VALÈNCIA. Fue el pasado viernes. En todo el mundo tienes la opción de perder los papeles entre alcohol, sudor y, en mi caso, mujeres. Qué curioso. Y los perdí. Así que he pasado la noche encerrado en un habitáculo de dos camastros con siete cabestros mal aparcados: un yonki al que le iba subiendo el mono; tres indigentes que ni idea de por qué estaban ahí; un par de borrachuzos y un pijo pasao de cocaloca. Dos de ellos olían muy muy mal y otros dos no paraban de vomitar. Y yo ahí, en medio de todos ellos, mal sentao, con las piernas cruzadas, las manos en los bolsillos y los ojos como los del tiro al plato, pum pum.
El mal olor se acaba pegando en los pulmones como el ocaso lo hace sobre la marea. En la mañana me recoge Ignacio, un sobrino. Día en casa meditando sobre lo ocurrido con la única alegría de agitar mi pequeño winchester.
Por aquello de inhalar aire limpio me apunto a la cena con sus amigos. Chavales majos pero más de veinte años de diferencia horaria me separa de esa banda. Zampamos rico y hablamos de música, parejas, cine, sexo, tebeos, deportes, amigos diseñadores, músicos, artistas y de mi noche anterior, por supuesto. Terapia para olvidar lo sucedido. Y es que, si no bebes, ¡¡¡por qué te haces el machote!!! Y si no conoces al benemérito, ¡¡¡para qué le dices que cuando te agachaste a coger la cerveza se te cayó la pipa y atascó el acelerador!!! Claro claro, «usted se hizo poli porque no lo cogieron en el burgercuin... ¿eso es una 9 mm?, pues mira mira, esto es una Magnum 44, mientras se coge con gran risa de la bragueta...». Así reza en el parte. Patético.
Toda meada retoma su cauce. Esa noche fue un desastre pero esta en cambio ha sido una pasada. O eso pensaba yo.
—Ignacio, gracias por tu compañía; lo he pasado bien y creo que tus amigos se han reído con mis historias...
—Bueeeno...
—¿Cómo que bueno? ¡He sacado mi artillería y no habéis parado de reír! Muy mal no les he caído, o eso me ha parecido...
En la juventud no sabes lo que pesa el conocimiento ni la experiencia, por eso los viejos andamos lento
—Si tú lo dices...
—¿Cómo que si lo digo? Lo he visto, ¡¡¡no parabais de reír!!!
—Ya, pero hemos hecho un esfuerzo para que tú estuvieras bien...
—Gñgñghijosgñdegñputerosgñgñ...
Que no que no, que aunque me empeñe, que veinte años son un montonzaco.
Recuerdo tardes-noches de mi juventud en el Dúplex. Qué preciosa era Sole, aquella muchacha que nos ponía tan calientes. Era entrar y el cosmos se ordenaba. Jamás crucé una palabra con ella y nunca me vio mirándola. Mi táctica era esconderme, así no fisgoneaba en mis pensamientos. Y también recuerdo a ese cincuentón en la barra. Solitario. Al que hasta yo adivinaba sus pensamientos. ¿Qué hacía allí? ¿Nadie le quería? ¿No tenía amigos? ¿Nada mejor que hacer?
La vida va enseñando su camino. Viejuno suena esto. En la juventud no sabes lo que pesa el conocimiento ni la experiencia, por eso los viejos andamos lento. Pienso que es por eso.
Aquella noche encerrado me enseñó que la ensaladilla rusa, y posiblemente solo suceda con este manjar, sabe igual recién servida que recién vomitada. Su aspecto desde luego poco cambia.
La cena con el sobrinaco me recordó que ya no insista, que los discos, el VHS, el cassette, el disquete y la melancolía les importan un pepino.
De aquella Sole no tengo ni idea dónde andará. Seguro pilló una pareja que aún hoy la empoma de amor. ¡Igual es el juez que me retirará el carnet!
Y que ese solitario cincuentón, ese, ese ahora soy yo.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 65 (marzo 2020) de la revista Plaza