VALENCIA. Las Fallas de 2017 ya están en marcha. Para cuando su próxima semana grande (¿o es quincena?, ¿o es un mes?) de inicio, es posible que las fiestas populares de la ciudad de Valencia sean Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. El corsé promocional, no exento –aunque casi nadie lo haya contado- de un pequeño sector crítico, se desea como cuño de garantía para aumentar el interés del turismo internacional, anhelo promovido por políticos y empresas dados sus réditos correspondientes.
Es la inevitable monetización del hecho. Sin embargo, de la misma forma que cabe dejar claro que si las Fallas acaban por ser un hito para la Unesco no es precisamente por las incontables horas de apología del reggaeton o las toneladas de basura que el botellón genera, tampoco cabe separar que cualquier actividad comercial ha de prosperar desde el respeto a la creación de más de 700 obras efímeras, el valor milenario de la indumentaria que desfila, la riqueza cultural de la música que bandas, dolçainas i tabalets practican, la gran ofrenda floral que nos conecta con otros mundos y la idiosincrasia genuina de, con todo, no sacralizar semejante riqueza y extinguirla en fuego para renovarse y celebrar la primavera.
Contra o a pesar de ello, la economía de mercado –salvo excepciones minoritarias- encofra su identidad en la obtención del mayor beneficio al menor coste, sin tener en cuenta los daños colaterales de su modus operandi so pena del juicio del consumidor. Y en su evolución, por lo que se refiere a las Fallas y a la gastronomía, hemos visto como último eslabón de la cadena de la degradación como a las comisiones les ha parecido bien alquilar el suelo público par dar cabida a columnas infectas de humo y hedor a chorizo parrillero. Una de ellas, para el profundo pesar de la autoestima local, bajo la carísima iluminación de Sueca-Literato Azorín, con 16 botellas de butano a la intemperie, bajo la lluvia, como apoyo improvisado de los vasos de cerveza, en la misma línea de comandas, como felpudo para una nube de comida rápida malentendida que, por si fuera poco, vendía pan y embutido industrial a cinco euros la bicoca.
La gastronomía es un carril paralelo a todo lo que sucede durante la fiesta. En plena efervescencia de sus estratos medio y alto en la ciudad, con la afortunada influencia en toda la cultura del comer, del beber y del vivir para sus vecinos, los operadores de restauración son cada vez más sensibles –y permanecen muy atentos- a todo lo que sucede durante las Fallas. La Federación de Empresarios de la Hostelería de Valencia fiscaliza cuanto sucede y denunció la situación anteriormente descrita en un “punto negro”, aunque el suceso se ha podido contar por decenas. Desde hace algunos años, denuncian la que a su parecer es una situación de competencia desleal, con la mala aceptación de que las agrupaciones falleras puedan alquilar sus calles para que la venta ambulante, prohibida por ordenanza a lo largo del año salvo para productos con denominación de origen valenciana y tradición. Sobre todo, por impuestos y por las ligerezas que aseguran existen en materia higiénico-sanitaria.
Las Fallas son de la calle y allí se viven. Existe una necesidad total de disfrutarlas al raso, aunque la lluvia haya tomado por costumbre aparecer en ese momento único del año. Por ello, encapsular al visitante genérico en un restaurante durante una o dos horas, no sirve para todos los públicos. Los empresarios, son conscientes, de la misma forma que saben que entre esos cientos de miles –especialmente si prospera el deseo de acaparar de una vez por todas la atención del turista internacional- hay consumidores más que suficientes para que marzo deje de ser un mes entre el ramillete de los mejores del año (porque pocos se atreven a decir que es el mejor a día de hoy) para ser un segundo agosto.
No obstante, desde la esencia de la propia fiesta, desde su origen y desde su establishment, quien decide lo que sucede en las Fallas es la sociedad civil. Si una buena parte de la maratoniana experiencia fallera, de la vivencia de la fiesta, se vive en la boca y acaba en el estómago, la ciudad tiene todo el poder de decidir sobre ella. Lo tiene desde que el street food ha pasado a ser una posibilidad creciente para que las comisiones, como no pocas han hecho, se preocupen por quiénes ocupan sus espacios de venta de comida ambulante. Consultadas durante estos días algunas comisiones, esos operadores eventuales no pagan ni menos ni menos que otros, pero aportan una oferta elaborada, creativa, habitualmente más sana y desde luego mucho más interesante para quienes visitan a la comisión fallera.
La otra parte de esa sociedad civil son los propios valencianos, falleros o no, porque ¿tiene sentido, con la oferta consabida de la ciudad, incluso con la suma del street food, malgastar cinco euros en un infecto bocadillo que, entre otras cosas, ha servido para que medio barrio, el mismo que ha soportado días y noches de explosiones y discomóviles, apenas haya podido respirar otra cosa que un insoportable olor a carne quemada? Sea o no destacable en el mundo –entre otros 400 símbolos más- para la Unesco, todos tenemos una parte de responsabilidad sobre la imagen que transmitimos de Valencia y las Fallas son, sin duda, el principal escaparate de atenciones que poseemos. Dentro de un año, cuando estemos paseando de un monumento a otro, tras una mascletà y con una charanga sonando de fondo, quizá perdamos cinco minutos en encontrar algo interesante que llevarnos a la boca. Sobre todo para no patrocinarnos una mala digestión y peor cargo de conciencia colectiva.