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Lo viejo y lo nuevo: Dublín sin instrucciones

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"En Irlanda hemos nacido para irnos" dice un personaje en Belfast (Kenneth Branagh, 2021). Y en concreto en esa época, era verdad. En general, era verdad antes de 1995. El irlandés marchaba al extranjero para arribar a un mundo nuevo, tecnológico, próspero y avanzado, y en la mente el migrante se guardaba aquella imagen de los campos verdes acotados por hileras pedregosas, tabernas instaladas en chalets, techados de paja oscura, tablones de madera impregnados de humedad, el sonido de un violín ligeramente no afinado y las canciones que sonaban entre tristes y nostálgicas y alegres.

Irlanda fue hasta hace bien poco el último reducto de un romanticismo ya olvidado. Los clichés del emigrante registrados al completo en el metraje de El hombre tranquilo (John Ford, 1952) conformaron una idea lírica, jocosa y libre de una Irlanda idílica que vivía -o malvivía- en la idea melancólica del que partía al extranjero. Actualmente -tras el cénit tigre-celta (1995- 2007)- esa Irlanda es sólo un germen y convive con la nueva Irlanda, esa misma que vaticinó James Joyce si en algún momento de la historia lo irlandés se convertía en europeo como epílogo de una nueva realidad.

El Dublín antiguo al que aludía el escritor se encuentra -a día de hoy- en retroceso, y eso, para el autor de Dublineses, es positivo. Ya no es preciso irse de Dublín para triunfar y ahora convive en armonía lo moderno, lo más viejo o lo que siempre quiso ser un nuevo orden. Y a los viejos pubs se abrazan edificios neo racionalistas, y a los viejos puentes les suceden otros vigorosos, curvos y relucientes. Y lo mismo pasa cuando hablamos de comer. En Dublín conviven restaurantes de tendencia y elegantes templos clásicos como Bewley's donde sirven desayunos irlandeses entre asientos y vidrieras centenarias, y unas Ilamas que crepitan en la esquina los relatos sin rencor. Las salchichas, pan de soda, los tomates, habichuelas y el black pudding y brown pudding.
 

En Dublín coexisten chocolaterías como Butlers y estandartes de lo nuevo como el restaurante Library Street. Kevin Burke, chef y dublinés (gentilicio y profesión al mismo tiempo), despliega una técnica gozosa y un respeto no-intuitivo por el producto que convierte a Library Street en un lugar armónico, sensual y disruptivo donde el disfrute gastronómico y las ganas de pasarlo bien se admiran como parte indispensable de una sola experiencia.

En Dublín coinciden -además- la elegancia minimal del restaurante D'Olier Street con lugares de peregrinaje que se agrupan bajo el lema fish and chips. Del crujiente y suculento fish and chips de Chequer Lane (con mushy peas y toque de menta) al local hípster y marino, The fish shop, para disfrutar del bacalao deep-fried con unas ostras de la zona. Acompáñese el bocado de bacalao con una Guinness, por supuesto, y las ostras con un vaso de Micil o de Green Spot. Para un cóctel comme il faut camínense unos cuantos metros hasta llegar a The Whiskey Reserve, una barra que es apología y santuario donde pueden encontrar casi cualquier whiskey, casi en cualquier elaboración. Desconozco si Leopold Bloom lo elegiría, pero no se pierdan el Old fashioned.

 

Lo moderno en el Dublín de siempre es el premio Pritzker 2020 al estudio de arquitectas dublinesas Grafton, el conjunto de edificios Irish Times, las estrellas Michelin de Variety Jones y Glovers Alley, pero también es una corriente vanguardista con carácter universal: la recuperación del recetario autóctono tradicional. A la Irlanda de la lira y de los prados se le rinde un homenaje posmoderno en un recoleto restaurante frente al Trinity, The pig's ear. Stephen McAllister realiza una visita -con la circunstancia y el respeto que merecen- a las recetas clásicas de fogón y mimo, de alma y seducción. Caza, queso, frutos secos y patata. Boxty, lengua, Jammet y gut cake.

 

Dublín rebosa creatividad contemporánea, lo moderno se conjuga en el presente, la cultura de la emigración ha quedado atrás para el recuerdo y los jóvenes de todas las edades permanecen apegados a una tierra alejada de la arcadia psicológica que alimentaban los muchos irlandeses que dejaban lejos sus raíces para buscar una nueva realidad. Dublín es vital, dinámica y moderna, y nada hace prever que involucione sino todo lo contrario. Ahora Mr. Bloom no comería sándwiches de gorgonzola. Él se iría a Bunsen a probar sus hamburguesas. Erin go bragh. O lo que es lo mismo, Irlanda por siempre.

 

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