Lejos ya de la épica de antaño, el Iglesias del 20’66% de los votos ha hablado de reformas, de plurinacionalidad, de Segunda Transición, y con un término clave: un “Compromiso Histórico”
La relatividad del tiempo y el espacio que teorizara Einstein encuentra reflejo en la Historia: hay años en los que resumen décadas. En solo un año, lo que había de ser la terrible máquina de guerra relámpago de Podemos se convirtió en ejército regular de infantería con demostraciones de fuerza de estilo -y eco- bonapartista en la Puerta del Sol; y de ahí -forzado por las circunstancias- en una suerte de Alianza Rebelde de Sistemas heterogénea capaz de darle la vuelta a los sondeos y volverse a encumbrar, en apenas mes y medio y con la flota imperial demoscópica en contra, en el Olimpo del 20% de los grandes partidos.
Pero aunque el eco de la guerra relámpago quisiera parecerse a aquel Plan Schlieffen ejecutado por los alemanes en 1940 de manera magistral derrotando al ejército francés en tres semanas, el resultado final se asemeja más al plan fallido del Estado Mayor alemán en verano y otoño de 1914, hace poco más de cien años. Entonces, una serie de imperceptibles errores de ejecución, distribución sobre el campo y cálculo de efectivos convirtió una guerra de movimientos de resultados espectaculares en Valonia en un frente embarrado desde el Marne hasta el Atlántico, y de ahí a una larga guerra de trincheras. Lo narró Barbara Tuchmann en Los Cañones de Agosto, el magistral libro que Kennedy usara para instruir a su gabinete sobre los peligros de dejarse llevar por la inercia en la Crisis de los Misiles de Cuba.
El Marne español ha sido el sistema electoral que tan bien diseñara Adolfo Suárez en 1977 para blindar el poder de la España rural y no repetir los equilibrios de los años 30; los taxistas de París que llevan al frente el ejército de refuerzo, las aún formidables redes clientelares y de movilización del PSOE y el PP en las Castillas, Extremadura y Andalucía; perfectamente capaces de convertir resultados desastrosos en una mayoría aún cómoda para el bipartidismo, aunque difícil de gestionar.
Lejos ya de la épica de antaño, el Iglesias del 20’66% de los votos ha hablado de reformas, de plurinacionalidad, de Segunda Transición, y con un término clave: un “Compromiso Histórico”. En una izquierda donde todos ya desdeñan la Transición casi en bloque, Iglesias conoció de cerca y entrevistó varias veces a Santiago Carrillo, declarando discrepar pero entender sus puntos de vista. A través de Gregorio Morán, Emmanuel Rodríguez, Juan Andrade Blanco o el propio Xavier Domènech, la dirigencia de Podemos ha estudiado de cerca el período, y en particular se ve reflejado en el anhelo, a mediados de los 70 de la izquierda española de emular a la italiana y llegar a un gran acuerdo con una derecha responsable y social por el futuro del país, acabando con largos años proscritos del poder.
Pero Carrillo y Suárez -hondas diferencias de alfabetización a parte- no eran Berlinguer y Moro; mientras ambos negociaban como caballeros, el dinero saudita y persa que SM El Rey Emérito se encargaba de pedir a sus monarcas amigos para “frenar al comunismo” no paraba de fluir hacia las arcas de la UCD, con algún peaje en Zarzuela de por medio, como cuenta Gregorio Morán en su recientemente reeditado El Precio de la Transición.
Esto fue, claro, antes de que el cadáver de Moro apareciese tras un dramático secuestro en el maletero de un Renault rojo a medio camino entre la sede del Partido Comunista Italiano y el de la Democracia Cristiana, en uno de esas innumerables lecciones de estética que sólo Italia es capaz de dar. El sucesor de Moro, Andreotti -quien diría que en España para esto de la política manca finezza- optaría ya por socios con menos aristas para ser Primer Ministro hasta siete veces hasta ser apartado -como senador vitalicio- acusado de relaciones con la mafia. Tenemos mucho que aprender.
Aún así, a pesar de la falta de finezza, nos parecemos mucho a Italia en aspectos esenciales. Los valencianos, a resultas de nuestro Renacimiento, los Borja, Alfons V en Nápoles y el virrey consorte Duque de Calabria, seguramente bastante más. Es inevitable no encontrar en el retrato del Andreotti Primer Ministro que hace Paolo Sorrentino en Il Divo, con sus obispos, empresarios, fiestas, trajes y coches de lujo cubiertos por una discreta religiosidad algo de los tiempos de Camps, del milano bonito y los Ferraris de Rus. Nos pierde la estética, dijo Unamuno hace ya un siglo, en su cerrado desprecio vascomesetario hacia la literatura de Blasco y la pintura de Sorolla y los Pinazo. Pero esa patología llegó también a la Villa y Corte.
Primero, vía un oligopolio mediático entre dos grandes grupos empresariales, uno dirigido por un vástago del Imperio Berlusconi -un excomunista, Maurizio Carlotti- y otro directamente por él mismo a través de Paolo Vasile. La llamada “guapocracia” que intentó encumbrar hasta hace dos días a Pedro Sánchez y a Albert Rivera hacia la cima de la política española -la presidencia del Gobierno- fuere en solitario o con pactos es un exponente de ésto mismo. Berlusconi, la criatura del “socialista” Bettino Craxi -socio de gobierno de Andreotti, retirado después en Túnez, prófugo de la justicia italiana- que le diera sus primeras licencias de televisión en Milán, había sido ya un seductor nato, un outsider de la política fabricado -literalmente- por la televisión. Su secuela narrativa más vistosa no es otro que el actual Primer Ministro Matteo Renzi, conocido por telegénico y sin más programa político que el “reformismo” y una suerte de regeneracionismo vago que agrupa a los excomunistas y a la antigua democracia cristiana. La operación, sin embargo, no ha tenido éxito en España.
La principal causa, además de todas las que rodean a la idiosincrasia italiana y al propio Berlusconi, es que la Democracia Cristiana y el Partido Socialista Italiano se molestaron en desaparecer cuando, a principios de los 90, se detectó una red masiva de sobornos, concesiones de contratos públicos y financiación de partidos políticos que involucraba a los principales dirigentes del país. La justicia actuó de forma más o menos independiente, y los medios de comunicación les dieron caza, tornando el macrosumario Tangentopoli en escándalo. Sólo así, con un sistema de partidos desintegrado, pudo Berlusconi, y ahora Beppe Grillo, aspirar a sustituir la vieja política por otras fórmulas, normalmente mercadotecnia sin contenido, valiéndose en gran parte -uno y otro, a su manera- de su influencia en los medios de comunicación.
Pese a que en España los medios de inspiración italianizante han hecho su trabajo de exportar el formato valenciano Tómbola a toda la parrilla televisiva permitiendo el encumbramiento de nuevos rostros en política -hasta en eso somos originales- no ha habido tal cosa como una judicatura independiente -recordemos que Pablo Ruz es un juez interino a la espera de asignación de plaza, con fuertes incentivos para no hacerse grandes enemigos en la cúpula judicial y que espera cordialmente meses hasta que el PP pueda destruir los discos duros de su sede- ni una prensa con una mínima independencia, ni que sea estética, hacia el poder. Como ejemplo de la independencia de la prensa sírvase la revelación de que la Asociación de la Prensa de Madrid presidida por la supuesta “mito” de la Transición Victoria Prego, y con Jesús Maraña (exPúblico y ahora InfoLibre), Lucia Méndez (El Mundo) o Helena Resano (la Sexta) recibe más de 8 millones al año de la Comunidad de Madrid para que sus afiliados y respectivas familias (más de 12.000 personas sólo en Madrid) se costeen un seguro médico privado a 20 euros el trimestre.
He aquí algunos de los motivos posibles por las que las redes clientelares no se han roto y los dos grandes partidos puedan conservar hasta un 50% de los votos en su peor momento histórico. Las causas apuntan a la sobrerrepresentación del voto rural (Castilla y León envía 32 diputados al Congreso con 2’5 millones de habitante, el País Valenciano envía los mismos 32 con 5 millones de habitantes) y la consecuencia práctica de que en el actual PSOE más del 40% de los escaños provengan de Castilla-la-Mancha, Extremadura y Andalucía, que no han necesitado más de un día para negarse al pacto con los partidos catalanes, el único que podría posibilitar a Pedro Sánchez gobernar.
El panorama español se parece, en fin, a aquella guerra de hace 100 años, pero no tanto a los “heroicos” frentes del Oeste, del barro y los sobrevuelos del Barón Rojo, ni a las épicas aventuras de T.E. Lawrence en el desierto transjordano; una vez más a Italia. A la guerra sanguinaria y en ocasiones patética entre Austria-Hungría e Italia, dos potencias casi crepusculares en el río Isonzo, que hoy separa Italia de Eslovenia. Hubo hasta doce batallas en el río Isonzo, y la duodécima, llamada de Caporetto, aún significa “desastre” en italiano. Tampoco sirvió para nada. La guerra de pequeños avances a altísimo precio -no en vano el término “victoria pírrica” se acuñó en Italia- que sólo circunstancias externas -la caída de Alemania en otras latitudes- conseguiría desbloquear tras años en el fango.
Como en esos interminables partidos de calcio adobados de autobús y catenaccio que tanto gustan a los italianos -y al València CF de los mejores tiempos- importa el resultado final. Olvídense del jogo bonito, que esto va para largo. De momento ganan ellos.