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el callejero

Jesús, el arquitecto de la guitarra

Foto: KIKE TABERNER
12/05/2024 - 

Jesús Jiménez es de Jumilla, antiguamente una tierra de vinos peleones, ahora más sofisticados, algunos, incluso, de 100 puntos Parker, pero él y su familia, en un giro de guion, han decidido salirse del carril de los caldos para cultivar la oliva alberquina y elaborar aceite de oliva virgen. Los primos, la tercera generación, han cogido la empresa agrícola familiar y la han puesto en otra órbita. Cada uno tiene su propio oficio y aporta al negocio de los Jiménez su conocimiento. Jesús, que es arquitecto y tiene 34 años, diseñó la almazara y las botellas del aceite.

Cuando le dio por la arquitectura, como en Murcia no había opción de estudiarla, decidió irse a València por el prestigio de su universidad. Al acabar la carrera, en plena crisis del ladrillo, con los profesores dándoles palmaditas lastimeras en la espalda a los alumnos recién licenciados, ánimo y suerte, Jesús se puso a trabajar de lo que pudo. Y lo más parecido a la arquitectura que encontró fue ponerse a vender pisos para una inmobiliaria de Madrid. Luego, como tantos jóvenes, huyó de España en busca de una suerte mejor. Pasó varios meses en Inglaterra y, al volver a Madrid, le salió una oportunidad algo bizarra: construir un hotel de cinco estrellas en África.

Igual no era el destino que había soñado durante los años que estuvo en las aulas de la escuela de arquitectura, pero era una oportunidad. Jesús hizo las maletas y se marchó a Guinea-Bissau para pasar allí los dos siguientes años de su vida. En Bissau, la capital, conoció otro mundo, el tercer mundo, con sus miserias y sus grandezas, que también las hay. “Fue una experiencia profesional y personal muy intensa”. Durante esos dos años, Jesús trabajaba cuatro meses del tirón y luego se escapaba dos semanas a España. Cuando terminó el Hotel Ceiba -el nombre viene de ese árbol cargado de simbología-, sintió que eso es lo que quería hacer en la vida, así que regresó a Jumilla y abrió su estudio de arquitectura.

En Bissau no solo aprendió de líneas, ángulos y cómo aprovechar los espacios, también tuvo tiempo de conocer a la gente que afrontaba cada día como un ejercicio de supervivencia. “Guinea-Bissau era en ese momento el séptimo país más pobre del mundo. Hay mucho contraste entre la pobreza, que había muchísima, y unos pocos autóctonos adinerados. El gobierno tenía acuerdos con Portugal y China, que le hacía los edificios públicos a cambio de arrasar la pesca local, por ejemplo. Eso me chocaba. Y a nivel personal, la forma de vivir. Ellos van sin reloj, no tienen; pero eso, curiosamente, les hace más libres. Nosotros tenemos más dinero pero somos esclavos del tiempo. Su planteamiento es: hoy estoy vivo, mañana no lo sé. Eso influye en el día a día y lo marca todo, y eso tienes que entenderlo”.

Toca la guitarra flamenca

Jesús Jiménez gesticula mientras habla y en la punta de los dedos de la mano derecha aparecen unas uñas más largas que las otras, afiladas como púas, pero muy cuidadas. Es la mano de un guitarrista, la mano de un flamenco. “Es mi afición, pero durante la carrera fue parte de mi sustento. Tenía un grupo de flamenco y todos los fines de semana teníamos algún bolo en València o Murcia. Yo soy guitarrista y toco la guitarra flamenca. Estudié Clásico en el conservatorio pero luego ya me dediqué un poco más a la farándula y al lío”.

A Jesús se le ilumina la cara al recordar las noches encima del escenario en sus años de estudiante. Tres amigos, unos tragos y un ratito de flamenco. Los amigos, los raros de diferentes grupos que en lugar de gustarles La Oreja de Van Gogh o El Canto del Loco les dio por el flamenco, se cruzaron y montaron ‘Al golpe’. “Nos juntamos por casualidad en una fiesta y nos pusimos a tocar. A partir de ahí lo cogimos un poco más en serio, aunque nunca lo ha llegado a ser del todo. No me pagué la carrera con el flamenco pero sí los vicios. Estuvo bien porque ibas a tocar a un sitio y te pegabas la fiesta de gratis”.

En Valencia se hartaron de tocar en un club de fumadores -un ardid para seguir fumando en el pub cuando llegó la revolucionaria, y hoy bendecida, ley del tabaco- de la Gran Vía. “Se entraba bajando unas escaleras. Al entrar tenías que firmar para hacerte socio del club del fumador y entonces ya podías pasar. Allí tocábamos muchos fines de semana: viernes, sábado y el domingo, alguna fiesta privada. Yo ya no he vivido las discotecas llenas de humo, y ahí sí que lo viví. Allí la gente se fumaba unos puros… Te ibas con un olor espantoso. Pero era divertido porque yo tenía 18 o 20 años y la media de edad de la gente era de 40. Hacíamos versiones del flamenco más comercial. El flamenquito que se llama”.

Rociero empedernido

En los ambientes flamencos, en València y en Murcia, empezaron a hablarles del Rocío y a insistirles en que tenían que ir para allá con sus guitarras. Y fueron. “La primera vez tenía 18 años. Nos llevaron para tocar y nos gustó”. Un año conoció allí a una chica. La vio y pensó: “Menuda andaluza guapa”. Pero esa andaluza resultó ser valenciana. Lidia, hoy su mujer, es de Oliva, pero se conocieron en Huelva y durante los primeros años solo se veían la semana del Rocío. Ahora están casados, tienen un niño y esta semana se van a Huelva, ya juntos, claro, con una hermandad de València. Unos días caminando, unos días en la aldea, el salto de la reja y de vuelta para casa. “Ahí cojo la guitarra el lunes y no la suelto hasta el lunes siguiente”.

Jesús no tenía a ningún flamenco en la familia. Fue un flechazo al empezar a escuchar a Paco de Lucía y Camarón. En Murcia, eso sí, hay mucha afición. Allí se celebra el prestigioso Festival del Cante de las Minas, por donde han pasado los mejores flamencos. Miguel Poveda ganó la Lámpara Minera en 1993 y hoy es el favorito de Jesús, que no olvida el concierto que dio el catalán en el Palau de les Arts en plena pandemia, con el artista subiendo por las escaleras para cantar cerca del público.

Su amor por Lidia le hizo llevarse el despacho de Jumilla a València. Cuando restauró un edificio antiguo, de 1900, al principio de la calle Pizarro, le surgió la oportunidad de quedarse la planta baja, y ahí que abrió su estudio. En marzo de 2023, hace algo más de un año, cogió la guitarra y se puso a tocar en la inauguración. Jesús está contento con la ubicación y con el trabajo que le va saliendo. Ahora mismo, la rehabilitación del Edificio Chapa, en la plaza de Cánovas del Castillo, para hacer un hotel.

Aunque su cliente favorito es Henrik Yde (Horsholm, 1970), un chef danés con 18 restaurantes y una constelación de estrellas Michelin. Su obra cumbre es Kiin Kiin, un restaurante consagrado a la cocina tailandesa. “Hace años vino a España y se enamoró de una masía antigua en el interior de Alicante, en Pinoso, una zona deshabitada y en estado ruinoso. A partir de ahí se ha creado su casa y una cocina donde experimenta con la gastronomía mediterránea. Se viene de vez en cuando y experimenta aquí durante unos días. Hoy me ha llamado porque quiere crear su propia bodega y una fábrica de quesos, siempre respetando los materiales y el medio ambiente. Esto es lo que soñamos muchos arquitectos, poder trabajar a la carta. Quería respetar la arquitectura tradicional y usar materiales nobles como la madera o la piedra natural. El resto, libertad. Lo único que decidía Henrik era el diseño de la cocina. Estamos muy contentos con ese proyecto”.

Jesús Jiménez cuenta su historia en la sala de reuniones de su estudio. Allí hay una mesa larga con Huesitos y caramelos de menta. Detrás del mueble, en una pequeña nevera, un bodeguero, se ven a través del cristal los caperuzones dorados de unas cuantas botellas de cava. Se ve que les gusta celebrar. Jesús también ha llevado a la mesa varias botellas del aceite familiar, que se llama 2J por su abuelo, el primer Jesús Jiménez, como él, como su tío y como su hijo de año y medio, el cuarto 2J de la saga.

El grupo ya se disolvió. Las condenas de la vida adulta. Pero algún miércoles por la noche aún se escapa a los Gestalguinos, en Ciutat Vella, y allí dentro, con no más de 15 o 20 personas, escucha a flamencos como Juan de Pilar. “De flamenquito, con esto del turismo, hay más sitios, pero en València es difícil escuchar flamenco-flamenco". Jesús se pone nostálgico y recuerda aquel año que se fue a Sevilla con una beca Séneca y las noches que se adentraba en los locales de flamenco puro en busca de la esencia de este arte. Tanto insistía que algunas noches tenían premio. De vez en cuando se dejaba caer por allí algún artista famoso. Ese día no había hora. El dueño bajaba la persiana, y si el flamenco se arrancaba, podía estar tocando y cantando hasta el alba. “Eso era una maravilla”, se relame Jesús, hoy convertido en un arquitecto serio con la guitarra aparcada en un rincón de su casa.

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