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el callejero

Jorge sobrevivió a una vida sin techo y un pasado sin amor

Foto: KIKE TABERNER
6/10/2024 - 

El Calypso de Jorge Cotino, un aparatoso reloj deportivo, marca las cuatro y media cuando aparece, puntual, por los Jardines del Antiguo Hospital, un lugar donde hay tantos árboles como contrastes, donde se cruzan los estudiantes con los sin techo, y los skaters con los turistas. Allí, donde el Muvim mira de lado a la biblioteca, Cotino parece andar de puntillas. No llama la atención a pesar de su camisa estampada. Es un hombre tranquilo con zonas oscuras que conviene no atravesar. Habla bajito, pero habla sin parar.

A sus 58 años, la vida parece no poder dar más giros. Y ahí está él, como un astronauta recién bajado de su nave espacial, algo aturdido pero firme, en pie. Ahora se le ve en paz, pero atrás han quedado tiempos turbulentos y hasta cuatro años viviendo a la intemperie y durmiendo en una boca de metro que parecía forzar la metáfora de una vida a punto de devorarle. Una relación complicada y tormentosa con su padre. La complicidad de una madre de otro tiempo. Los roces con los hermanos. Y el tópico de la familia que eliges.

Otro Cotino de Xirivella. Pero este acabó con los bolsillos vacíos después de algunas malas decisiones y algo de mala suerte. Su familia se dedicaba a la porcelana. A él le costó encontrar su camino. Lo intentó con Económicas y Filosofía, pero no encajó y fue Turismo la carrera que completó. Durante muchos años fue cambiando de empleos. “Trabajé en un par de despachos haciendo un poco de todo, llevando el papeleo, y aprovechando que hablaba inglés y francés. También trabajé de repartidor y hasta en la hostelería”.

Jorge se queda descolocado ante la pregunta de si le ha ido bien la vida. Da la sensación de que no le ha ido muy allá, pero que le duele verbalizarlo ante un desconocido. Al final, opta por una respuesta ambigua. “Es bueno haber hecho muchas cosas. No soy un triunfador, es evidente, pero todo lo que he hecho ha sido muy bonito. Sobre todo, aprender a dibujar. Tengo una familia biológica, pero no me llevo muy bien con ella, y mi familia ahora son mis amigos. Ellos son los que me dan fuerza y ánimos. No tengo hijos. Estuve con una chica muchos años. Era medio novia. La cosa acabó fatal porque no congeniábamos. Teníamos cosas diferentes en la cabeza. No éramos novios pero teníamos mucha relación. Ahora tengo otra gente”.

Poco a poco, la vida se fue torciendo y retorciendo. Perdió el trabajo, el piso, a la familia. Las patas de una mesa que se quedó sin apoyos y se fue al suelo. “Tenía un piso y se lo quedó el banco. Me quedé en la calle porque también me quedé sin trabajo. El último fue un empleo como administrativo en una empresa. Al final bajó la faena, yo no estaba bien. Yo soy un alma libre y no encajaba. Aquello fue en 2005. Luego he trabajado en lo que me ha salido. Y después me quedé en la calle en el…”. Jorge tarda un rato en acertar la respuesta. Primero dice que fue hace cinco años. Luego dice que no. Se queda dudando. Las fechas bailan en su cabeza. Al final concluye que se quedó sin un techo hace diez años, en 2014. Pasó cuatro años así y luego cinco en una vivienda tutelada. “Ahora estoy bien. Tuve un suceso traumático que me marcó y acabé volviéndome loco”.

No es fácil profundizar en qué le pasó. Este pintor de la calle vuelve a las respuestas ambiguas. “¿Que qué me pasó? Te lo voy a decir con unos versos de…”. Tampoco se acuerda. Entonces ataja recitando los versos de carrerilla, muy deprisa. “Mi historia es un recuerdo en un patio de Sevilla, y un huerto claro donde madura el limonero, mi juventud, veinte años en tierras de Castilla; mi historia, algunos casos que recordar no quiero”. Y casi sin tiempo para que el oyente asimile por qué ha utilizado la poesía de Antonio Machado, se justifica. “Es que no me apetece hablar de un tema tan desagradable. Pero, bueno, aquello pasó. Después de eso acabé mal, pero pasó y ahora estoy en una segunda juventud. Estaba mal en el trabajo, estaba mal con mi novia, o medio novia, y lo que me pasó que no quiero contarlo, acabé mal de la cabeza. No me integraba. Fue un tiempo difícil psicológicamente. Estuve en la calle, pero estuve bien. La cura no fue momentánea sino paulatina, con seguimiento médico”.

Ahora coge y cambia de tema. A Jorge, después del mal trago, le apetece hablar de algo más agradable, pasar ya a lo que realmente le gusta, que es pintar. La afición le llegó con 28 años. “Me ayudó mucho porque me dio una meta y una dirección. Me encanta el arte: es mi vida. Yo empecé por curiosidad porque soy muy curioso intelectualmente. Voy avanzando. Primero me centro en el movimiento. Luego, en luces y sombras. O en los matices de color. Siempre voy buscando, y no paro. Es un fastidio porque nunca estás quieto, pero me gusta profundizar”.

No ha dejado de pintar en estos 30 años. Los cuadros le gusta regalarlos. Pero ahora que ha encontrado la paz hablando de la pintura, la conversación vuelve a dar un vuelco. Su discurso es un poco como los autos de choque. De repente, cambia de tema. “Me tutelaron porque una psiquiatra que tenía pensó que estaba mejor tutelado que por la calle. No sé. La tutela es algo muy gordo, te quitan todos tus derechos y eso es muy fuerte. Yo he estado bien porque me dejaban pintar. Yo estaba todo el día fuera y volvía a cenar a casa, a la vivienda tutelada. Cogía y pintaba y estudiaba pintura, arte, dibujo… No estuve mal pero es muy duro que tenga que ser un privilegio, que te lo tengan que conceder. No tenía derecho a nada. Ahora han cambiado la ley”.

Ya no es así. Ahora vive por su cuenta y dice estar pendiente de un juicio para que le reconozcan la capacidad. “Espero que me la den. Ahora no sé muy bien cuál es mi estatuto jurídico. Yo antes era un incapacitado. Eso quiere decir que pierdes tus derechos civiles. La Administración se hace cargo de ti, como si fueras un chiquillo, por tu bien, se supone. Me dijeron que era por un problema mental y económico. La cosa es que yo, de siempre, he sido muy generoso. Es algo innato en mí. Era una especie de delito, o un delito. Entonces te tutelaban y se hacían cargo de tu dinero y tus cosas. Si yo tenía un problema económico porque no sabía administrar el dinero, y es verdad que no lo sabía administrar, el problema lo amplían a todo en mi vida. Cuando yo hablo bien, siento bien, mis emociones son correctas… Es complicado que te lo anulen todo. Me pareció demasiado estricto cuando el problema era de dinero, que lo daba todo, daba toda la ropa y me quedaba sin ropa”.

Jorge asegura que no tiene mal recuerdo de los años en la calle. Cree que se supo manejar y que, en cierto modo, salir de las cuatro paredes le hizo un hombre libre y pleno. “Yo estaba bien en la calle. Si veía un problema por aquí, me iba por allá porque en la calle hay mucha violencia. La gente se pega por nada y todos los días hay bronca. Yo ni bebía ni tomaba drogas. De eso, nada de nada. Yo estudiaba. Me sacaba libros y seguía estudiando. También dibujaba. Me iba a las copisterías y a los kioscos a pedir folios que fueran a tirar para tener dónde dibujar. Hacía mis dibujos por la parte de detrás. Iba a comer a varias oenegés. Dormía en los sitios con más seguridad, como en la boca de metro de Ángel Guimerá, donde siempre pasa gente por la noche, que no es igual que estar en un descampado. A veces también dormía en la FNAC. Aquí (en los jardines) no dormía porque por las noches te roban. La misma gente de la calle roba a la gente de la calle. Es terrible, pero es así”.

Jorge, en la línea de su conversación errática, vuelve ahora a la raíz del problema. O, al menos, al kilómetro cero de sus miserias. “Lo mío fue una cosa progresiva. Yo estaba en casa muy mal con mi padre. No congeniábamos. Tengo una opinión acerca de él, pero no quiero darla porque no es agradable. Mi madre estaba con él. Era una familia típica de posguerra. No era una mala mujer, pero en aquellos tiempos hacía lo que decía el hombre. (Da a entender que fue cómplice pasiva de lo que fuera que hiciera su padre). Mi padre era muy machista. Y más cosas que no vienen al caso. De vez en cuando me iba a la calle, pero luego él me llamaba y me aseguraba que no iba a pasar más. Y yo volvía. Al cabo de tres meses estábamos otra vez igual. Hasta que al final me quedé en la calle y fue como volver a nacer. Mira si es trágico lo que digo, pero yo en la calle estaba mejor que en casa”.

Pasan las jóvenes por delante con sus zapatillas blancas y las carpetas en una bolsa de tela. Pasan los hombres tirando de la correa del perro que se alivia donde puede. Pasan los jóvenes marroquís con su ropa negra y le piden papel de fumar a las chicas de blanco que han visto fumar. Y se sientan, lían un cigarrillo y dejan pasar el tiempo, como si nada más tuvieran que hacer en la vida que liar y fumar. Y todos piensan que la vida es eso. Estudiar, sacar al perro, fumar. Derechos de cuna. Ajenos a los vaivenes de la vida. A las grietas que se abren de golpe. Al abismo que asoma detrás de un padre que hace lo que no debe con un hijo. Y así, de un día para otro, pasas de la cama confortable y la manta que te protege al gélido abrazo de la calle, áspera y dura, que no te da más que unas baldosas con colillas, chicles pegados y cucarachas. No tiene nada más que ofrecerte. Y a eso, tan poco tienes, te aferras. Y un día dejan de importar los apuntes de la carpeta, el perro que quiere orinar o el cigarrillo que te ibas a fumar.

De repente, no hay nada. Pero Jorge encontró un papel y un lápiz. Y ahí salía todo. La ternura, la rabia, la incomprensión. Pintar lo que hay en la calle, lo único que te queda. “Yo en la calle estaba mejor que en casa. Allí empecé a crecer como persona. En casa estaba como en un agujero. Le daba una patada a una piedra y era mi enfermedad. Me bebía una lata de coca-cola y era mi enfermedad. He hecho cosas mal, lo reconozco, pero creo que no fueron las maneras correctas de llevar mi situación. Me quedé en la calle y allí empecé a conocer a gente, a mucha gente. Buenos, malos, regulares…  De todo. Al final salí adelante y ahora estoy muy bien. En la calle también se pasa mal, claro. Pasas miedo. El primer día que pasé en la calle estaba totalmente desubicado. Estaba perdido, en una nube. No sabía dónde ir al baño, dónde ir a comer, dónde ir a beber. No sabía nada de nada. No sabía dónde dormir. Tienes miedo porque desconoces lo que hay. Es una vida peligrosa en la que, a veces, te roban y te pegan”.

Poco a poco se fue ubicando. Fueron los años en los que perdió el piso. Primero dice que se lo quedó el banco, luego que otra casa se la arrebató un hermano. Abre la puerta de su pasado y luego la cierra de golpe. ¿Lo ves? Pues ya no lo ves. “Son cosas muy feas y muy tristes. Pero ya son parte del pasado y no quiero pensar en ello. Ahora estoy bien, tengo una pensión contributiva, por los años que he trabajado, de 900 euros”. Más de un tercio, 380 euros, se va en pagar la habitación del piso que comparte en Benimàmet con otras seis o siete personas. Eso se lo gestiona el IVASS (Instituto Valenciano de Atención Social-Sanitaria). Allí se levanta al alba, desayuna, se arregla y se va a pintar a la calle. Por la tarde vuelve a casa y lee. Lee mucho. Al final, en este mundo de pantallas y reels y series sinfín, ver a alguien ante un libro abierto parece una rareza.

No lee cualquier cosa. Ahora anda con un par de libros: La filosofía americana como filosofía sin más, de Leopoldo Zea, un pensador mexicano, y Sexual Personae: arte y decadencia desde Nefertiti a Emily Dickinson, de la intelectual estadounidense Camille Paglia. La lectura también le aporta orgullo. El que siente por el bagaje que ha ido recopilando. “Es tan bonito poder decir que he leído El Capital de (Karl) Marx, o que he leído a (Ludwig) Wittgenstein, o que he leído El Quijote de Cervantes, que dice cosas preciosas… Es tan bonito y tan enriquecedor y te llena tanto. Y sé pintar. Me gusta y adoro pintar. Me expreso con mi arte. La cultura y el arte me han salvado la vida. Si no, mi vida hubiera sido desastrosa”.

De vez en cuando va a desayunar a las oenegés que le echaron una mano en los peores momentos. “Voy y saludo a la gente que conozco. Me ayudaron de la Cruz de Malta (quizá se refiera a la Orden de Malta) y de Misión (Evangélica) Urbana, que es una asociación formada por un grupo de parroquias evangelistas que dan de comer a gente de la calle, o te cortan el pelo, te dan ropa… Ahora me paso a verlos, aunque estoy dejando de ir porque quiero cambiar de parámetros y de referentes”.

Sus padres ya murieron. ¿Qué supuso perderlos? ¿Alivio? ¿Tristeza? ¿Vacío? ¿Libertad? “¡Ostras! A mis padres los quería, aunque luego pasé de mis padres, mis hermanos y de mi familia. Collins. Al principio no me supo mal, pero cuando pasa el tiempo y se dulcifican las cosas y se aclara todo y reconoces tu parte de culpa en el problema, algo que se va generando ahí, pues ya me sabe mal que se hayan muerto y de vez en cuando les echo de menos. Pero estoy muy bien situado en el aquí y el ahora. No me muevo de eso. No me hablo tampoco con mis dos hermanos. No sé nada de ellos desde hace años. Eso no me da pena. Mis padres eran de otra época y tenían una disculpa, pero mis hermanos no. Son de la València profunda, con la que se metía Blasco Ibáñez. Se han portado muy mal conmigo: me dejaron en la calle”.

-Jorge, ¿y cómo se ve dentro de diez años?

-¡Ostras! No sé cómo me veo dentro de diez años. Mucho tiempo es eso. La verdad es que me veo (se queda pensativo durante unos segundos)… Me veo como esa olivera de ahí enfrente. Libre y bien arraigada y hermosa.

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