Cuando, en julio de 2014, el presidente húngaro Viktor Orbán se dirigió a los alumnos del curso de verano de Băile Tuşnad (Rumanía), explicando el concepto de lo que él denominó entonces "Estado iliberal", quizá no imaginaba la transcendencia que iban a tener sus palabras. Orbán no es un teórico de la política; tampoco es un ideólogo. Es un hombre de acción. Lo que trataba de poner en evidencia, sin embargo, y sin ser consciente de ello, es un viejo paradigma que atormenta a la democracia y a los pensadores liberales, sobre cuyas concepciones ésta se fundamenta. Se resume en una pregunta: ¿cuál es verdaderamente la fuente de la legitimación del gobierno democrático, la representación o la eficacia en la gestión? En términos simples, ¿qué es más importante, el procedimiento, el mecanismo a través del cual se gobierna –el respeto pleno de los derechos fundamentales, el respeto de la división de poderes (estado de derecho)–, o la satisfacción plena de las necesidades y las aspiraciones –no sólo materiales, sino también espirituales, religiosas y éticas, o culturales-identitarias– de los ciudadanos?
Él lo tenía muy claro: lo segundo. Eso no quiere decir que Orbán se declarase un dictador, que pensase que la democracia es caduca o disfuncional. No, para él la solución al problema consistía en adaptar los mecanismos y los valores de la democracia liberal a las necesidades de la comunidad, haciendo de la gobernación un mecanismo determinado por la satisfacción de esas necesidades, y no por las reglas o los procedimientos de garantía. En sus propias palabras: "La nación [...] no es una simple suma de individuos, sino una comunidad que necesita ser organizada, fortalecida y desarrollada, y en este sentido, el nuevo estado que estamos construyendo es un estado iliberal, un estado no-liberal. No niega los valores fundacionales del liberalismo, como la libertad, etc. Pero no hace de esta ideología un elemento central de la organización estatal, sino que aplica un enfoque específico, nacional, particular en su lugar".
Orbán estaba así estableciendo las bases teóricas para la justificación de los regímenes autoritarios, "iliberales", de izquierda y de derecha, los ya existentes entonces y en los que confiesa inspirarse –Singapur, China, India, Turquía, Rusia–, o los que vendrían después. Y ahora, Israel parece querer unirse a esa lista de estados iliberales.
Tras una etapa tormentosa de inestabilidad gubernamental y elecciones repetidas (6 en los últimos 10 años), Benjamin Netanyahu volvió de nuevo al gobierno de Israel (por sexta vez), ganando una vez más las elecciones parlamentarias del 1 de noviembre de 2022. Para ello, sin embargo, su partido, el Likud, con sólo 23,41% de los votos y 32 escaños (26,66%), hubo de formar una coalición de gobierno con otros cinco partidos, autodefinidos como religiosos, y algunos ellos con planteamientos ultra radicales, de carácter homófobo y xenófobo, anti-árabe (en el caso del partido Sionista Religioso, de Bezalel Smotrich), o simpatizante del ilegalizado grupo terrorista judío Kahane (en el caso de Poder Judío, de Itamar Ben Gvir), o anti secularismo y reformismo judío, y anti LGTBI (en el caso de Noam, de Avi Maoz). A los que se añadieron también los grupos mayoritarios religiosos, ortodoxos sefardíes (Shas, de Aryeh Deri) y ortodoxos esquenazis (Judaísmo Unido de la Torá, de Yitzhak Goldknopf). Una coalición que, si bien amalgama la derecha tradicional, laica (Likud), con lo más radical de las tendencias político-religiosas, y logra obtener una mayoría cómoda en el parlamento –la Knesset–, con 64 escaños (53,33%), 8 más que la oposición, apenas representa a la mitad del electorado israelí (48,37%). Pero, para Netanyahu, esto es más que suficiente, y le da fuerza para imponer ya la reforma iliberal con la que lleva soñando desde hace algún tiempo, que le permita gobernar sin los engorrosos límites de la democracia tradicional, liberal.
Es así como, en enero de este año, poco después de jurar su cargo, el Gobierno Netanyahu, presentó un ambicioso plan de reformas, con un pomposo y bíblico título, tomado de una frase de Isaías, 1:27 ("Sión será redimida con justicia – Devolviendo justicia al sistema judicial"), que indicaba ya en su título el objetivo primordial del plan: reformar el sistema judicial, para reducir su capacidad de controlar la acción del Gobierno y de anular la legislación de la Knesset considerada inconstitucional. En realidad, el plan es un paquete de reformas complejo que afecta a diferentes leyes fundamentales. En este sentido, es necesario recordar aquí que Israel carece de una constitución escrita, como texto articulado único, y que los padres fundadores del Estado, en 1948, dadas las dificultades políticas del momento, prefirieron optar por lo que se ha denominado una incremental constitution, formada por la aprobación progresiva de una serie de Leyes Básicas (hoy están vigentes 13), que, en su conjunto, forman la constitución de Israel. El problema que se plantea es que, siguiendo el modelo británico, estas leyes son aprobadas por el parlamento por el mismo procedimiento que las leyes ordinarias –si bien alguna de ellas requiere una mayoría cualificada para su reforma o derogación–, con lo que no queda muy claro su carácter o rango superior al de las demás leyes, o, lo que es más importante a estos efectos, cuál es el poder que puedan tener los tribunales de justicia para protegerlas frente a su vulneración por otras leyes ordinarias del parlamento.
El Tribunal Supremo de Israel, sin embargo, ha venido estableciendo de manera progresiva una doctrina por la que se determina que esas Leyes Básicas, por el mero hecho de haber sido elaboradas con ese título de "ley básica", ocupan una posición superior en el ordenamiento jurídico y no pueden, por tanto, ser violadas por las leyes ordinarias. Esto mismo le ha atribuido al alto Tribunal el papel de controlador de la constitucionalidad de las leyes ordinarias y, por lo tanto, la posibilidad de anular aquellas leyes del parlamento que considere vulneradoras de las Leyes Básicas. Este papel, además, ha traído consigo, de manera consiguiente, la atribución también al Tribunal Supremo del papel de supremo defensor de los derechos fundamentales, además del papel de controlador ordinario de la legalidad de la actuación del Gobierno. De esta manera, a pesar de la inexistencia de una constitución, en el sentido tradicional del término, e, incluso de la inexistencia de una carta exhaustiva de derechos fundamentales (la Ley Básica sobre la Dignidad Humana y la Libertad, de 1992, cumple en parte ese papel), la jurisprudencia constructiva del Tribunal Supremo ha configurado la estructura propia de un estado de derecho. Lo que el entonces presidente del alto Tribunal, Aharon Barak, denominó en 1992 "revolución constitucional". Un estado de derecho que no sólo mantiene la tradicional división de poderes, sino que pone al alto Tribunal como mecanismo de garantía de ese sistema, como protector de los derechos fundamentales y de los valores que inspiran la constitución; valores que se derivan de la Declaración de Independencia del Estado y del conjunto de las mencionadas Leyes Básicas, especialmente la Ley Básica sobre la Dignidad Humana y la Libertad.
Es verdad, sin embargo, que este estado de derecho tiene un flanco débil, una puerta abierta a su propia negación. Y es que buena parte de sus previsiones no son aplicables a los territorios palestinos ocupados. Esto hace que los derechos fundamentales de los ciudadanos palestinos no se vean protegidos de la misma manera que los derechos fundamentales de los ciudadanos israelíes y que, por lo tanto, el Tribunal Supremo de Israel no haya logrado tampoco realizar su plena función protectora de la misma manera en ese terreno.
El programa de reformas del Gobierno Netanyahu, pues, atenta contra los fundamentos mismos del estado de derecho, tal y como ha sido construido, de manera progresiva, hasta el presente por el Tribunal Supremo. Así, del amplio paquete de reformas previstas, hasta ahora han sido presentadas a la Knesset y han iniciado ya los trámites parlamentarios consiguientes, cinco proyectos de reforma: 1) la reforma dirigida a limitar drásticamente el poder del Tribunal Supremo de declarar inconstitucionales las leyes del parlamento, estableciendo un complejo procedimiento para ello, que prácticamente anula esta posibilidad; 2) la reforma del Comité de Selección de Jueces (el equivalente a nuestro Consejo General del Poder Judicial), tendente a limitar el poder de los propios jueces de participar en ese proceso de nombramiento, aumentando, en cambio, el poder del Gobierno y del parlamento y, por lo tanto, de la mayoría gubernamental; 3) eliminar el poder de los jueces de revisar la adecuación de las personas para ocupar el cargo de ministro, impidiendo así la descualificación de aquellos que tengan condenas penales, o que estén sometidos a un proceso judicial penal (hay que recordar aquí que esto afecta hoy a más de un miembro del actual Gobierno, incluido el propio primer ministro, Netanyahu); 4) eliminar el poder de los jueces de declarar la incapacidad del primer ministro para ocupar el cargo, haciendo que esta incapacitación pueda hacerse sólo por motivos físicos o psicológicos –no políticos o jurídicos–, y que la autoridad para declarar esa incapacidad la tenga sólo el parlamento; y 5) la legalización de la pena de muerte para los condenados por delitos de terrorismo.
A ello ha de añadirse, además, otras reformas que están a punto de iniciar su trámite parlamentario, como 6) la reforma que pretende suprimir el denominado "principio de razonabilidad", un principio de construcción jurisprudencial que permite a los jueces anular decisiones administrativas de apariencia legal, pero que resultan "irrazonables" en su realización práctica; y, en fin 7) la reforma del papel del Fiscal General del Estado y de los asesores legales del Gobierno. Es este último un aspecto que tiene difícil traslación al sistema constitucional español, pero que es de gran importancia en el sistema jurídico israelí. En Israel, el Fiscal General (Attorney General, en su denominación inglesa), tiene un papel muy diferente al de España y une, en realidad, dos funciones, la de ser el asesor jurídico general del Gobierno (similar al Abogado General del Estado), pero siendo sus informes vinculantes y pudiendo, incluso, llevar al Gobierno a los tribunales de justicia, en el caso de no ser atendido en sus recomendaciones; y la función de ser perseguidor general del crimen, función ésta que sí comparte con el Fiscal General de España. Y similar cosa ocurre con los asesores legales del Gobierno (government legal advisors, en inglés), cuyo papel, si bien sería similar al de los abogados del Estado en España, en realidad su función es un poco diferente, por cuanto sus informes son también vinculantes para el ministerio en que trabajen, pudiendo igualmente denunciar ante los tribunales los incumplimientos de sus recomendaciones. Pues bien, la reforma de Netanyahu pretende también deshacerse de este –para él– engorroso obstáculo del control de legalidad, que pone límites a la acción gubernamental.
La reforma constitucional de Netanyahu, pues, es una reforma de extraordinario calado que viene a desmontar totalmente la estructura del estado de derecho en Israel. Una estructura construida, de manera progresiva, por el Tribunal Supremo, pero con sólidos fundamentos jurídicos y muy bien argumentada sobre los principios y valores que se derivan de las propias Leyes Básicas y también de las tradiciones jurídicas –principalmente la británica– que inspiran la formación del ordenamiento jurídico-político de Israel. Si esta construcción fue denominada en su momento una "revolución constitucional" por el juez Barak, la reforma de Netanyahu es una verdadera contrarrevolución constitucional. Una contrarrevolución radical y sectaria que debilita los fundamentos de la legitimidad democrática del Estado de Israel y, como consecuencia, su propia estabilidad y la estabilidad misma de esa atormentada zona del mundo.
Antonio Bar Cendón es Catedrático de Derecho Constitucional y Catedrático Jean Monnet "ad personam" en la Universidad de Valencia. Es en este momento codirector de un proyecto del plan nacional de investigación sobre la crisis del estado de derecho en la UE (PID2021-126765NB-I00)