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lucha contra la corrupción

Joan Llinares: «De la corrupción ha salido la punta del iceberg»

El gestor cultural, jurista y funcionario valenciano, destapó los casos del IVAM y del Palau de la Música Catalana

| 26/05/2017 | 17 min, 22 seg

VALÈNCIA.- Le tocó bailar con una de las miserias humanas más desagradables: la corrupción personal y la fraudulenta financiación política. Sus días de tranquilidad terminaron cuando lo pusieron a auditar el IVAM y el Palau de la Música Catalana. Ahí empezó todo. Su personal vía crucis. El tormento personal y profesional. Ahora dirige la Oficina per a la Transparència i les Bones Pràctiques del Ayuntamiento de Barcelona y es uno de los candidatos a dirigir la esperada Agencia Valenciana de Lucha contra el Fraude y la Corrupción, todavía en fase embrionaria. Aún mira a su espalda.

— ¿La corrupción huele, se intuye o se descubre?

— Se huele, aunque desde hace muchísimos años estaba ahí. Se huele y se siente pues degrada la democracia y el buen gobierno.

— ¿En su caso fue abrir los cajones o tener que dar con ella?

— Más bien, saber que iba a estar. En los dos casos que he tenido que vivir, y a los que llegué no porque fuera a buscarla sino porque las circunstancias de ser un profesional de la gestión cultural me llevaron hasta allí, sabía que iba a encontrar cosas, aunque no todo lo que después apareció. En el caso del Palau de la Música Catalana jamás imaginé que llegaríamos a encontrar un fraude de 35 millones de euros en los diez años que pudimos analizar.

— ¿Por qué cree que se llegó a tal delirio de gestión en el caso del IVAM?

— En el IVAM trabajamos muchos años para que fuera un museo con capacidad de autogobierno y con autonomía de gestión, algo que fue en esencia buena parte de su proyecto y éxito. Tener toda su estructura dentro del propio museo, al igual que la toma de decisiones, fue un factor determinante como plataforma para que, con buenos contenidos y buena gestión, el museo alcanzara los niveles que le llevaron al reconocimiento internacional a los pocos años de su inauguración. Más tarde te das cuenta de que la misma autonomía de gestión también se puede volver en contra cuando ese propio poder se dirige a favorecer intereses particulares. Ahí está la clave.

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— ¿Qué fue lo más escabroso que llegó a ver en el IVAM?

— Desde el punto de vista de quien ha gestionado más de veinte años espacios culturales, la burda falsificación del número de visitantes resaltaba descaradamente. Y eso no tiene relación directa con corrupción económica sino con la forma de entender la relación con los públicos y con las administraciones que te dan los recursos. Aquel millón largo de visitantes que decían tener, cuando todo el mundo sabía que era mentira, constituía un claro indicio de gestión tramposa. Por entonces recuerdo que cuando visitaba exposiciones estaba solo en las salas aunque según las cifras oficiales éramos tres mil personas de media diaria. Ese aspecto tan falso y repetido era un insulto a la inteligencia de las personas y, como colaba, pensaron que podían engañar con más cosas, como por ejemplo, el precio de las obras de arte.

— Comprobar que las instituciones culturales pueden terminar convertidas en focos de presunta corrupción resultaba en su momento inimaginable. ¿Hemos de pensar que algunos creían que nunca nadie se daría cuenta?

— No. Significa que hubo una época en la que existió barra libre de despropósitos, con una cultura oficial que había degenerado en puro escaparate, grandes eventos, artistas de renombre... para después de muchos millones esfumados no quedar nada: la nave de Sagunt, los encuentros iberoamericanos... ¿qué quedó? Eran zonas consideradas desde el poder político como bienes de lujo que acompañaban otros desafueros como la Fórmula Uno, la calatravitis... La función social de la cultura ha importado un rábano. Lo que interesaba era la galería; no meterse con quienes estaban gestionando esas guindas. Todos esos gestores se sintieron poseedores y protegidos del poder y actuaban sin rendir cuentas a nadie en unos consejos rectores cautivos de sus propias prebendas. Solo faltó rebajar el nivel de fiscalización y control. Y en cuanto disminuyeron o se esfumaron se creyeron semidioses en un escenario donde todo estaba permitido.

— ¿En el IVAM ya ha salido todo?

— No, nunca sale todo. Las instituciones tocadas por la corrupción tienen que seguir funcionando; sus gestores desean pasar página y no ahondar en el desprestigio al que sus antecesores las han arrastrado. De la corrupción está saliendo la punta del iceberg, lo que aparece en las auditorías en las que se llega hasta donde se puede, ya que quienes deberían colaborar no siempre lo hacen y los medios para investigar son escasos. Con el tiempo saldrán más hechos, tal vez cuando hayan prescrito y se pueden contar impunemente sin que a nadie moleste.

— ¿A quiénes se refiere?

— A los que realmente saben dónde ha ido a parar el dinero, o en qué han invertido lo que han robado. Han sido muchos millones, han de estar en algún sitio.

— ¿Usted lo sabe?

— Lo que yo sé es pura intuición. Me imagino hacia dónde han ido.

— ¿Le dice algo la República Dominicana?

— Y tanto.

— ¿Qué le sugiere?

— Un país donde prácticamente algunos campean tranquilamente con bastante poder y en el que hace poco apareció la gestión valenciana de un hospital. Es todo un indicador.

— ¿Cómo cree que acabará el asunto del IVAM?

— En juicio. Las penas las decidirán los jueces después de valorar las pruebas.

— Tras su etapa en el IVAM se fue al Palau de la Música Catalana. ¿Aquí ya había visto bastante o es que le tocaba mirar allí?

— Salí del IVAM a principios de 2001. Durante más de ocho años estuve gestionando el Museo Nacional de Arte de Catalunya (MNAC). En 2009 tenía ganas de volver a València. Nada más regresar saltó el Caso Palau y las Administraciones Públicas me pidieron que me hiciese cargo. En el MNAC también había resuelto muchos líos, obras que no se acababan, plantillas desestructuradas, problemas internos...

«los bancos tenían obligación de identificar a quienes retiraron cheques, pero a día de hoy no han entregado nada»

— ¿Llegó y...?

— Llegué al Palau y vi cien cuentas corrientes, una buena parte sin que constaran en la contabilidad. El caso del Palau saltó después de un registro de la Policía tras una denuncia de Hacienda por una serie de movimientos que sumaron unos dos millones de euros en billetes de quinientos. Los inspectores de Hacienda habían pedido documentación que justificara los movimientos y la información enviada fue considerada insuficiente o incorrecta. No acababan de entregarla y entre la facilitada se encontraron facturas con indicios de ser falsas. Dos millones era un escándalo para una institución de la importancia del Palau. Aquello supuso que el escándalo tuviera una gran repercusión mediática. Me pidieron si podía hacerme cargo de la dirección, a lo que accedí calculando que solo iba a ser durante seis meses.

— Pero terminaron siendo diecisiete. Mire si tuvo que mirar.

— Sí, se fue complicando. Cuando empecé a pedir los primeros datos del funcionamiento del Palau jamás pensé que podía acabar así. Que aquello era una tapadera de financiación política ilegal y de reparto de dinero entre particulares lo debía de saber mucha gente. Cuando entré en el Palau, el escándalo era tal, que mi primer objetivo fue mantener a los mecenas, devolver la confianza, porque, sin ellos, aquello se hundía. Les garanticé que iban a estar al corriente de todo y les pedí que se mantuvieran fieles al Palau ya que la institución estaba por encima de las personas. Y si había unos gestores indeseables lo arreglaríamos porque el Palau debía seguir funcionando. Pero teníamos que saber con profundidad qué había sucedido para ponerlo a disposición de la sociedad, detectar los fallos y reorganizar la institución para que nunca se volviese a repetir algo semejante.

— Internamente y políticamente, un foráneo como usted en Barcelona, metido a fiscalizador después de comprobar que presuntamente por un lado se los llevaban y por otro servían como fuente de financiación de Convergència contaría con todos los problemas del mundo.

— En principio era tal el trauma colectivo generado por la espectacular entrada de la Policía y la repercusión mediática internacional, que se vivía una situación de catarsis. Al principio no tuve problemas sino facilidades. Los problemas vinieron luego.

— Cuente, cuente.

— Fue cuando quisimos saber dónde había ido el dinero que no teníamos registrado, como también gastos personales y familiares de los señores Félix Millet (presidente de la Fundación Orfeón Catalán- Palau de la Música) y Jordi Montull (exdirector administrativo de la institución). Las facturas falsas encubriendo este aprovechamiento personal fue lo primero que detectamos y de hecho ambos lo confesaron en su estrategia de evitar la cárcel. Pero siguieron apareciendo más facturas falsas, algunas de ellas de forma muy burda, simulando servicios que nunca se hicieron. Más tarde se vio que había que ir a los bancos a pedir información porque se había retirado mucho dinero en talones al portador. Queríamos saber quién había retirado el dinero. Los problemas surgieron cuando algunos de los bancos no colaboraron. El juez pidió la información a petición mía y a día de hoy, ya en pleno juicio, esos bancos no han entregado nada. Tenían obligación de hacerlo por imperativo de la Ley contra el blanqueo de capitales y delincuencia económica. Tenían obligación de identificar a las personas que retiraron los fondos. Estamos hablando de cheques al portador de doscientos mil, trescientos mil euros...

«la autonomía de gestión se vuelve en contra cuando el poder se dirige a favorecer intereses particulares»

— Sin embargo, lo que nos intentan transmitir es que además de partir y repartir todo se ha tratado de una mera batalla política.

— En la gestión del Palau de la Música Catalana todo estaba mezclado: enriquecimiento personal y financiación política. Nosotros revisamos convenios, contratos... Surgió inevitablemente, como tanto que ocurre en Cataluña, la asociación inseparable de la corrupción y el enfrentamiento político que desde hace años se reproduce y condiciona la política catalana, Govern, Madrid... Todos los interesados, como instrumento para esconder sus vergüenzas, tienden a ocultarlas alegando que son estrategias del oponente cuando en el fondo se trata de pura corrupción.

— ¿Intentaron sobornarle?

— La palabra soborno debería ir unida a si me ofrecieron dinero a cambio de algo. No, no lo hicieron. Sí que recibí una llamada advirtiendo de que lleváramos cuidado con lo que hacíamos. A partir de ahí, durante un tiempo, tanto la presidenta provisional del Palau, como yo, tuvimos que llevar protección por pura precaución. Mucho más adelante, cuando las cosas ya estaban más claras de que el Palau se había utilizado como tapadera de financiación política, me dejaron caer algunas ofertas que evidentemente no acepté.

— ¿Pasó miedo? Un día en pleno lío, en un bar anónimo, me contó que se sentía seguido y observado. Lo encontré agobiado y asustado, aunque ahora quiera rebajar la tensión.

— Miedo no. Creo que en aquella época no era del todo consciente de la repercusión de todo lo que descubrí en el Palau. Pasado el tiempo y pensando en todo lo que luego se destapó motivos no faltaron. Ahora se ha diluido la preocupación. Lo que sí está claro es que hay un antes y un después en la política catalana tras el caso del Palau. Si se observan las fechas de la evolución de determinados personajes hacia el independentismo se puede entrever un intento de tapar vergüenzas muy vinculadas al Palau de la Música. La coartada del caso del Palau ha servido para mucha gente. Existieron otros casos de corrupción en aquellas fechas que pasaron desapercibidos. Estuve muy preocupado durante todo aquel tiempo por la sensación de vulnerabilidad que significaba que cuando salías de allí tenías que irte a tu casa sin saber qué podían maquinar aquellos, que desvanecida la tapadera, se estaban quedando desnudos y qué reacciones podían producirse.

— ¿Somos una sociedad corrupta por naturaleza? ¿Es condición humana? ¿Es solo sentir el control absoluto del poder y sentirse impune ante el tiempo y la historia?

— El poder por sí mismo no corrompe, la falta de controles sí. Hay una parte de condición humana que heredamos de una cultura muy antigua. El problema de la cultura española, y no quiero coincidir con el presidente del Eurogrupo Jeroen Dijsselbloem, es que venimos de unas malas costumbres muy arraigadas. Los poemas de Góngora o Quevedo ya nos cuentan el poder del dinero, el poder absoluto y arbitrario del señor. Coges nuestros clásicos y en su teatro o novelas ya te hablan de cómo el poder es lo más corrompido que existe. Pero la Humanidad ha ido avanzando y en unos sitios lo ha hecho de una manera más rápida y en otros, no. Realmente aquí no hemos tenido nunca lo que ha sido un cambio regenerador como en algunos sitios que fue a partir de revoluciones violentas y en otros casos fruto de una evolución menos violenta, como por ejemplo Francia e Inglaterra, respectivamente, desde donde nos llegan las formas desarrolladas de la Democracia entendida como el equilibrio entre poderes, el control de cada poder sobre los demás, el respeto al principio de legalidad...

— ¿Salió asqueado de la situación, con la sensación del trabajo bien hecho o sin haberlo podido concluir más profundamente?

— Del Palau de la Música salí agotado pero con el convencimiento de que había hecho mi trabajo, que había cumplido mis compromisos. Había conseguido incrementar el nivel artístico de la institución, reorganizado el organismo devolviendo la confianza a mecenas y administraciones públicas, terminado mis auditorías y con toda la documentación en la mesa del juez. Creo que cuando acabe el juicio la sentencia coincidirá con las pruebas que aportamos.

— Viendo cómo funciona de lenta la justicia y los pactos de los implicados con la fiscalía, ¿no teme que muchos de los casos queden impunes?

— No. Las confesiones de algunos de los acusados tendrán algún tipo de reducción de pena, pero no puede quedar impune ni tampoco en una condena testimonial. Los delitos son muy graves y queda mucho dinero por recuperar.

— En la actualidad dirige  la Oficina Anticorrupción  del Ayuntamiento de Barcelona. ¿Espera encontrar algo también allí?

— No lo espero aunque es una institución muy grande con 2.500 millones de euros de presupuesto y más de 12.000 empleados directos. El Ayuntamiento de Barcelona no se ha caracterizado por tener casos de corrupción como los conocidos.

— Quizás, su labor en la creación de esa oficina, visto el devenir del tiempo, nos hubiera hecho más falta aquí que allí.

— Aquí hace muchos años que hace falta una oficina anticorrupción en la que quienes estuvieran trabajando conocieran y creyeran en su función. En cualquier caso, lo que hace el Ayuntamiento de Barcelona es seguir un mandato de Naciones Unidas que en 2003 planteó a las administraciones en general que una de las mejores formas de luchar contra la corrupción es la prevención con estructuras que garanticen que los gobiernos sean abiertos, transparentes y con las buenas prácticas instauradas.

— Después de doce años en instituciones culturales fuera de València, ¿qué ha calado en el exterior de la corrupción en la Comunitat Valenciana? ¿Qué imagen se tiene de la sociedad valenciana? ¿Que es absolutamente corrupta?

— Hace poco el Poder Judicial publicó la memoria de 2016 en la que afirmaba que la Comunitat Valenciana ya está en el séptimo lugar en casos de corrupción aparecidos durante ese año. Eso significa que hay seis autonomías por delante. Valencia desgraciadamente aparece en la escena como paradigma de la corrupción, primero porque ha habido mucha y segundo porque también sirvió en su momento como pantalla para oscurecer la que se descubría en otros lugares. 

— Aun así, sin medios reales, políticos y judiciales, no hay lucha ni defensa social y menos forma de atajar algo que puede dilatarse durante lustros mientras los corruptos continúan impunes.

— Esa es la gran corrupción: la falta de medios para luchar contra ella. Cuando los poderes políticos no ponen soluciones y medios suficientes de forma contundente y urgente contra la corrupción entonces estamos perdidos. El debilitamiento de los controles internos o la falta de independencia de los mismos del poder político son síntomas de la enfermedad. Y si además el hecho de que desde el poder ejecutivo no se hayan puesto medidas suficientes para la modernización de la justicia para dotarla de medios es un indicio de que no se quiere que la justicia funcione y, por lo tanto, se propicia que perduren las malas prácticas en el ámbito de la administración pública. Y así las cosas, los potenciales corruptos siguen confiando en que no les pillarán. ­

— Ha sido propuesto para poner en marcha una oficina autonómica valenciana anticorrupción similar a la que ha montado en Barcelona. ¿Es solo un gesto o cree ingenuamente en la buena fe?  

— Hay más candidatos y son buenos. Si la Agencia Valenciana de Lucha contra el Fraude y la Corrupción es más que un gesto, el tiempo lo dirá. Con más de treinta años de experiencia en las administraciones públicas, si he sacado una conclusión es que la prevención es esencial y que esta se basa en el conocimiento del funcionamiento de las administraciones, de sus dinámicas y de la determinación precoz de los mapas de riesgo, de la formación de los funcionarios, de los medios para que los controles sean eficaces... Sobre todo ello trabajo e inculco desde la OTBP de Barcelona. 

— Como gestor cultural, ¿tiene la sensación de que todo lo gastado durante dos décadas apenas ha servido?

— La gestión cultural es un reflejo de la situación  social. La responsabilidad del intelectual, como decía Camus, es ser consciente de que aquello que se hace en el ámbito de la creación intelectual tiene una repercusión mucho mayor sobre la sociedad que la que se deriva de la actividad de cualquier ciudadano. La política cultural nuestra está a caballo entre la respuesta de una  sociedad incómoda con todo lo que ha ocurrido y las propias políticas públicas que deben satisfacer las necesidades insatisfechas que ha dejado el modelo anterior. Se han creado muchos proyectos de galería con un interés dirigido solo a lo mediático. Si funcionaba o no como fortalecimiento del acervo cultural de la sociedad les daba igual. Muchas formas de gestión han sido una manera de mover dinero para contentar a los amigos, a los parientes o para generar  comisiones. Si en València hubiera que levantar un monumento a la corrupción, como parte de la catarsis que nos toca realizar para que nunca más suceda lo que hemos vivido, no haría falta gastar un solo euro, podría ser perfectamente el edifico del Ágora sobre cuya cresta se podría instalar un gran rótulo que dijera Mai més.

* Este artículo se publicó originalmente en el número de mayo de la revista Plaza

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