VALÈNCIA. Frente al mundo basado en el proteccionismo y en las relaciones bilaterales (que generalmente implican que los intereses de la parte más fuerte prevalezcan) que preconiza el presidente Trump, China ha adoptado una posición radicalmente distinta e inteligente en plena guerra comercial con los Estados Unidos. China sabe que el comercio es civilización y que es esencial para un mundo en paz. Es cierto que a China le ha ido especialmente bien con la globalización, al haberle permitido el alcance global de su función manufacturera y comercial tradicional (China siempre se ha desenvuelto especialmente bien en estas dos actividades económicas), pero también sabe que los mercados abiertos y el multilateralismo son mecanismos que garantizan el desarrollo y una estructura de reglas que, aunque no siempre sean justas, son preferibles a la ley del más fuerte que impera en el (des)orden internacional.
Así, bajo el impulso de China, el pasado 4 de noviembre, con ocasión de la celebración en Bangkok de la cumbre de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático, se suscribieron los documentos iniciales que darán como resultado la ratificación por los parlamentos nacionales en 2020 del macroacuerdo comercial denominado Asociación Económica Integral Regional (la llamada, en inglés, Regional Comprehensive Economical Partnership, también conocida como la RCEP). Mediante este acuerdo se pretende crear una zona comercial de libre comercio integrada por 15 países asiáticos muy diversos con economías poderosas, como China, Japón, Corea del Sur (es muy positivo constatar cómo estos tres países, que no suelen ocultar sus rivalidades regionales, han decido superar sus diferencias para temas comerciales mediante este acuerdo), Australia, Nueva Zelanda y Singapur, con otros con economías en desarrollo, como Birmania, Laos, Filipinas, Vietnam, Brunei, Malasia, Tailandia, Indonesia o Camboya. Esta nueva área de libre comercio representa el 29 % del comercio del planeta, el 32,2 % del PIB global y el 32,5 % de la inversión mundial. Es un claro exponente del dinamismo del área del Asia-Pacífico que tantas veces he mencionado en esta columna y que, por su relevancia, es una de las razones de ser de la misma.
El RCEP arrancó en 2012, trascendiendo inicialmente de una actividad meramente encaminada a la armonización de las reglas comerciales de los países del ASEAN a un acuerdo que, como se desprende de los datos referidos antes, puede configurar el área de libre comercio más importante del mundo. Su propósito inicial es fortalecer las relaciones comerciales entre sus Estados miembros (indudablemente, con una preponderancia china) mediante la reducción de tarifas y otras barreras aduaneras. Algunas de las críticas que ha recibido se han centrado en su naturaleza esencialmente arancelaria. Aquí nos encontramos con algunas de las diferencias más relevantes con el Acuerdo Transpacífico (en inglés, el famoso TPP o Trans Pacific Partnership), inteligentemente orquestado por la Administración Obama, que tenía unas metas más ambiciosas, al incluir dentro de las materias reguladas en él cuestiones como la obligación de liberalizar sus economías, la exigencia de protección del medio ambiente o materias de seguridad laboral y de protección de la propiedad Intelectual. De esta forma, se conseguía también aislar a China, y es posible que, con el tiempo, las buenas prácticas resultantes del TPP hubiesen contribuido favorablemente a la reducción de determinadas prácticas económicas del gigante asiático. Este proyecto fue desechado, en mi opinión de manera poco meditada, al poco tiempo de la toma de posesión del presidente Trump, como expresión de su animadversión a cualquier forma de multilateralismo (incluso aquel que más beneficia a Estados Unidos).