Cuando en 1787 los padres fundadores se reunieron en Filadelfia para redactar una constitución para los nacientes Estados Unidos de América, su principal preocupación era que un solo hombre pudiera acumular demasiado poder. Para evitarlo, diseñaron un sistema lleno de “checks and balances”, división de poderes, y vetos cruzados. En lo que no pensaron fue en la existencia de partidos políticos (¡los partidos ni siquiera se mencionan en la Constitución!): en una época en que las comunicaciones iban a la velocidad de una diligencia, organizar movimientos políticos más allá de una ciudad o un condado era imposible. Y aunque la legislación posterior ha intentado aminorar muchos de los efectos, el hecho de que la Constitución se centre en “candidatos” y no en partidos sigue afectando a lo que es posible dentro del sistema. Pero hoy en día, ese parece el principal peligro a la democracia americana: la toma de las instituciones por parte de un partido político, logrando tal hegemonía que haga imposible la alternancia democrática.
La primera herramienta es actuar sobre las propias elecciones. Estados Unidos tiene una larguísima historia en esto, empezando casi desde el momento en que se celebran las primeras. Por ejemplo, si sabes que los afroamericanos no te van a votar, puedes diseñar leyes que los discriminen. No puedes decir directamente “se prohíbe votar a los negros”, pero partiendo de que los afroamericanos son desproporcionadamente analfabetos, o pobres, o con antecedentes comparados con los blancos, haces una ley que quite el voto a los analfabetos, a los pobres o a quienes tengan antecedentes. Y dices que no es racista porque afecta igualmente a los blancos analfabetos, pobres o con antecedentes.
Esta manipulación es la más escandalosa, por obscena y directa, pero las hay más sutiles, como la manipulación de distritos electorales, una práctica conocida como gerrymandering. Sabiendo que ciertos barrios/pueblos/comunidades suelen votar de forma similar de unas elecciones a las siguientes, se pueden agrupar estas zonas en distritos de tal forma que los votantes de tu partido dominen 55-45 en la mayoría de distritos, mientras los votantes del rival se apelotonan en unos pocos donde ganan 90-10. En el total del estado, tu rival puede haber sacado más votos, pero lo que importa son los escaños. Como además en muchos estados el diseño de distritos lo vota la asamblea legislativa, los diputados votan para asegurar intereses partidistas e intentan asegurarse mayorías, que luego se perpetúan décadas y décadas después de que las mayorías sociales hayan cambiado. Y finalmente, las tácticas más simplonas, pero no por ello menos efectivas: provocar colas enormes en zonas “rivales”, situar los colegios electorales en lugares solo accesibles en coche, el hecho de que se vote en días laborales, o dificultar enormemente el voto por correo.
Todo suma, y gracias a cosas como estas, estados como Alabama, Georgia, Arkansas o Luisiana se tiraron a partir de la guerra civil prácticamente cien años seguidos con gobernadores del partido demócrata, y mayorías parlamentarias a juego. La “alternancia”, explicaban a los críticos, venía garantizada por las limitaciones de mandatos de los gobernadores (de aquella manera: cuando George Wallace terminó su mandato como gobernador de Alabama en 1967, su mujer se presentó a las elecciones -y ganó- bajo el nombre de “Mrs George Wallace”, con su marido “aconsejándole” casi las medidas de gobierno). Y la gran pregunta es: ¿podría lograrse algo así a nivel nacional? ¿Podría un partido (o un individuo) montar un arreglo similar desde el gobierno federal, y perpetuarse en el poder? Porque parte del proyecto político del partido republicano, abrazado con fervor por Donald Trump, parecía y parece ir por ahí: leyes cada vez más maquiavélicas para retener las asambleas en estados republicanos, y la posibilidad de que dichos estados ya no elijan a sus representantes en el colegio electoral mediante el voto popular sino desde las asambleas estatales. Esto es algo que chocaría con la práctica habitual desde hace casi dos siglos, pero una práctica habitual no es un requerimiento legal. La última palabra la tendrían siempre los votantes, claro… razón por la que Trump está cultivando un imperio mediático empeñado en la labor de deshumanizar al oponente para convencer a su base de que “todo vale”. Y por si viniesen unos jueces a parar esta deriva, toda esta toma del legislativo y del ejecutivo viene acompañada por una colonización del tercer poder, el judicial: en vez de nominar a los mejores jueces, se eleva a los afectos. Una práctica que tampoco debería sorprender pues en todas partes (incluyendo obviamente España) ocurre lo mismo, pero cuando son cargos vitalicios y un partido nomina sesentones competentes e independientes, y el otro prefiere a cuarentones partidistas, pero con buena salud, estos van a acabar siendo mayoría. Ahora mismo, en el Tribunal Supremo dominan 6-3 los jueces nombrados por presidentes republicanos… pese a que estos solo ganaron el voto popular en una de las ocho últimas elecciones. Y la clara victoria de Joe Biden por 7 millones de votos se habría convertido en derrota electoral si apenas 21.500 votantes en Arizona, Georgia y Wisconsin se hubiesen pasado a Trump (de hecho, de no ser por la covidia, seguramente hubiese sido así).
Dicho todo esto, hay que añadir: nada de esto es realmente nuevo. Juego sucio similar siempre hubo en la política americana, y a veces se establecieron largas hegemonías partidistas. Tras su derrota en las presidenciales de 1824, Andrew Jackson se montó su propio partido, el antecesor del actual partido demócrata, y ganó en 1828, estableciendo un largo dominio demócrata basado en ampliar el voto a todos los hombres blancos, en aumentar los poderes presidenciales, y en la elección directa de la mayor cantidad de cargos públicos posibles. Tras la guerra civil, fueron los republicanos quienes dominaron la política 40 años, y para asegurarse mayorías en el Senado y el Colegio Electoral no se les cayeron los anillos por crear estados nuevos (bien en territorios recién colonizados que ni siquiera llegaban al mínimo requerido de población, bien dividiendo estados existentes), o excluir a estados sureños de las elecciones, o aumentar el número de jueces del Supremo de siete a nueve. Medidas, por cierto, que hoy contemplan algunos demócratas para romper el dominio republicano en la Corte Suprema y el Senado. Y la larga hegemonía del partido demócrata tras el New Deal estaba basada, al fin y al cabo, en ese “Sólido Sur” cuyas peculiaridades mencionamos más arriba. Claro que estas dos últimas hegemonías siempre han contado con buena prensa en el extranjero, por haber abolido la esclavitud la primera, y por haber intervenido en Europa contra los nazis la segunda. Por eso tendemos a pasar por alto sus fundamentos. Lo de Trump, aunque él nos pueda caer mal, al final, no es nuevo.
La diferencia es más filosófica: Estados Unidos es un país que desde su nacimiento solo ha conocido la expansión imparable, el crecimiento sin fin. Para muchos de sus ciudadanos esta es la normalidad, no conocen –ni conciben- otra cosa. Pero las bases políticas, económicas, ecológicas y sociales que han hecho posible el “siglo americano” ya empiezan a tambalearse: el imperio americano ya ha pasado su cénit, y los imperios en decadencia son pasto fácil para populistas. Anteriores hegemonías vinieron acompañadas de prosperidad creciente, y eso siempre tiende a desactivar a los rivales ideológicos y tranquilizar al electorado. Nada de eso se vislumbra para las próximas décadas, más bien todo lo contrario. La hegemonía que intenta establecer el partido republicano tomado por los trumpistas no está basada en un proyecto de futuro mejor, sino en la defensa acérrima de privilegios y estilos de vida cada vez más insostenibles, pero percibidos por sus votantes como la “normalidad” a la que tienen derecho como americanos. Y el miedo a perder tu normalidad, lo que ya tienes, es uno de los más fuertes que hay en política, y con él el trumpismo podría justificar cosas hoy impensables.
Como para muchas cosas Washington sigue siendo el ombligo del mundo, evoluciones similares ya se han exportado a numerosos países. Políticos como Trump, Orban, Erdogan, Bolsonaro o el PiS polaco (y otros por ahora en la oposición) comparten un cierto proyecto que algunos llaman “fascista”, pero eso es una estupidez y un paralelismo traído por los pelos (lo que no quita que los fascistas de esos países voten en masa a estos políticos, pero esa es otra historia). El proyecto, más modestamente, es uno de “democracia iliberal”: sistemas políticos donde nominalmente hay elecciones libres y se cumplen las leyes, pero al final siempre gobierna el mismo partido. En muchos casos, ni siquiera se modifican las constituciones existentes porque los mecanismos usados son legales. Son sistemas que tienen incluso una cierta patina democrática porque todo se hace en nombre de la mayoría, pero donde dichas mayorías se configuran trampeando con las leyes electorales, o en base al resentimiento frente a minorías o extranjeros, y con las actuales derivas económicas y ecológicas sirviendo para justificar una narrativa donde “ya no hay recursos suficientes para todos, salvémonos nosotros al menos”. Todo con ayuda de unos medios de comunicación nominalmente independientes pero atados al régimen de forma indirecta. Las mayorías electorales luego se usan para colonizar las administraciones del estado con afectos, con la intención de no soltar jamás el poder, o si se pierde ocasionalmente pues imposibilitar que la oposición pueda hacer cambios efectivos y erosionándola desde dentro del aparato del estado.
Lo dicho: hegemonías similares no son nuevas. Tarde o temprano todas caen, generalmente por tres causas. Una es una severa depresión económica… pero las actuales democracias iliberales se basan, precisamente, en un reagrupamiento ante la amenaza de dichas crisis, lo que les da un blindaje adicional: sus seguidores lo son no porque aspiren a mejorar, sino porque temen perder. La segunda es la presión internacional, pero ahora mismo no parece inquietar a nadie (si alguien cree que la capacidad para tumbar gobiernos desde fuera realmente no existe, que por favor recuerde el trato que se le dispensó a Syriza hace seis años: Víctor Orban nunca se ha visto en la misma, vaya usted a saber por qué). Y finalmente la tercera causa: una guerra. Todavía debe haber trumpistas lamentando no haber desatado alguna… y jurándose que la próxima vez no cometerán el mismo error.