Emerge la tendencia de utilizar las cavidades en desuso bajo los puentes que cruzan las ciudades. Una propuesta a propósito del de Malilla trae una cuestión universal a Valencia
VALENCIA. Malilla. Una Valencia (muy) real, tan fuera de los focos. Alrededor de su puente, franja de Peris y Valero, el desorden cósmico asalta la visión. La Pantera Rosa al acecho, su cortina de agua haciendo ‘chof-chof’ a todas horas. Entre el puente de Malilla la maraña inmensa de coches aparcados. En los márgenes muchos de los comercios padecen de decoloración y tienen los carteles raídos y sin lustre. Por allí el Club Tifanis. Unas banderas colgando del balcón, valenciana y española, están a punto de volverse grises. Una ciudad en los sesenta. Coches y coches. Incluso ante el puente un concesionario haciendo vértice en cuya techumbre también se exhiben más automóviles. Nadie al volante.
Entre tanto despuntan como venidos del futuro elementos aparentemente caídos del cielo. Las naves reformándose, líneas tiradas en el suelo que esbozan el maná, lo prometido, el Parque Central; estamos trabajando en ello.
Es especialmente alienante el entorno del puente. La representación gráfica de las geografías de la nada. Cavidades de la ciutat vaciadas por completo de contenido, convertidas en descampados para acampar los coches, dejados caer. Pluff. Una muestra definitoria del abandono de un barrio constantemente a la espera, cuyas infraestructuras e instalaciones se han quedado congeladas esperando la obra definitiva. “El puente de Malilla simboliza muchas cosas, es una señal de expectativas. Cuando nuestros padres vinieron a vivir a la zona ya preveían la construcción del parque… Y ahora tenemos 33 años”, cuenta la vecina Leticia Álava. “La muestra de lo que no ha sido”.
Aprovechando que, cada vez más, brota y brota en las ciudades el nuevo fervor por reutilizar las cavidades marginadas, por ganarlas a la urbe en lugar de repudiarlas sine díe, también en Valencia asalta el deseo de recuperar la vida del puente de Malilla, su sombra.
“Las posibilidades son muchas, todas las que la imaginación pueda dar”, explica el arquitecto Carlos Salazar. “Lo que es necesario para la recuperación de estos espacios marginales es que haya una reivindicación vecinal y una administración sensible a las reivindicaciones”. Pone Salazar como ejemplo los ilustrativos casos mejicanos.
Como el caso de ‘Bajo puente mercado Morera’ de Ciudad de México, transformando un vacío en una epicentro gastronómico. “Cavidades existentes con potenciales”. En 2009 el gobierno metropolitano lanzó el programa ‘Bajo puentes’, una asociación público-privada donde se facilita a pequeños empresarios que se instalen pagando alquileres baratos y logrando que con sus impuestos se rehabiliten los espacios. El 50% del terreno debe estar destinado para espacio público. Ideas.
Prendiendo la misma mecha Malilla tiene su propuesta. La presentaron a su junta de distrito la propia Leticia Álava y la arquitecta Merxe Navarro (aka #brutalmentvalencià), habitantes y colindantes habituales del área, deseosas de encontrar equipamientos donde no parecía haberlos. En una franja como participando de un ‘Mannequin Challenge’, esto es, bloqueada, congelada en el tiempo, ellas instan a transformarla en la trastienda para desplegar vis a vis entre miembros de las comunidades del barrio que jamás hablaron entre sí. Experimentación, al fin.
“En lugar de quedarnos esperando a que llegue algo que nunca llega…”, apunta Navarro. La política urbana del mientras tanto. “El bajo del puente podría vaciarse de coches, iluminarse, limpiarlo, acondicionarse con mínimos elementos urbanos”. La manera de recuperar trozos hundidos en la miseria de no ser nada. De repente “serían un escenario para poder hacer desayunos colectivos, para que los niños jueguen, para…”.
La propuesta se sustancia con la conversión del bajo del puente en un escenario simbólico para que los vecinos, silla frente a silla, tengan citas en las que reflexionar sobre su propio barrio. “La finalidad es local, queremos revalorizar el espacio haciendo que se establezcan relaciones de cercanía entre miembros de comunidades del barrio que no tienen ningún tipo de contacto”, relata Álava. “Vivimos en el mismo espacio pero no nos conocemos, nadie sale de su propia comunidad y no hay lugares en los que se fuercen esos encuentros. La gente tiene estereotipado al vecino desconocido. Además, si se generan relaciones de cercanía disminuye la posibilidad de conflicto”.
Una de las principales escollos para que Valencia comience a hacer ciudad debajo del puente es vencer el inmovilismo. “¿Y eso para qué, bonicas?”, les dijeron sus representantes vecinales al recibir la idea. Quizá resultaba improductivo y exótico convertir en un parque participativo las viejas vías desvencijadas del tren del oeste de Nueva York, abandonadas desde hacía 20 años. El High Line Elevated Park es uno de los nuevos puntos calientes de la urbe. Salvando las distancias…
Es el momento, dice Navarro, de “reivindicar espacios, bolsas de descampados que solo sirven para aparcar y llevar al perro; convertirlas en espacios transversales ganados por la gente del barrio, dar uso a espacios olvidados durante años y años”.
Porque hay otra Valencia, muy real, sin festivales urbanos, sin garitos de moda, clamando bocanadas de vida.