Maestro y alumno, creador y crítico, la entrevista al director inglés realizada por el cineasta francés forma parte de la historia del cine y llega ahora como documental
VALENCIA. Cine sobre libros de cine. Hitchcock/Truffaut es un proyecto impulsado por el director del Festival de Cine de Nueva York, Kent Jones, un documental único que da fe de un encuentro entre genios inusual, que forma parte ya de la historia del cine. La entrevista que François Truffaut realizó a Alfred Hitchcock, y que dio pie a uno de los libros más influyentes sobre el séptimo arte, se ha convertido en película y llegará a las salas españolas este 1 de abril. No deja de ser curioso: el espejo en el espejo del espejo. Medio siglo después de la publicación de El cine según Hitchcock, Jones invitó a alguno de los mejores directores de nuestro tiempo como Martin Scorsese (habitual de sus documentales), David Fincher, Richard Linklater, Wes Anderson, James Gray u Olivier Assayas para compartir sus pensamientos sobre Hitchcock y sobre el libro.
El punto de partida de esas reflexiones fue originalmente un diálogo de 50 horas, distribuidas a lo largo de más de una semana, que Truffaut y Hitchcock mantuvieron a mediados de agosto de 1962. Truffaut, a partir de un cuestionario de 500 preguntas, fue reformulando la visión sobre el director de Piscosis y descubrió la constantes ocultas del cine de Hitchcock, descubriendo de paso los mecanismos internos del arte cinematográfico en general, y del género del suspense en particular. En jornadas de nueve de la mañana a seis de la tarde, “este maratón verbal en torno a la mesa continuaba incluso durante las comidas, que tomábamos sin movernos de la habitación”, relataba Truffaut. Y a cada película que explicaban, a cada largometraje que evocaban, cada uno iba revelando tanto sus pensamientos sobre el arte cinematográfico como de la vida en sí.
La complicidad que se tejió entre ambos no se puede entender sin recordar de antemano dos circunstancias: Truffaut era ya un cineasta de referencia, que había impactado con su primera película, el clásico de la nouvelle vague Los cuatrocientos golpes (1959), y acababa de estrenar Jules et Jim (1962). Era pues un par, un igual para el británico. Y, en segundo lugar, ambos cineastas ya se conocían. Y de qué manera. Como crítico y periodista de cine, Truffaut fue a visitar a Hitchcock durante el invierno de 1955. Quería entrevistarle para Cahiers du Cinéma. Hitchcock se encontraba en Joinville, en el Studio Saint-Maurice, para la post-sincronización de Atrapa a un Ladrón (1955) y la situación se devenía como inmejorable para organizar una cita.
El contexto de esa primera entrevista resultó inolvidable para todos. Truffaut fue acompañado de Claude Chabrol. Tras presentarse ambos, Hitchcock les rogó que le esperasen en el bar del estudio, al otro extremo del patio. Chabrol y Truffaut estaban tan emocionados que salieron ensimismados. Por eso no se dieron cuenta y al salir pisaron un gran estanque helado cuya superficie tenía el mismo color que el asfalto del patio. El hielo crujió y ambos se encontraron metidos hasta el pecho en el agua, como dos tontos, y con el magnetófono inutilizado. Empapados, se presentaron de nuevo ante Hitchcock algunos minutos más tarde. Éste les miró y, sin hacer ningún comentario, puro british, le propuso una nueva cita en el hotel Plaza Athénée para aquella misma noche. Al año siguiente, cuando volvió a París, Hitchcock reconoció a ambos entre un grupo de personas y bromeó sobre el incidente. Tiempo después, Truffaut supo que el cineasta había embellecido la historia, enriqueciéndola con un final a su estilo. Según la versión hitchcockiana, cuando se presentaron ante él Chabrol iba vestido de cura y Truffaut de policía.
Así pues, la cita de 1962 no fue ni mucho menos la primera. Y la confianza entre ambos partía de buenos pilares. A Hitchcock le gustaba Truffaut. Truffaut admiraba a Hitchcock. Por si fuera poco, una larga misiva del francés que emocionó al director de Los pájaros, terminó por convencerle. Sólo quedaba una barrera (la del idioma) que el francés resolvió acudiendo a una amiga bilingüe, Helen Scott, de la French Film Office en Nueva York, que se convirtió en la celestina imprescindible. “Norteamericana educada en Francia, con un dominio perfecto del vocabulario cinematográfico en ambos idiomas y dotada de una verdadera solidez de juicio, sus raras cualidades humanas hacían de ella la cómplice ideal”, explicaba Truffaut. Coincidiendo con el cumpleaños de Hitchcock, Truffaut llegó a Hollywood un 13 de agosto y se instaló en el Beverly Hills Hotel. Cada mañana Hitchcock le llevaba a su despacho en los estudios Universal. La entrevista contó con micrófonos de corbata y hasta un ingeniero de sonido al otro lado del despacho.
“Al principio, Alfred Hitchcock, en óptimas condiciones, y como siempre le ocurre en las entrevistas, se mostró anecdótico y divertido, pero a partir del tercer día se reveló más grave, sincero y profundamente autocrítico, describiendo minuciosamente su carrera, sus rachas de suerte y de desgracia, sus dificultades, sus búsquedas, sus dudas, sus esperanzas y sus esfuerzos. Poco a poco fui comprobando el contraste existente entre el hombre público, seguro de sí mismo, deliberadamente cínico, y la que me parecía ser su verdadera naturaleza: la de un hombre vulnerable, sensible y emotivo, que siente profunda y físicamente las sensaciones que desea comunicar a su público”, relata Truffaut.
Desde su publicación hace medio siglo, el texto de Truffaut se ha mantenido siempre como el modelo a seguir. Fue a raíz de su aparición que numerosos críticos y cineastas intentaron imitar al francés, sin lograr sus mismos resultados por diferentes motivos. Peter Bogdanovich y sus entrevistas a directores estadounidenses, reunidas en diferentes volúmenes y recientemente recuperadas en la colección El director es la estrella, son un buen ejemplo de esa emulación. Más hondura incluso tuvo Michael Ciment cuando escribió Elia Kazan por Elia Kazan, pero no había tanta complicidad y simpatía como en las páginas del libro entre Hitchcock y su Horacio francés. A principios de milenio Cameron Crowe publicó un entretenido libro de entrevistas con Billy Wilder, que si bien podía presumir de ser hondo y rezumar connivencia, carecía del orden y rigor del libro de Truffaut. Son muy pocos los volúmenes de entrevistas a cineastas que logren lo que consiguieron aquel agosto de 1962 el director de Vértigo y el entonces joven cineasta francés. Quizás Hawks según Hawks de Joseph McBride sea uno de esos pocos, y se publicó 26 años después.
La clave está en el contenido, que transciende los límites de la cinefilia y mitomanía para convertirse en primer lugar en un manual de cine imprescindible. Como decía el cineasta español Rodrigo Cortés, El cine según Hitchcock “es un libro de cabecera para cualquier cinéfilo o amante del cine de pro. Si me pidieran recomendar un único libro para cualquier estudiante de cine sería éste”. A ello contribuye el que durante la entrevista Hitchcock se revele como un artista completo, analítico, profundo, consciente de sí mismo y de su arte. El mago desvela todos sus trucos; y son muchos. Además, si por un lado se ensalza a sí mismo como creador, por el otro se le percibe también dubitativo sobre su trabajo. No hay vanagloria y sí mucha honestidad, algo que se agradece.
Pero, además del aspecto técnico-artístico, hay otro humano que impregna todo el texto y que descubre hasta qué punto las obras son hijas de sus creadores. Hitchcock oculta voluntariamente aspectos turbios de su personalidad y confiesa otros, cuidando, y cómo, su imagen pública. Por ejemplo, cuando relata que su padre le obligó cuando tenía cinco años a que le encerraran en una celda diez minutos, para que descubriera qué es “lo que se hace con los niños malos”. “Siempre he pensado, y quizás sea la expresión de mi propio miedo, en las personas normales a las que de pronto se priva de libertad para encarcelarlas con delincuentes profesionales”, dice Hitchcock más adelante en la entrevista, confirmando hasta que punto fue un trauma. Confiado y cauto a un tiempo, desprovisto de muchas de las prevenciones naturales que invoca la prudencia pero seguro del terreno que pisa, Hitchcock muestra su peculiar visión de la vida, aportando una perspectiva singular y enriquecedora. Como concluía en su prólogo Truffaut, conocer a Hitchcock tiene también un fin utilitarista. “Estos artistas de la ansiedad no pueden, evidentemente, ayudarnos a vivir, pues su vida es ya de por sí difícil, pero su misión consiste en obligarnos a compartir sus obsesiones. Con ello, incluso y eventualmente sin pretenderlo, nos ayudan a conocernos mejor, lo que constituye un objetivo fundamental de toda obra de arte”.
Para celebrar y entender el libro, Kent Jones puso en marcha este documental, Hitchcock/Truffaut, que llegará la semana que viene a los cines españoles con la vitola de haber sido premiado en Denver, además de haber sido exhibido con honores en festivales como el de Cannes y Toronto, o españoles como San Sebastián, la Seminci de Valladolid o Sitges. A simple vista podría pasar como un documental cinéfilo para cinéfilos, pero adquiere una dimensión mayor cuando se percibe lo que es: un encuentro entre dos genios irrepetible, un momento único que transciende sus pespuntes, y al que contribuyó la sincronía entre dos personas dispares (uno acomplejado, otro seductor; uno veterano, otro inexperto; uno escéptico, otro crédulo) que encontraron nexos de unión. Entre ellos, una fe: el cine como arte. Y en este campo, Truffaut le reconocía a Hitchcock su carácter de evangelista. De ahí el religioso título del libro, en el que el orondo británico es el evangelista y el cine la buena nueva. Una idea tan provocativa como romántica, que sigue siendo rompedora medio siglo después.