VALÈNCIA. El aniversario de mayo del 68, movimiento, fecha, hito o revolución, como se quiera, que acaba de cumplir 50 años, es un momento en el que merece la pena recordar un cómic que sin lugar a dudas sí fue revolucionario: las obras de Guy Peellaert. Concretamente su Jodelle y su Pravda.
A menudo se ha hablado de que sus propuestas aparecieron en un momento de estancamiento del cómic de superhéroes. Aportaban los mismos mundos exóticos y coloridos, surrealistas, llenos de fantasía y delirantes, pero a la vez la propuesta estaba acompañada del dibujo, también vanguardista y arriesgado, desafiando la formalidad establecida hasta entonces. Pero había más.
Su principal antecedente fue Barbarella. Desde 1962, el cómic de Jean-Claude Forest no solo había situado a una mujer como protagonista, una mujer emancipada que resolvía problemas viajando por el espacio, también tenía apetito sexual y rompía los patrones del flirteo, era ella la que se buscaba las relaciones y la que se las solicitaba a los hombres que escogía. No por casualidad, el trabajo fue calificado como pornográfico y censurado. Barbarella tenía relaciones con terrícolas, además de con alienígenas y con una máquina que marcaría una época, también en la película de Jane Fonda, el orgasmatrón.
En Barbarella esas viñetas marcaban un antes y un después, ya que la idea fue apareciendo sucesivamente en las historias de otros personajes y películas. En el cómic, el inventor era el Maestro Cerrajero. No era el único ingenio reseñable, la reina de ese mundo también tenía un Desiderobus, "un cerebro electrónico que registra mis deseos y traslada la nave a donde puedan ser satisfechos", explicaba. La reina se lo detallaba así a Barbarella: "Mira todas esas rentes inclinadas sobre sabias ecuaciones, todos esos ojos clavados en el ocular de los microscopios o atentos al hervir de los alambiques ¡es la elite científica de Sogo! trabajan para mí con un solo propósito, ampliar el campo del goce humano ¿no es bonito?".
Bonito no sé. Pero si algo era este planteamiento por aquel entonces, era revolucionario. El mundo era autoritario y se articulaba en torno a la disciplina y el sacrificio. Bien es cierto que en la actualidad la pérdida de ambos en numerosos campos de la vida o profesionales ocasiona sus problemas, pero por aquel entonces el asunto tenía una dimensión mucho mayor: divertirse era de mal gusto.
Hijas directas de Barbarella eran las creaciones del belga Peellaert, tanto Jodelle como Pravda. Pero había un paso más allá. Como describió María José López en un artículo en Séptimo Vicio, las mujeres protagonistas ahora habían pasado a ser "amazonas violentas que han conquistado un terreno que hasta la fecha se acotaba en una soberbia masculinidad".
Ahora todas estas arriesgadas propuestas han sido ampliamente desarrolladas y superadas. No estamos ante un caso de pasado mejor, pero desde un punto de vista exclusivamente estético sigue siendo un placer sumergirse en estas páginas. Jodelle, por ejemplo, vive en una especie de continuación de la Roma imperial adaptada a los tiempos modernos. La capital del Imperio Romano, pero repleta de elementos del desarrollo capitalista occidental, con miles de anuncios y neones en cada esquina. Un dato relevante en todo esto es que Peellaert era publicista.
De todos los bienes de consumo de la época, que eran presentados como objetos de culto para la obtención del placer, muchos de ellos icónicos como una botella de Coca-cola, el que realmente destaca sobre los demás es la motocicleta. La moto, como vehículo para la alcanzar la libertad, había estado reservada a los fuera de la ley, los Hell angels, muchos de ellos veteranos de guerra que no lograban readaptarse a la vida en sociedad regida por normas estrictas y rutinas. Tanto Jodelle como Pravda, sobre todo esta última, iban en motos de gran cilindrada.
Pero Pravda no se quedaba en la superficie, eran tribus de mujeres motorizadas que iban arrasando con todo, especialmente con todo lo masculino, que en los 60 era fácilmente identificable con todo un sistema de dominación, ya fuese familiar, militar y laboral, pues la mujer todavía no se había incorporado como ahora al mercado de trabajo. Arrasar con lo masculino en realidad liberaba al conjunto de la sociedad y aquí era realizado por superheroínas, que como Superman, Batman o el Capitán América, también tenían cuerpos superdesarrollados y más fuerza y poder.
Con la caricatura, sin embargo, no se mostraba un mundo distorsionado, sino una profecía. Los habitantes de los parajes romanos posmodernos de Jodelle estaban todos subyugados por el consumo y su búsqueda del placer. Aparte, tenían mucho de clones. Eran idénticos, con idénticas ambiciones estéticas. Todos ellos tenían a su disposición, de algún modo, lo necesario para poderse encontrar como la citada reina de Barbarella y su Desiderobus. La obtención de todos los placeres era el objetivo y, al mismo tiempo, quedaba evidenciado que era una forma de esclavitud. Podemos confirmar que como premonición no anduvo desencaminada la idea.
Igualmente fascinante era el empleo de la propaganda. La mujer del emperador no tiene miedo de las amenazas que desafíen su poder porque "su popularidad, así como su propaganda, le protegerán". En ese punto descubrimos un mudo que a día de hoy tampoco nos es ajeno en absoluto. En una gran imprenta, trabajaban a su servicio las intelectuales del imperio. Hay decenas de mujeres sentadas frente a máquinas de escribir, creando, se dedican a difundir "los eslóganes" que mantienen el poder establecido. De nuevo, el paralelismo con el mundo actual es de una precisión que casi asusta.
Pero lo que hay que subrayar es que, como dice Román Gubern, el gran mérito de estos personajes fue que las sucesivas adaptaciones a la gran pantalla nunca fueron del todo satisfactorias y donde las historias brillaron con verdadera intensidad fue solo en viñetas.