Dunas que parecen el desierto, pueblos de casas encaladas, roques que son testigos petrificados del tiempo... Viajar a Gran Canaria no significa solo ir de playas
VALÈNCIA. Una escapada a las islas Canarias siempre es una buena idea, pero más cuando en la península comenzamos a usar abrigos y bufandas y con envidia vemos que en el archipiélago canario disfrutan del agradable sol. Lo admito, soy de las que viviría en un continuo verano… ¿En las Canarias? No lo descarto, y menos tras mi visita por la isla bonita sin zambullirme en las aguas del Atlántico. Sí, porque en esta ocasión no se trataba de extender la toalla en alguna playa sino de pasear por pueblos de postal y sacar mis botas de montaña para adentrarme por sus parajes naturales.
No tengo muchos días para disfrutar de la isla así que voy a exprimir cada instante al máximo. Tanto es así que en mi primer día ya pongo el despertador a las 4:30 horas para ir a la, desde 1994, Reserva Natural Especial de Las Dunas de Maspalomas. De todas maneras, no hace falta pegarse el madrugón para disfrutar de este paraje, compuesto por tres espacios naturales: las dunas, el palmeral y la Charca.
La entrada es un poco extraña, atravesando un hotel, pero el GPS no me engaña y llego a este pequeño desierto junto al mar. Las dunas son enormes —no me las imaginaba así— y su extensión también: 403 hectáreas de pura diversión. Sí, porque después de hacer la foto del amanecer, con el sol saliendo del mar e iluminando la arena, me lo paso en grande subiendo y bajando por ellas. Eso sí, respetando las nuevas normas porque, para protegerlas, en la actualidad solo es posible recorrer los ocho kilómetros de senderos que se han habilitado. De no respetar la normativa vigente puedes enfrentarte a multas de entre 150 y 600 euros.
Lo más lógico hubiese sido colocar mi toalla en la arena y pasar unas horas allí pero, como decía, este viaje consiste en descubrir lugares nuevos, así que me voy hacia Mogán. Es temprano y la ciudad comienza a despertar, con los primeros turistas paseando por sus calles y el olor a café perfumando la ciudad. La tentación es inevitable y me siento en una terraza para desayunar. Al terminar, paseo sin rumbo, bajo los arcos conquistados por las buganvillas, atravesando los puentes que salvan los canales que conducen al mar y deteniéndome frente a esa hilera de casas blancas decoradas de vivos colores que miran a la dársena.
Me imagino en una de ellas, asomada al balcón matando las horas viendo cómo las barcas de pescadores se mecen al compás de las olas, esperando para salir a faenar. El graznido de alguna gaviota me devuelve al presente pero no merma esta sensación de estar en un pueblo donde el tiempo se ha congelado. Podría pasarme horas aquí, disfrutando de esta tranquilidad inusitada, pero el reloj juega en mi contra y me marcho para conocer uno de los grandes enigmas de la isla: El Roque Nublo.
Después de un camino entre paisajes casi desérticos llego al aparcamiento de la Degollada de La Goleta, situado en la carretera que une Ayacata con Los Llanos de la Pez. Es mediodía (sí, en plan dominguero) pero la suerte está conmigo y justo sale un coche. Mochila al hombro y comienzo la ruta de unos 3,4 kilómetros en total. Confieso que siempre he tenido mucha imaginación y soy de las que ve formas a las nubes (no soy fumadora) pero aquí, aunque me frote los ojos, sigo viendo la misma silueta en la escarpadura que hay ante mí: un fraile orando. Si esto me asombra, a saber cuando llegue a la cima…
El camino se adentra por el bosque de pino canario y trepa hacia lo alto. También lo hago yo, para subirme a una cueva y hacer un poco el cabra. Sin rasguños —esta vez— regreso a la senda, cruzándome con un montón de guiris que hacen la misma ruta que yo. Un escalón más y por poco exclamo eso de «un pequeño paso para el hombre; un gran salto para la humanidad» porque parece que he conquistado la Luna: una enorme e impactante explanada pétrea a más de mil ochocientos metros de altura en cuyo extremo norte se levantan el Roque Nublo y La Rana, su fiel discípulo. Eso sí, con la ventaja de respirar el aire puro de la montaña.
En medio de ese inaudito lugar y ajena a lo que ocurre a mi alrededor, admiro ese monolito de unos ochenta metros de alto, testigo petrificado de la explosión de un estratovolcán hace varios millones de años. Como dijo Unamuno, «una tempestad petrificada», pues su silueta la ha moldeado el tiempo, las cenizas y demás piroclastos petrificados. Vamos, un cúmulo de circunstancias que hacen aún más mágico el lugar. Si apartas la mirada del roque las vistas son increíbles: en el infinito, el Teide, del que me separa el Atlántico, pero también barrancos, pinares, presas y cultivos. Al otro lado, pueblos que pintan de blanco las escarpadas laderas. Uno de ellos es Tejeda, considerado uno de los más bellos de Gran Canaria. ¿Será verdad? Mañana lo compruebo con mis propios ojos.
Creo que resume bastante bien la esencia de la isla: las casas con sus balcones, las fachadas de mil colores y la basílica de la Virgen del Pino siempre presente
Hacía tiempo que no llegaba tan cansada al hotel así que no alargo mucho la noche y me voy dormir. Eso sí, sin despertador. Con cierta parsimonia me voy a Arucas para conocer la iglesia de San Juan Bautista. Tiene la particularidad de que fue construida a principios del siglo XX íntegramente con piedra de la zona. Después me vuelvo a perder por sus coloridas calles y disfrutar del ambiente que hay. En una de esas terrazas me siento y aprendo una lección muy importante: la cerveza de Gran Canaria es la Tropical y la de Tenerife La Dorada. Guárdalo en la memoria que te miran mal si pides la de la competencia.
Como todavía es pronto, visito otro de esos pueblos con encanto: Teror. Creo que resume bastante bien la esencia de la isla: las casas con sus balcones, las fachadas de mil colores y la basílica de la Virgen del Pino siempre presente. Lástima que no fuera domingo para disfrutar de su mercadillo.
El coche ruge tanto como mi estómago así que hago una parada técnica en un restaurante de carretera. Me siento en la terraza, pido unas gachas y un poco de queso. A veces, no se necesita mucho para ser feliz. A mi lado, un grupo de amigos conversa animadamente y, aunque ponga la oreja, no entiendo nada. Aquí soy yo la extranjera y me gusta esa sensación. No alargo la comida porque todavía me queda un tramo de curvas para llegar a Tejeda. Al llegar sé que soy una privilegiada porque en otras circunstancias vería coches aparcados en las cunetas y autobuses con turistas, pero esta situación que vivimos hace que la localidad sea más tranquila, más auténtica, y apenas hay gente.
No voy a engañar a nadie, Tejeda es pequeño —lo recorres en un plis plas— pero con un encanto especial. Todo el pueblo es blanco, con las típicas casas canarias, almendros, palmeras, buganvillas y calas blancas. Y a su alrededor, un valle de montañas que sigue desprendiendo esa aura mágica que ya los antiguos guanches otorgaron a estas tierras (se cree que el Roque Bentayga era uno de sus santuarios). Un recorrido que hago a lo Hansel y Gretel porque en mi paso caen las miguitas de la Palmera de chocolate gigantesca que he comprado en la Dulcería Nublo. Está tan buena que regreso para pedir otra para el camino.
El viaje tengo que cerrarlo de una forma especial así que me dirijo al Pico de Las Nieves —está muy cerca de Tejeda—. En estos lugares y a estas horas me reconforta saber que no soy la única friki que ha venido a fotografiar y disfrutar del atardecer. Hasta converso con un pintor que ha salido antes del trabajo para venir hasta aquí. Mi rincón lo encuentro en una especie de ventana que ha esculpido la roca, refugiada del viento y viendo cómo poco a poco el cielo se va tornando amarillo, iluminando las rocas y apagando los árboles. Al poco, las constelaciones comienzan a adivinarse, primero Casiopea y luego la Osa Menor, que me recuerda dónde está el Norte. Si no lo hubiese visto con mis propios ojos, pensaría que un lugar como este no existe en Gran Canaria. Sonrío, de felicidad y de paz, porque descubrimientos así no suceden todos los días.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 75 (enero 2021) de la revista Plaza