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crítica de cine

'Joker': un blockbuster incómodo en plena era Trump

4/10/2019 - 

VALÈNCIA. Desde que Christopher Nolan perpetrara su trilogía alrededor de ‘el caballero oscuro’, el cine de superhéroes se convirtió en una cosa muy seria. El espectáculo visual y el entretenimiento se hermanó con los mensajes filosóficos, arengas sobre la naturaleza de los héroes y villanos y lecturas políticas. Ahora, Todd Phillips consigue un más difícil todavía, convertir un blockbuster en una película realmente incómoda, impregnada de una ambigüedad ideológica demasiado escurridiza y una radicalidad expresiva atómica.

El director se sitúa a ras de suelo, en las aceras de una ciudad sin ley, caótica, sucia, llena de ratas y enferma para mostrarnos a uno de sus seres desheredados, un joven con problemas mentales que trabaja como payaso ambulante que sueña con convertirse en rey de la comedia mientras es apaleado en los callejones mugrientos. Vive con su madre enferma a la que profesa una gran devoción, tiene que medicarse con montones de pastillas para controlar sus brotes psicóticos y sufre por el mero hecho de existir, porque nadie le comprende, por sentirse un bicho raro en medio de un entorno hostil.

El personaje de Joker, concebido como antagonista de Batman, toma en esta ocasión las riendas de su propio relato para contar sus orígenes despegándose de la historia oficial y adquirir una entidad independiente sin perder por ello su esencia. Phillips utiliza como fuente de inspiración la obra de culto de Alan Moore La broma asesina, pero configura un universo propio que reinventa el arco evolutivo del personaje y lo inscribe dentro de un panorama socio político que bebe del pasado para contar la historia del presente. Así, la degradación moral que latía en Taxi Driver, de Martin Scorsese, a través de la espiral de odio que generaba en el personaje de Travis Bickle las heridas y traumas generados por la Guerra de Vietnam, se traslada a este personaje en el que campa a sus anchas el desconcierto y el desencanto en la América de Donald Trump. En ese sentido, Joker también se configura como un ser torturado y estigmatizado por una sociedad en la que no encuentra su lugar condenándolo a la soledad y la frustración, y aunque la película transcurra en un tiempo indeterminado, la analogía parece clara

Su itinerario desde los primeros compases se inscribe dentro de una atmósfera alucinatoria. No llegamos a saber con seguridad dónde empieza la realidad y dónde la fantasía construida por esa mente perturbada en la que todo se funde y se confunde. Ese espacio mental choca con la irrupción de una violencia visceral que sí adquiere una naturaleza material en determinados momentos que explotan a través de una enorme fuerza subversiva, como ese punto de inflexión que supone una magistral set-pièce que tiene lugar durante un trayecto en metro en el que el protagonista, visualizado como víctima, pasa a convertirse en ejecutor.

A partir de ese momento, su figura será ensalzada como un símbolo contra el sistema opresor y la dictadura clasista por parte de un pueblo agotado de ser exprimido por los poderosos y que, de alguna manera, esperaba que se encendiera una mecha para explotar e iniciar una revolución para liberarse de las ataduras. Sin embargo, Arthur Fleck, aka el Joker, está vaciado de ningún tipo de ideología. Su rebelión tiene que ver más con la descarga de ira irracional de un sociópata alienado que se convierte en monstruo, incapaz de discernir entre el bien y el mal, que con un ejercicio de autoconsciencia reivindicativa. La sociedad está podrida, y produce engendros, y quizás esa sea la visión menos comprometida a la hora de acercarse a una película que puede convertirse en una cosa u otra (fascismo, anarquismo, nihilismo) dependiendo del prisma hacia dónde se quieran enfocar sus planteamientos. En cualquier caso, la película se atreve a criticar de manera directa los recortes sociales de una administración que deja a los más necesitados sin ayudas para hacer frente a unos problemas que los hunden más en la marginación y la total desprotección.

Hacía tiempo que no surgía desde el mainstream de Hollywood una película tan kamikaze y radical que se atreviera con una carga de ambigüedad tan extrema e incluso inconsciente. Phillips apuesta por la incomodidad expresiva desde el primer momento hasta que esa pulsión entre la fascinación y el rechazo explota durante el careo entre Joaquin Phoenix y Robert de Niro en una escena que funciona como una imagen especular entre el pasado y el presente.

El director aparta el estereotipo de bufón del Joker, lo desvincula de las referencias al Tarot para componer un personaje de esencia trágica. Un hombre cuya risa se convierte en llanto en un espasmo doloroso entre el patetismo y la amargura. Y en ese sentido, la composición de Joaquin Phoenix resulta tan espectacular por fuera como dolorosa por dentro, capaz de hacer humano al personaje al mismo tiempo que lo impregna de su congénita psicopatía. El actor muta y lo hace sin necesidad de disfraces ni caretas, sino a través de una transformación física que parte del trabajo corporal y expresivo que nos lleva desde el encogimiento vulnerable a la fluidez desquiciada, como ocurre en esos movimientos a modo de pasos de baile que repite en varias ocasiones en los que permite a sus músculos en perpetua tensión liberarse de su agarrotamiento.

Joker es quizás todo lo opuesto que uno pueda imaginar a cualquier película de superhéroes por su crudeza cotidiana y su desprecio por la acción y la pirotecnia, aunque en el fondo, a Todd Phillips se le note una cierta tendencia a la pretenciosidad operística subrayada en la segunda parte de la función, donde los hallazgos del primer acto a nivel visual comienzan a agotarse para dar paso a una sensación de repetición machacona que sin embargo continúa atrapando por su capacidad de abducir a través de su provocación, su fuerza escénica arrolladora y el espectáculo de ver a un actor entregado al papel de su vida.

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