ESCAPADAS

ESCAPADAS HEDONISTAS

Un concierto y doce hitos: Viena sin instrucciones

El flâneur es un concepto galo que -como sucede con alguna que otra creación de aquel país- encuentra su máximo exponente más allá de sus fronteras.

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El flâneur alcanza su punto álgido en el personaje de Ulrich Anders, epítome del flâneur y protagonista del políptico vienés de Robert Musil, El hombre sin atributos (1930-1942). El doctor Fridolin en Traumnovelle (Arthur Schnitzel, 1926) o Lisa y Stefan en Carta a una desconocida (Stefan Zweig, 1922) son también encarnaciones -no menores- de esa gran figura austriaca y universal. Incluso el Holly Martins de la novela de Graham Greene (El tercer hombre, 1950) no es sino un escritor norteamericano reconvertido en flâneur detectivesco nada más recalar en Viena. Todo autor austriaco -o no- que haya dedicado su tiempo a hablar sobre Viena lleva implícito en sus letras el paseo y es que hay pocos ejemplos de ciudades que mantienen aún la esencia de edificios y de calles que fueron pensadas para andar y que invitan -todavía hoy en día- a hacerlo.

El flâneur va siempre armado con zapato cómodo, elegante, y atuendo apropiado para andar en la estación correspondiente, para hacer un alto en el camino y acomodarse en un café con buen café –sin duda- y buena repostería. El café Central, el Schwarzenberger y el Sperl son pausas necesarias en la ruta vienesa (Jesse y Céline, flâneurs modernos en la cinta de Linklater, Antes del amanecer, frecuentaron el segundo de ellos). No obstante, es el café Sacher (del hotel y tarta homónimos) el que se erige en parada obligatoria del goloso o no-goloso, o del amante de la historia, que la gastronomía moderna le debe mucho al Congreso de Viena (1814-1815), a Carême y a la labor diplomática del canciller austriaco Metternich que negoció en Viena los designios de la Europa del futuro. El político austriaco no sólo amaba el buen café e impulsó la creación de la Sachertörte a través de sus lizas gastronómicas, sino que, como buen flâneur, defendió, disfrutó y difundió la buena mesa.

En Viena las tabernas se conocen como beisl y en sus mesas se aprecia la completa variedad de la cocina popular austriaca basada en el cerdo, en los knödel, en las sopas y en los guisos de cuchara, estofados, en la caza, la patata y en el pan, elementos que suponen todos ellos un alivio para el viandante. EI Reinthaler´s beisl y el Gasthaus Grünauer asumen esta cocina sabrosa y contundente con solvencia, con rigor y con el objetivo de mimar, cuidar y dar placer al comensal -o paseante-.

El flâneur es principalmente burgués o -mejor dicho- es tan burgués como ligeramente aristocrático, y es capaz también de degustar bocados tan dispares y flâneurs en tanto que bocados que llegan de otros lares, como el gulash (excepcional en Zum weissen Rauchfangkehrer), el Wienerschnitzel (imprescindible en Meissl&Schadn, favorito de Stefan Zweig y también mío, por si a alguien le parece un dato interesante) o el apfelstrudel (decididamente vayan al café Landtmann).

 

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Si existe un refugio recurrente en la imaginería del flâneur ese es el parque. En Viena, el Stadtpark -inaugurado en 1862 y de estilo inglés- contiene la célebre estatua de Johann Strauss y, todavía más importante para nosotros, un conjunto de cubos de cristal y paredes de espejo y aluminio que conforman una imagen cuasi onírica y surreal que no sólo conecta con el psicoanálisis de Freud, sino que alberga uno de los templos gastronómicos de la ciudad: Steirereck. Heinz Reitbauer elabora una cocina radicalmente creativa muy arraigada en la memoria y en la tradición austriaca. Sus carros de panes, quesos y schnapps -los tres austríacos- no hacen sino acrecentar ese vaivén hipnótico de aquel que oscila entre el placer y la épica. Su estética y la devoción por los detalles, su intromisión en la naturaleza y el protagonismo de los productos de temporada confieren al resultado final un cierto halo de taoísmo urbano que le acerca a una profunda sensibilidad oriental alejada de cualquier chinoiserie folclórica del palacio de Belvedere.

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El flâneur deberá también catar los vinos naturales del país y la cocina con vocación plant-based -que no es estrictamente plant-based- de Heunisch und Erben, pasear por los mercados de la ciudad -y por sus puestos de cocina eslava, balcánica o afgana- y -cómo no- sumergirse en la cocina turca de Kent, porque Viena sigue siendo ese lugar de encuentro, de personas, de alianzas, de culturas. Porque si hay algo característico en Viena es el movimiento, como un waltz o un concierto, como la marcha Radetzky o como un baile -uno cualquiera- que no empieza ni termina, porque, al fin y al cabo, Viena es todo un universo o muchos dentro de uno, un gran lugar -probablemente infinito- incansable en su deambular, una totalidad que no posee ni origen ni tampoco fin, que vive ajena al tiempo, despreocupada, bella, alegre y melancólica como diría Schubert, como la disfrutaría un flâneur.

 

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