en los años setenta. A los dos les unía una pasión: los volcanes. Se casaron y decidieron dedicar por completo su vida a ellos, viajando de una punta a otra del mundo buscando los indicios de una erupción.
La directora Sara Dosa conoció su historia mientras se estaba documentando en Islandia para su anterior película. Los Krafft habían sido una especie de celebrities en su época, dominaban los medios de comunicación y sabían cómo trasmitir su amor y sus conocimientos, habían ayudado a divulgar la vulcanología, pero, sobre todo, dejaron cientos de horas de grabaciones espectaculares, de imágenes inéditas cuando no había drones ni otra tecnología para registrarlas. Eran unos auténticos kamikazes que se acercaban a la lava hasta quemarse los pies, pero su carácter intrépido les permitió llegar donde casi nadie se atrevía y todo eso se refleja en sus materiales. Cuando Dosa descubrió todo su trabajo supo que tenía que abordarlo de alguna forma, contar su vida, y el triángulo amoroso que se estableció entre ellos y los volcanes.
Fire of Love no es un documental al uso, aunque lleve el sello de National Geographic. Utiliza el metraje encontrado y a partir de él la directora construye un relato único que nos lleva de viaje de volcán en volcán al mismo tiempo que vamos conociendo a los protagonistas, la evolución de sus investigaciones y de su relación, todo ello aderezado con la voz en of de Miranda July, que se encarga de servir de narradora, introduciendo un toque melancólico, poético e incluso filosófico a través de sus reflexiones. Y, para rematar el sentimiento de extrañeza marciana, la banda sonora se encuentra punteada por los sonidos líquidos de los sintetizadores de la banda francesa Air.
Son muchas las capas que recorren la película, que nos llevan de la ciencia ficción (utilizaban trajes ignífugos que parecían escafandras espaciales) al cine de aventuras, porque ellos eran unos verdaderos exploradores. Del Etna y el Estrómboli en Italia al Nyirangongo en el Congo y al mítico Krakatoa. Del Galunggung en Indonesia al Monte de Sierra Helena hasta Nevado Ruiz, en los Andes, donde tuvieron que asistir a una enorme tragedia, la de Armero, un pueblo que quedó devastado, muriendo más de 23000 personas. Los Krafft eran conscientes de que los volcanes podías ser fascinantes y bellos, pero también violentos y destructores. Los categorizaron en volcanes rojos y volcanes grises o ‘asesinos’, y terminaron especializándose en estos últimos, hasta topar con el Unzen en Japón, donde perdieron la vida.
La forma en la que está montado el material recuerda a la Nouvelle Vague, como si la directora quisiera impregnarse de esa modernidad de la época para captar el espíritu de la pareja. Sin embargo, hay algo único en la película, una sensibilidad que la recorre y que tiene que ver con la narración de Miranda July, que conecta con las imágenes (del hombre frente a la inmensidad del poder de la naturaleza) de una forma tan sensorial como poética, convirtiendo esta película en una experiencia única.