Cuando uno viaja mucho, se va dando cuenta de ciudades que sí y ciudades que no. Oye y que lo mejor de todo esto es que nada está escrito y que todo es completamente subjetivo. Florencia me encanta, Roma solía hacerlo, pero en una reciente visita terminé hastiada del turismo de masas que sufre.
Con una maleta de aquí para allá, he ido enamorándome de ciudades alrededor del globo. De Tokio (mi top number 1), de Biarritz, de Londres, por supuesto y entre mis más favoritas hay otra, Copenhague. En pocos sitios siento lo mismo que en la capital danesa. Tiene un rollazo que pocas pueden emular. Es ordenada, segura, trendy a rabiar. Y por eso, vuelvo siempre que puedo y quiero pasar todos los otoños, inviernos, primaveras y veranos en Copenhague.
Cuando ellos han ido y vuelto, nosotros llegamos. En arquitectura, en tendencias y sobre todo, en gastronomía. ¿No se puso tan de moda hace un tiempo lo nórdico? Pues de ahí venía todo. Si en España la revolución llegó con Ferran Adrià, allí lo hizo de la mano de Noma y René Redzepi. Por lo que no es de extrañar que muchos de los grandes, sean ex Noma, como aquí son ex Bulli. Pero el coronado cinco veces como Mejor Restaurante del Mundo no es el único. Hay mucho más de la alta cocina nórdica: Alchemist, Geranium, Koan... O mi queridísimo Jordnær, donde Eric y Tina te hacen disfrutar de lo lindo.
Con el permiso de estos, el otro que me ha fascinado y tiene un pedacito de mi corazón para siempre fue Kadeau. Lo descubrí en mi última visita y todavía sueño con aquella comida. Es de esos sitios que te cambian la manera de entender la cocina nórdica. Nació en Bornholm, una isla al este de Dinamarca en pleno Báltico, y su versión urbana en Copenhague es algo así como llevar el alma del mar y del bosque a la ciudad. Detrás está Nicolai Nørregaard, que empezó literalmente cocinando lo que crecía y pescaba en casa. Hoy tiene dos estrellas Michelin y un estilo tan depurado como personal y no, no es ex Noma. Ha desarrollado un lenguaje totalmente propio.


En Kadeau todo gira alrededor de la temporada y la conservación. En primavera y verano la “Growing Season”, es cuando llegan los productos frescos de la huerta y la naturaleza de la isla a la que llaman 'The sunshine island'. En esta época recogen, fermentan y ahúman, para servir en otoño esa memoria embotellada del paisaje. Lo llaman “Preservation Season”, y si vas por esas fechas, cada bocado te recuerda que aquí el invierno se combate con ingenio y con la friolera de más de 50 técnicas de conservación diferentes.
De ahí es de donde salen platazos de una creatividad que no te esperas, profundos en sabor, visualmente muy estéticos y francamente deliciosos. Una especie de paquetitos de tomate deshidratado y jugo de grosella rellenos de hierbas aromáticas en conserva, una tostada de gambas crudas con flor de saúco, una tarta de tomate con pinzas de langosta, la cola de langosta azul danesa con polen, azafrán y rosas... Por mucho que intente describirlo, hay que vivirlo.
Pero si hay un plato que resume lo que es Kadeau, ese es su salmón ahumado, un clásico que lleva más de una década en el restaurante. Lo curan en sal durante dos días, lo ahúman en frío durante horas y justo antes del pase lo exponen de nuevo al humo caliente, combinando ambas técnicas. El resultado es una textura que se deshace al contacto con el tenedor. Lo sirven directamente de la pieza en mesa, con una mantequilla clarificada infusionada con lavanda, chalotas asadas y un toque de vinagre de sidra que equilibra el conjunto. Es absolutamente inolvidable.
El servicio es otro nivel. Los cocineros salen a servir, te explican cada paso y te hacen formar parte de su historia. Todo ello maridado con la propuesta de seleccionada por Alberto Segade, su sumiller gallego, que no solo marida los platos, sino que emociona. Con etiquetas difíciles de conseguir, rarezas, vinos naturales y hasta champagne. En definitiva, es uno de esos sitios a los que ir, al menos, una vez en la vida. Y si son más, mejor.
¿Más sitios donde se come de cine? Los hay a patadas. Otro de mis descubrimientos fue Propaganda, un sitio que representa todo lo que me gusta de la nueva Copenhague: sin etiquetas, con gente joven haciendo lo que le da la gana y haciéndolo muy bien. El chef Sourya Chansavang mezcla su herencia francesa y laosiana con toques coreanos, y eso da como resultado platos que quieres repetir y repetir, como el pollo frito coreano con chili, la berenjena rebozada en panko con salsa de cacahuetes o las croquetas de pies de cerdo con gochugaru y dip de chalotas. También puedes pedir kimchi para acompañar, por supuesto. Y ojo porque las cosas pican, como debe ser. El ambiente es eléctrico, la bodega fluye y hay algo muy divertido en que puedas elegir botella directamente de las neveras.



Al lado, acaban de abrir un pequeño espacio llamado Next Door, cocina Youra Kim, ex Noma, que pasó por los fogones de Lima y Marcus Wareing en Londres. Aquí el tono es más íntimo, con una barra en la que ella y su equipo cocinan a la vista.
¿Otro de mis favoritos? Bar Vitrine. Pequeño, bonito y con esa estética nórdica que te hace querer mudarte a la de ya. Tiene además una terraza y funciona sin reservas, así que toca llegar pronto o esperar copa en la mano. Lo lleva Dhriti Arora, también ex Noma, que cocina desde una mini cocina abierta platos con sabor indio y alma europea. Unos curries de campeonato, un pancake de lentejas con verduras y chutney de menta... Lo mejor es que solo hay buena energía, buena música y mucho vino natural.
Siempre nos quedarán los clásicos de siempre. Para algo más informal, me repito siempre con mis tres básicos. Hija de Sanchez, la taquería de Rosio Sánchez, sigue siendo parada obligatoria. POPL, el concepto de hamburguesas nacido en plena pandemia por el equipo de Noma, tiene la que probablemente sea la mejor de la ciudad. Palabrita. Y Bæst, de Christian Puglisi, sigue siendo el lugar para comer pizza de masa madre y mozzarella hecha en su propio obrador.
¿Y para dormir? Villa Copenhagen. Uno de esos hoteles para vivir la ciudad desde dentro. Ocupa la antigua sede de Correos, un edificio de 1912 convertido en hotel con una ubicación inmejorable, justo al lado de la estación central y enfrente del Tivoli. Vamos que desde la terraza, con una piscina fabulosa que en invierno está climatizada, oyes a la gente gritar en las montañas rusas. Las habitaciones son muy cómodas, con ese puntito justo de diseño y calidez que esperas de la capital danesa.

También tienen apuesta fuerte por la gastronomía. Para empezar tienen un patio interior precioso, donde también se sirven tragos y bocados y es un poco el place to be del hotel. Para seguir, T37, para picar algo y beber en el mismo sitio que lo hacían los carteros de antaño. La joya de la corona está en la planta baja. Allí se encuentra la codiciada Rug Bakery de Gonzalo Guarda. ¿El plan? Tostadas de pan de centeno y sésamo, mantequilla salada y huevo pasado por agua, como desayunan los daneses. A partir de aquí, conviene darse un garbeo por su vitrina y llevarse alguno de los bollos con ruibarbo o ya sentarse en la mesa y pedir de un croque madame a un sándwich de salchicha con chimichurri. Lo más guay es que por la noche el ambiente muta y se convierte en pizzería. ¿Las opciones? De una marinara a la pizza con zucchini, provola y straciatella, pasando por una pizza muy danesa de patatas rostidas, queso de cabra, pesto y piñones.
Si algo tengo claro después de este viaje, es que quiero seguir volviendo muchas, muchas veces.