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Isla de Skye, la Escocia más profunda

Las hadas envuelven la historia de esta isla gracias al castillo de Dunvegan y son las artífices de paisajes que parecen sacados de un cuento

| 28/05/2021 | 8 min, 25 seg

VALÈNCIA. Después de pasear por las calles de Edimburgo y recorrer parte de las Highlands pongo rumbo a la isla de Skye, uno de los lugares más mágicos de Escocia. Lo hago en coche, cruzando ese vertiginoso puente que conecta con la isla —antes solo se podía llegar en ferry— y teniendo la esperanza de que aquí el tiempo mejore. Aunque pronto me doy cuenta de que la lluvia seguirá acompañándome. 

Las primeras horas en la isla las paso en el coche, haciendo paradas exprés para estirar las piernas y dejándome llevar por mi instinto y el volumen de personas que hay en algún punto. Así descubro un rincón de postal: Sligachan Bridge. Un puente de piedra con las montañas de los Cuillin recortadas al fondo y el río descendiendo y sorteando las piedras. Dicen que estas aguas están encantadas y que, si pones la cara en el agua durante unos segundos, obtendrás la belleza eterna. Yo solo creo en las hadas así que dejo esas historias para otros… De hecho, mientras hago las fotos estoy muy atenta por si las veo porque en la isla de Skye estos seres diminutos están escondidos en las sombras de los bosques, nadando en riachuelos y saltando en cascadas. 

Si he de elegir un lugar donde encontrar hadas, sería en el Fairy Glen (valle de las hadas), un rincón recóndito al que me recomiendan ir cuando llego a Uig. Es tan poco conocido que me cuesta encontrarlo y en más de una ocasión pienso que me he perdido. Apenas un par de granjas en un camino estrecho en el que, por fin, veo a esas vacas peludas de las tierras altas que parecen tan simpáticas. Y sí, las fotografío como si fueran modelos. Un poco más adelante, al ver un montículo, dejo el coche aparcado y sigo a pie. Como las cabras, me subo a la primera colina que veo y me quedo con la boca abierta porque ante mí se despliega el Fairy Glen, una colección sobrenatural de montañas cónicas diminutas que emergen de la tierra como si hubiesen sido creadas por las hadas que viven aquí. 

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De entre todos los montículos sobresale el Castle Ewen, la roca que domina este paisaje verde. Y sí, también me enfilo hacia arriba —al final hay que escalar un poco—. El pequeño esfuerzo merece la pena porque puedo sentir la magia de este lugar, con un pequeño lago a un lado de la ladera, las cascadas entre montañas en la distancia, y las espirales de piedras. Me dijeron que hay que recorrer las piedras hasta llegar al centro y, una vez allí, pedir un deseo. Esta vez lo hago, a ver si las hadas me escuchan… 

El paseo más famoso de la isla 

Empapada pero feliz llego al coche y de ahí al alojamiento. Estoy tan cansada que después de cenar me quedo dormida. Y bueno, porque quiero ver el amanecer en Quiraing. Son las cinco de la mañana y está diluviando pero aun así me animo y me visto —con todas las capas impermeables que tengo—. Es Escocia y a veces el tiempo cambia de un momento a otro. Al llegar hace tanto viento que apenas puedo caminar pero el paisaje es de los más bonitos que he visto en mi vida. Está todo gris pero en cuestión de segundos el sol asoma entre las nubes, iluminando la fina lluvia que cae y ese camino que se divisa en el horizonte. Intento andar por el sendero pero el viento me impide avanzar y decido regresar. 

De uno de los sitios más bonitos me voy a una de las vistas más famosas de la isla de Skye: los acantilados Kilt Rock y la cascada Mealt —con una caída de unos 60 metros—. Es un lugar bastante turístico porque hay mucha gente y hasta un joven tocando la gaita. Ese bullicio desencanta la magia del lugar. Y eso que realmente es un sitio impresionante porque son acantilados, formados por columnas verticales de basalto por la antigua actividad volcánica de la zona. Su nombre, kilt, se debe a su forma y sus colores recuerdan mucho al tartán escocés. 

De aquí me voy directa a Old Man of Storr, uno de los motivos por los que vine a la isla de Skye. Para ello, dejo el coche al lado de la carretera y comienzo la ruta (unos cinco kilómetros). Me sorprende que no haya más gente y, la poca que hay, la dejo atrás al tiempo que voy subiendo. Mi norte es el pináculo de piedra del Old Man of Storr, cuyo origen se remonta a los días en los que los duendes habitaban la isla. Según cuentan, el lugareño O’Sheen salvó la vida a una duende sin pedirle nada a cambio. Cuando la mujer de O’Sheen murió, el duende se disgustó tanto que cinceló dos rocas en honor a su amigo y su mujer. De ahí que el pináculo tenga cara de hombre y se llame Old Man of Storr (Anciano de Storr). 

Con esa historia llego hasta él y sigo por el sendero, hasta una especie de mirador que hay a unos 504 metros de altitud. Las vistas son espectaculares: Una explanada verde, las líneas de los caminos perdiéndose en el horizonte y el reflejo de las nubes en los lagos. Al fondo, la isla de Raasay. Me refugio entre unas rocas y me quedo ahí para ver el atardecer. Las nubes tapan el sol pero ese momento es único, admirando la inmensidad del paisaje y notando la presencia de las hadas porque… ¿cómo si no se pueden crear paisajes tan hermosos? Regreso hacia el coche, con la luna iluminando mis pasos y la lluvia complicando el descenso —sí, algún que otro resbalón tengo— pero llego sana y salva. Y embarrada. 

El día siguiente comienza como los anteriores: lloviendo. Pero hay tantas cosas que ver que es imposible quedarse en casa mirando la lluvia. Así que con cierta valentía me voy hacia las Fairy Pools. Para entrar hay que pagar una entrada de cinco libras y justo cuando compro el ticket… ¡comienza a diluviar! Pero me da igual y sigo con la idea de visitar el lugar. El puente de acceso se ha roto —seguro que ya está reparado— y han puesto unas piedras que hay que saltar. Del agua que hay, algunas rocas ni se ven y es algo complicado avanzar, y más cuando apenas veo de toda la ropa que llevo. Y en esas estoy cuando me quedo de piedra al ver a unos asiáticos en chanclas y otros descalzos. Me dan ganas de gritarles que están locos; pero quizá pensarían lo mismo de mí. La lluvia me da algo de tregua pero no mucha. Si el tiempo hubiese acompañado hubiese seguido la ruta pero con la lluvia se hace algo pesado.  

De las Fairy Pools, que espero ver algún día con mejor tiempo, me dirijo al castillo de Dunvegan. La entrada son doce libras pero merece la pena porque es una fortaleza de estilo normando con unos jardines impresionantes y muy bien cuidados. Es propiedad del clan MacLeod y es famosa por la fairy flag, una bandera que salvó la vida del clan en dos ocasiones. Lo hizo porque uno de los jefes de los McLeod tuvo un hijo con una princesa de las hadas. Claro, al ser mágica no podía permanecer en la tierra de los mortales así que antes de marcharse al país de las hadas envolvió al niño en un chal con poderes mágicos. Este chal sería luego la famosa Fairy Flag. 

El final del día y del viaje se acerca, así que pongo rumbo hacia el faro de Neist Point y, sin saberlo, entro en una especie de gincana con varias pruebas. La primera, conducir por una estrecha carretera de un solo carril esquivando ovejas y haciendo virguerías para pasar sin rozar el coche. La segunda, caminar sin caerme por un largo sendero que atraviesa los peñascos en dirección al mar hasta que llegas al faro y, claro, luego regresar con el viento en contra sin sacar el hígado por la boca. Y la última, hacer una foto sin que la cámara se mueva porque hace muchísimo viento y cada dos por tres me tengo que anclar al suelo. El esfuerzo y el trayecto hasta aquí merecen la pena porque el paisaje es abrumador: un acantilado frente al mar en cuyo extremo se eleva el faro y, en medio, un paisaje de rocas escarpadas y praderas verdes. El día impide ver la silueta de las islas Hébridas Exteriores en el horizonte, así que me da la sensación de que Neist Point me está señalando el fin del mundo. 

No sé si las fotos habrán salido movidas pero me encanta haber terminado aquí mi visita a la isla de Skye, con la inmensidad del mar ante mí y ese faro que me ilumina cada ciertos segundos.  También lo hace a las pequeñas hadas que disfrutan cada día de estos parajes casi mágicos. Por cierto, recordad mi deseo, que completé el círculo en el Fairy Glen. 

* Este artículo se publicó originalmente en el número 79 (mayo 2021) de la revista Plaza

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