VALÈNCIA. Una de las canciones más populares de 1996 fue ‘Danza de los 40 limones’, el debut de Juan Antonio Canta, un artista cordobés dotado de un gran talento que también lo hacía inclasificable. Esta es una semblanza de su figura desarrollada a partir en una entrevista publicada en El País de las Tentaciones cuando apareció su primer álbum.
En mayo de 1996, la canción que tenía todos los boletos para ser la reina del verano fue ‘Danza de los 40 limones’. Estaba escrita e interpretada por Juan Antonio Canta, seguro que muchos todavía lo recuerdan. Para bien y para mal, Canta se convirtió en parte de la fauna televisiva de Esta noche cruzamos el Mississipi, y si no contabas con los referentes necesarios, aquel tipo con gafas de pasta y traje de gánster se antojaba una extravagancia más en un espectáculo televisivo con el que Pepe Navarro que anticipó el destarifo e histrionismo de las no menos populares Crónicas marcianas de Javier Sardá. Pasada la medianoche, Juan Antonio podía aparecer en la pantalla del televisor en cualquier momento, tras la intervención de una curandera o antes de que hablara un experto en ovnis.
Acompañado por un ballet, Canta aparecía aferrado a su guitarra, con un aspecto que recordaba un poco a Poch. Salía a escena e interpretaba la canción que media España, a esas alturas y después de mucho insistir, debía saberse ya de memoria. Un limón y medio limón… Era la canción del verano perfecta, pegadiza, machacona, divertida y aparentemente desenfadada. Hasta que llegaban los indicios de que allí había algo más. “Sé que parece una película de Greenaway”, decía uno de los versos, y claro, ahí comenzaba el lío. Adiós Georgie Dann, hola surrealismo, mientras Juan Antonio pronunciaba aquellas palabras forzando el acento, como si quisiera ser un baladista italiano, variedad musical ésta que formaba parte de su mundo creativo. Sus limones procedían de una galaxia lejana sin conexión alguna con sopas de caracol, cachetes con cachetes, ombligos con ombligos y demás cafetales.
“No me preocupa que por culpa de los limones no me tomen en serio”, me dijo Canta en el camerino del teatro Alfil, poco antes de que saliera su primer álbum. Había ido antes a verle en aquel mismo teatro un par de veces. La primera para constatar lo que intuía; la segunda, para celebrarlo una vez más. Juan Antonio Canta era un artista difícil de catalogar. Era irónico, tierno, absurdo, lúcido. Lo de la televisión y lo del single de marras no eran más que una especie de anzuelo, la invitación a explorar un mundo mucho más profundo y hermoso que el contexto donde era reiteradamente presentado. “Si hay algo más en mis discos, espero que se note porque yo soy un tío muy serio”. Recibió la oferta de salir en el programa de Navarro todas las noches, cantando la misma canción. Le pareció tan sumamente kafkiana la oferta que la aceptó porque le pareció muy divertido.
Juan Antonio Canta se apellidaba en realidad Castillo. Era cordobés y por aquel entonces, primavera de 1996, tenía 30 años. Sus allegados le llamaban Patuchas. Antes de ejercer como solista estuvo al frente de Pabellón Psiquiátrico. Con ellos grabó cuatro discos pero el grupo comenzó a resentirse cuando la discográfica se empeñó en convertirlos en una copia de Hombres G o una réplica de Toreros Muertos. “Querían que fuésemos un grupo chistoso y todo lo que no fuera evolucionar en esa dirección les parecía una basura”, se quejó Juan Antonio. Una de las canciones que dejó hechas el grupo antes de desaparecer se llamó ‘Con g de gilipollas’. En cuanto al personaje Juan Antonio Canta, éste nació en 1992. “A un amigo que tenía un bar le dije si podía ir a allí a cantar. Me preguntó qué tipo de música hacía y le dije: “Pues no sé, yo voy a cantar”. A raíz de ahí salió el nombre del grupo”. Sí, otra cosa que conviene aclarar es que, para su responsable, Juan Antonio Canta era un grupo que contaba con un único miembro. “La idea es hacer un grupo muy económico, que no están los tiempos para dilapidar nada. Lo único que necesito es un escenario, y si no hay equipo, canto a pelo. Tengo muy claro que si tienes algo que decir no necesitas mucho más”. Y así era. En el escenario del Alfil, Canta, prácticamente solo, creaba un espectáculo que trascendía lo musical.
Llegó a Esta noche cruzamos el Mississipi, de repente, y allí se convirtió en un personaje familiar para los espectadores. Y para aquel que crea que ahora mismo vivimos tiempos extraños, ahí va esta otra declaración del cordobés: “Lo más fuerte es que ése es el único programa televisivo donde un músico puede actuar en directo. Este no es un país serio. El programa de Pepe Navarro es confuso, pero lo más interesante es que vivimos en una época confusa y el baile de la canción de los limones, con [los personajes del programa] Pepelu, Reme, las chicas y quién se tercie esa noche es, como diría Arrabal, la celebración de la ceremonia de la confusión. Hay que verlo así, como algo surrealista”. Surrealistas eran las canciones del álbum que apareció antes del verano, ratificando el verdadero y gran talento de Canta. ‘Johnny Mc’N’Roe’ que decía “Johnny Mc’N’Roe is singing in the morning / Johnny Mc’N’Roe is singing in the water…” ‘La balada del adúltero’, o cómo darle una vuelta de tuerca a la balada italiana: “Y le hice el amor como un toro robusto / con algo de rencor, sin encontrarle el gusto… / Luego en el ascensor un coitus interruptus / Fue por no hacerle un feo / solo pensaba en ti”. La cantaba como si fuera Umberto Tozzi después de haber tenido una mala experiencia paranormal. La canción de los limones también estaba en esa línea. Había una versión de baile, ‘Rap de los 40 limones’, con arreglos a lo ‘Rapper’s Delight’ que tenía algunos momentos delirantes. “Por qué tuvo éxito hace tantos años ‘El limonero`[de Henry Stephen] si la letra no decía nada especial? Por la forma de pronunciar las palabras”.
No sé si finalmente la canción de los limones fue finalmente la canción del verano o no, pero el álbum Las increíbles aventuras de Juan Antonio Canta pasó desapercibido para la prensa especializada. El artista tuvo que cargar con el éxito de su canción estrella en un país en el que cuando tienes uno de esos éxitos, te hinchas a actuar, pero a nadie le interesa otra cosa que escuchar la susodicha canción. Meses después, cayó en una depresión que le hizo quitarse la vida a finales de aquel año que debió haber sido decisivo en su trayectoria. Por lo que se supo después, su trágica decisión estuvo influida por la decepción que le supuso aquella falta de aprecio, y sobre todo, el sentirse encasillado como un artista estrambótico. Sus canciones era muchísimo más que una gracia. Y tanto quienes me crean como quienes no lo hagan recomiendo el documental que sobre su figura rodó Abel Esteve, Patuchas: el hombre de los mil limones. A veces me apetece mucho volver a escuchar ‘Cama roja’, una de las reflexiones más lúcidas sobre eso llamado revolución. Alguien que escribe una canción así, una letra así, completamente en serio aunque tenga raptos de humor, es alguien que lo tiene mucho más complicado que la inmensa mayoría para transitar por este mundo. Aunque no es consuelo de ningún tipo para una tragedia como la suya, espero que Juan Antonio sepa, allá donde esté, que gracias a sus canciones, a algunos nos resulte mucho más fácil seguir aquí, rodando como limones.