el callejero

Javier, el tendero que apuesta por el olfato en Ruzafa

12/01/2025 - 

El olfato es el menos valorado de nuestros sentidos. Nadie entraría en depresión por dejar de oler.  Pero los olores tienen una capacidad enorme de transportarnos a otras épocas y otros lugares. El pan recién horneado, el jazmín de una noche de verano mientras contemplas una lluvia de estrellas, el perfume de una vieja amante… O el petricor, el olor a lluvia o a tierra húmeda. Una palabra que tiene su origen etimológico en ‘pétra’, piedra en griego, e ‘ichor’, el líquido que corría por las venas de los dioses griegos. Tampoco consideramos vital, aunque sí importante, el sabor. A todos nos encanta degustar un roscón de reyes, una paella o unas alubias con chorizo, pero podríamos sobrevivir sin eso.

Javier Zapata no está de acuerdo y por eso abrió en septiembre de 2021 un pequeño comercio en Ruzafa, en la calle Literato Azorín, consagrado al olfato y el gusto. También a la vista, claro. Pero sobre todo al aroma y el sabor. Allí, encima de una mesa, uno puede encontrar velas con nombres tan sugerentes como ‘Ginger bread’, ‘Bajo la higuera’, ‘Valencia Dreamin’’, ‘Naranjo en flor’, ‘Sakura’, ‘Old books’, ‘Verbena’ o ‘Hierba fresca’. O tarros de té con un pequeño letrero con nombres como ‘Cielo estrellado’, ‘Galleta de jengibre’, ‘Estrella de África’, Christmas Time’ o ‘Breakfast at Tiffany’s’. Y si levantas la campana donde esta encerrada la vela y te la llevas a la nariz, te vendrá un repentino olor a higuera, a cítricos o a cereza.

Javier empieza la conversación como un hombre con ciertas reservas y la acaba persiguiéndonos hasta la calle mientras explica que los chinos elaboran un curioso té ahumado colocando las hojas de la planta sobre unas planchas metálicas perforadas puestas encima de agujas de pino y abeto para que hagan humo. Y el té, como es poroso, absorbe cualquier aroma.

El tendero, como a él mismo le gusta definirse, nació hace 56 años en Arganda del Rey, junto a la carretera de València. Su padre era camionero y él, mal estudiante, a los 12 años ya se ponía a trabajar en verano para, al llegar septiembre y las fiestas patronales, tener dinero para ir a la feria y poder subirse a los autos de choque. “Después he trabajado en empresas de todo tipo. Desde multinacionales hasta pequeñas fábricas. Al final decidí que no quería trabajar para nadie. Eso me lo aconsejaron mis padres y mis hermanos. Si sale mal, no importa: vuelves a arrancar y para adelante. Trabajar en lo que te gusta es un lujo y yo llevo ya 30 años con mi negocio”.

Un niño scout

Él y su mujer, Claudia, estaban un poco cansados y querían llevarse la tienda a València. Pero no encontraban el local adecuado y entonces llegó la pandemia. No se decidieron hasta 2021, el año en el que Javier, al fin, encontró una planta baja libre en una de las calles que buscaba: Cuba, Dénia y Literato Azorín. La Peluquería Tino cerraba y eso facilitó la apertura de Müza el 15 de septiembre. Los tenderos trajeron de la calle Mayor de Alcalá de Henares sus velas y sus tés. Y nada más llegar Javier pensó que estaba en tierra de cerámica y que era el momento de aprender a trabajarla. Ahora su oferta es variopinta. Y, además de sus productos aromáticos, tienen algo de joyería, boinas encargadas a Elósegui, una empresa de Tolosa (Guipúzcoa) fundada en 1858, y láminas con ilustraciones, casi una seña de identidad de Ruzafa. Aunque Javier es mucho más simple a la hora de etiquetar su mercancía. “Solo vendemos cosas que nos gustan”.

Javier explica que lo de las láminas, hechas por artistas locales, es un reclamo para los turistas. Él abrió con la pretensión de convertirse en una tienda de barrio, pero ahora mismo reconoce que la mitad de sus ingresos vienen del turismo. A Javier le preocupa que se está desmadrando y aunque el turismo ayude a cuadrar las cuentas, pone en peligro el barrio. La amenaza de la gentrificación. Él no vino a València para vivir del turismo. Solo aprovecharon que la madre de Claudia se había jubilado, que había vendido su piso en Madrid y que se venía a Gandía a vivir, para decidirse a cambiar de vida y establecerse en València. Su mujer y su suegra no tienen más familia y era una forma de permanecer unidas.

A Claudia la conoció una noche de juerga en Madrid, en un garito del Barrio de las Letras. Ella, que también hacía de modelo, trabajaba en una tienda que vendía productos de piel muy cerca del Palacio Real. Un lugar que siempre tenía una cola de japoneses en la puerta. Ahora es la responsable de la estética de Müza y comparte su gusto con Javier, un hombre que viste como un leñador de Wisconsin. Con el tiempo se fueron a vivir juntos a Campo Real, un pequeño pueblo a 20 kilómetros de Madrid y abrieron una tienda de cosmética natural en Alcalá de Henares.

Quizá tenga algo que ver su pasado. Javier fue un niño ‘scout’ que cada fin de semana se iba con los monitores a la Sierra de Madrid. En octavo prefirió marcharse 15 días a los Picos de Europa que enrolarse en el viaje de fin de curso a Mallorca con el colegio. Un niño con cantimplora y botas Chiruca. La vida de autónomo arruinó su pasión por el monte, aunque, ahora, al menos, vive cerca del mar y eso le da cierta paz. Javier, como tantos y tantos madrileños, conoce bien las playas de Valencia. De niño veraneaban en Alicante y aún recuerda el particular pavimento del paseo de la Explanada  y las excursiones en barco hasta la isla de Tabarca. Luego vinieron las escapadas a Cullera y Gandía, que para la gente de Arganda, tantos se habían comprado un apartamento allí, era Argandía. “Pero, curiosamente, la ciudad no es tan conocida para los madrileños. La están descubriendo ahora. A mí me gusta mucho”.

La aberración del té matcha

El té es la bandera de Müza. “Al principio tenía muy pocos e iba añadiendo. Iba buscando calidad y ahora tenemos una buena colección, cerca de 60. Tengo dos proveedores europeos, pero el té sobre todo viene de Asia: China, Japón, Taiwán, India, Ceilán (en té la gente dice té de Ceylan, no Sri Lanka, su nombre actual)…”. Javier lamenta que en València haya muy pocos sitios donde se sirva correctamente y en el barrio solo aprueba a Los Picos Café (plaza de Manuel Granero). “No es tan difícil, solo ponerle un poco de cariño y algo de calma. Si lo haces bien es perfecto. Aquí no tenemos cultura de té. Primero porque siempre hemos tomado un té muy malo, de bolsita. Se hacía muy mal porque se dejaba en el agua demasiado tiempo y por eso tenemos mala relación con el té. Por suerte la gente viaja, visita sitios, prueba cosas y descubre que el té es maravilloso. Poco a poco vamos aficionando a los clientes. Los extranjeros lo valoran más porque en Europa hay mucha más cultura del té”.

El experto cita tres errores muy comunes en la preparación de esta infusión. Una es que la gente pone demasiado té. “Lo normal es ponerle entre dos o tres gramos de té por taza de agua, que equivale a una cuchara de postre colmada. El agua de València es complicada porque la cal cambia mucho el sabor. Es mejor con agua mineral o agua filtrada”. Otro error es calentar el agua en exceso. Unos 70º puede ser una buena referencia. Y, por último, no tener las hojas de té demasiado tiempo dentro del agua porque, si no, acabará amargándolo en exceso. “El problema es que muy pocos sitios en València cuidan el té como cuidan el café”.

Ahora se ha puesto de moda el té matcha. Javier escucha su nombre y se le encienden varias alarmas. “Es un problema. No todo lo que hay es matcha. Se produce solo en Japón y cubren los arbustos con lonas para que no creen clorofila. Dos días antes de la recolección, quitan esas lonas, las hojas pegan un subidón de clorofila y se ponen verde jade; esas son las que se cogen, se pulveriza muy fino y eso es el té matcha. El problema es que como hay tanta demanda y poca oferta, se muele cualquier tipo de té verde. Se usa un cuenco específico que se llama ‘chawan’ y un batidor de bambú. Los japoneses son muy tradicionales”.

El té matcha ha invadido la ciudad casi con la misma fuerza que las empanadas argentinas. En muchos sitios, esas cafeterías donde te cobran cinco euros por un café de especialidad, ofertan el ‘matcha latte’. Javier considera que echarle leche a este tipo de té es una aberración para los japoneses. Como echarle chorizo a la paella. Sí le ve sentido en el té negro y añadirle una nube de leche, como hacen los ingleses. “Y luego están el té negro chai, que en la zona del Himalaya, que es su procedencia, se hacen directamente con leche de yak”.

Las velas son otro mundo. Las fabrica Javier con sus manos, jugando con las fragancias hasta llegar el lugar, al olor concreto, que pretendía alcanzar. El tendero sorprende diciendo que lo más difícil de una vela es la mecha. Un simple trozo de hilo trenzado y bañado en cera marcará si arde bien o mal. “La mecha es el alma de la vela, la que marca la diferencia. Luego ya lo de mezclar esencias me viene de muy antiguo y me encanta. Me gusta pensar un olor y llegar a él. Y a veces es muy complicado. Me muevo mucho por momentos, recuerdos, gente, lugares… Y eso te lleva a un aroma”. Luego, cuando entra el cliente, estudia sus movimientos, espera que a huela la vela y analiza sus reacciones. Una vez se sorprendió porque uno hizo un gesto de desagrado algo agresivo. Entonces le preguntó y el hombre le explicó que cuando era pequeño y llegaban las vacaciones, sus padres le mandaban con el abuelo a una casa que tenía en el campo. El abuelo cogía al nieto y le obligaba a arar la tierra. Y por eso no le gustaba el aroma a petricor porque le recordaba a ese trabajo ingrato.

“El olfato es el sentido más animal de todos. Durante la gestación, ya olemos y reconocemos a la madre por el olor. Pero cuando empezamos a ver relegamos atrás el olfato”, explica Javier, que sabe del poder de un aroma y por eso, a la entrada, quema incienso de vainilla y sándalo. La fragancia que desprende es muy potente y llega hasta la calle. Un reclamo para la gente que va de paso. Puro marketing olfativo. Su obsesión. Ahora, como su cabeza no para, está buscando las esencias para que una nueva vela huela a mar, a arena, a salitre… Cuando lo consiga, le pondrá una buena mecha y la llamará ‘En la orilla’. Siempre al servicio del olfato.

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