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PASABA POR AQUÍ / OPINIÓN

Infundadas opiniones

14/08/2016 - 

Decía el filósofo Gustavo Bueno que uno de los principales problemas de España (en realidad, del conjunto de la Humanidad) era que cada uno de sus 40 millones (entonces) de habitantes tenía una opinión no sustentada en argumento racional alguno. Yo añadiría que, en numerosas ocasiones, dichas opiniones son incluso totalmente contradictorias con los datos reales, constatables de manera objetiva. Y, claro, así nos va en este país, dicho sea en términos generales. 

No es que yo crea que existe una verdad objetiva “ahí fuera” y que cualquier interpretación que se haga de ésta haya de ser por fuerza subjetiva. De hecho, incluso en el campo la Ciencia, por muy popperiano que uno sea (y debe serlo), sabemos que los avances históricos se producen generalmente del modo en el que T. S. Khun predijo; a saber, bajo la atenta mirada de un paradigma teórico, generalmente asumido por toda la comunidad científica, y que, sin embargo, llegado cierto momento, comienza a ponerse en cuestión tras una serie descubrimientos que no encajan en el modelo interpretativo vigente. Esto es lo que ocurrió con la teoría de Newton, uno de los más grandes, hasta que llegó la relatividad de Einstein, y lo que puede ocurrir con ésta ahora si el acelerador de partículas de Ginebra descubre alguna “anomalía” no prevista por el genio alemán.

En cierto modo, esto es también lo que pasó al paradigma económico neoclásico cuando Keynes puso en cuestión la ley de Say, su fundamento esencial, demostrando que, en la realidad, la oferta no siempre crea su propia demanda (como bien quedó patente en la depresión del 29), entre otras cosas porque la supuesta flexibilidad total de precios y salarios, sencillamente, no existe. 

En todos estos casos, y en muchos otros, no se trata de que las teorías anteriores sean falsas, sino más bien que son más limitadas, y explican menos cosas que las que les suceden, razón por la cual éstas pueden definirse como “mejores”, desde un punto de vista cualitativo.   

Es pues más que probable que algunos de los grandes avances científicos que están por venir, surjan del brazo de nuevos paradigmas teóricos superadores de los viejos, capaces de explicar fenómenos y descubrimientos que hasta entonces eran imposible de ver o de interpretar. O sea, que el punto de vista desde donde se observan las cosas, cuenta, incluso en la Ciencia, y que la realidad siempre es interpretable, aunque solo sea en cierto modo. Lo que, desde luego, no puede llevarnos en ningún caso, a proclamar el relativismo vulgar y acrítico como norma de conducta de las actividades humanas. Y mucho menos a considerar que todo se reduce a simples opiniones o creencias sin fundamento alguno. 

Cuando en una reciente entrevista a D. Trump en la FOX, éste afirmaba que había aumentado mucho el índice de criminalidad en EEUU durante la era Obama, y la periodista le mostró un gráfico estadístico en el que quedaba patente todo lo contrario, el candidato republicano le indicó sin rubor alguno que esa sería “su” opinión, y que ésta era al menos tan legítima como la suya. Más estupidez, no cabe.

El problema, sin embargo, es que en España, ejemplos como éste se cuentan por decenas. Aquí todo el mundo opina de todo sin sustentar sus afirmaciones en datos contrastables o en argumentos con un mínimo de solvencia racional. Por ejemplo, se habla hasta la saciedad de la excelente gestión económica del tándem Aznar-Rato, sin mencionar que su éxito (fundamentalmente, la entrada en el euro) se debió a una decisión tan enjundiosa y elaborada como la privatización de todas las grandes empresas públicas, obteniendo por ello 22.000 millones de euros de ingresos extraordinarios, que fueron aplicados a la amortización de la deuda y a la reducción del déficit. Y que la otra gran decisión económica de enorme nivel consistió en publicar en el BOE (13 de abril de 1998) una ley mediante el cual se declaraba urbanizable todo el suelo patrio, dando origen a la burbuja inmobiliaria que estalló diez años más tarde, y de la cual aún sufrimos las consecuencias. En suma, una política económica que podría haber instrumentado cualquier español de a pie que por allí pasara sin necesidad de haber impartido clases de estrategia internacional en George Town. La pregunta es ¿se revisará alguna vez este mantra mediático, sin fundamento alguno, que proclama a los cuatro vientos la excelencia de la gestión económica de Aznar? Pues ya se lo digo yo: jamás, porque ahora saldrán en masa todos aquellos que afirman que esto no es más que “mi” opinión, y que ésta es tan válida como la suya.

Y luego está el asunto del empleo y el mercado de trabajo. Es muy fácil de entender que el nivel de empleo de un país es equivalente a la cantidad de empresas de que se disponga, multiplicadas por su tamaño medio. Luego también resulta obvio que si queremos más empleo necesitamos más empresas y de mayor tamaño. Y también que si queremos mayores salarios y mejor calidad del trabajo, esto solo es posible, estructuralmente hablando, si las empresas generan suficientemente valor añadido (productividad) para asumirlo. 

Naturalmente, nadie puede cuestionar que el funcionamiento del mercado de trabajo es un factor relevante para ello, porque un mal diseño puede lastrar el ritmo de aparición de nuevas empresa, o impedir, en cierto modo, el aumento de su tamaño, pero no es, ni mucho menos, lo más importante. Lo verdaderamente importante, fuera de toda duda razonable, es producir bienes y servicios de alto valor, apreciados en los mercados y sustentados en trabajadores cualificados para los que el salario no es sino la natural transposición de su contribución a la elevada productividad de las empresas. Nos pongamos como nos pongamos, sin altas productividades, no hay altos salarios ni buena calidad del empleo, sea cual sea el funcionamiento del mercado de trabajo. 

Entonces ¿por qué en este país, cuando se habla del empleo y de su calidad, sólo se discute del mercado de trabajo, una y otra vez, y no, por ejemplo, de las trabas burocráticas a la creación de empresas, o del apoyo decidido a éstas para la conformación de estrategias competitivas basadas en la innovación y el conocimiento? Lo desconozco, pero es ya una “opinión” tan extendida que resulta muy difícil derrotar con argumentos.

Por no hablar de esa afirmación, tan férreamente arraigada entre los expertos, al tiempo que totalmente falsa, de que la tecnología y la innovación no avanza en Europa tan rápido como en EEUU a causa del excesivo peso que el intervencionismo del Estado tiene en aquella, al contrario que en EEUU en donde son las empresas, compitiendo libremente en el mercado, quienes ejercen el liderazgo tecnológico. Alguien debiera recordarles que internet, sin ir más lejos, es un invento del departamento de defensa USA, y, por tanto, gasto público puro y duro. Pero también que una gran parte de la innovación producida en este país a lo largo de las cinco últimas décadas, sería inexplicable sin instituciones públicas, como la NASA, o sin las multimillonarias compras públicas realizadas a la poderosa industria militar yankee, la mayoría de las cuales computan como gasto en I+D empresarial. Créanme, es todo mentira. Pero como se trata de una opinión tan extendida…    

Conclusión: si en este país empezáramos algún día a opinar con seriedad y fundamento, atendiendo a los datos y a los argumentos sustentados racionalmente, dejaríamos de parecernos a una junta de vecinos vociferantes, para entrar de lleno en la modernidad y cultivar el respeto a nosotros mismos como ciudadanos responsables. Aunque, claro, esto no es más que mi propia opinión… tan válida como otra cualquiera.   

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