en RUZAFA 

La Chata: la transformación de un ultramarinos de barrio en un acogedor restaurante de cocina casera 

“Sabor a Turia, a pueblo y a tradición” es el lema con el Clarisa Leyva y Sergio Bernardo han bautizado su tienda-bar-restaurante situada en la calle Literato Azorín. Un homenaje a la cocina de las abuelas que depara más de una sorpresa inesperada.

| 24/11/2023 | 6 min, 34 seg

Cuando Clarisa Leyva y Sergio Bernardo decidieron regresar a la hostelería, después de tres años se barbecho, tuvieron claro que el nuevo proyecto tenía que complementarse de forma natural con la pequeña parada de vinos y laterío gourmet que tantas alegrías les había proporcionado desde su inauguración en 2020 en el exterior del mercado de Ruzafa. La Chata Ultramarinos pedía crecer, y debía hacerlo en el mismo barrio para no alejarse de su clientela fija, que es esencialmente local.

“Durante estos años hemos creado una especie de comunidad que también nos ha acompañado muchísimo en esta nueva aventura”, nos explica la pareja, asentada ya en su nuevo local de la calle Literato Azorín. Es un espacio acogedor en cuya entrada se han dispuesto los productos de la tienda -sobre todo vinos de pequeños productores, licores y conservas artesanas, casi todas valencianas-, con los que continúan montando sus espectaculares capazos para regalo con cestas artesanales que les hace a mano una abuelita de Aielo de Malferit. A continuación, se abre una sala para el restaurante que termina en una pequeña terraza en la parte posterior que es perfecta para tomar el café o el postre.

Las paredes del local rinden homenaje a La Chata, la abuela con la que se crió Sergio en la población de Silla. Fotos antiguas y objetos personales que remiten al lema “Sabor a Turia, a pueblo y a tradición” con el que se presenta a la ciudad este restaurante que -¡apunten!- trabaja con cocina abierta de forma ininterrumpida hasta las 23 horas. “Ahora estamos cerrando los domingos y los miércoles, porque si algo aprendimos de la etapa en la que llevábamos el Pintxo y Trago en la Plaza Redonda es que la conciliación familiar es muy importante para nosotros. Queremos tener tiempo para estar con nuestro hijo. Es probable que a partir de enero cerremos domingos y lunes”, añaden.


La franja matinal, que ellos señalan hasta las 12 horas, se dedica a servir esmorzarets con su “gasto” y su creamet. A los que quieren salir de la brascada y el chivito de siempre les interesará saber que en los almuerzos de La Chata hay bocadillos poco habituales como el de rabo de toro, con manchego fundido y salsa de mostaza vieja. Ese guiso tradicional también se sirve a veces como plato del día. Lo elaboran con el mítico chocolate cilíndrico -o “de bollo”- de Rafael Andreu, que se caracteriza por su textura terrosa y su sabor puro.

Como la cocina es pequeña, Sergio y Clarisa han tenido el acierto de apostar por una carta muy versátil y de extensión razonable. Está pensada sobre todo para compartir platos al centro de la mesa, pero también es posible pedir arroces (siempre bajo encargo) o decantarse por un plato de cuchara del día como las lentejas -de las de toda la vida o vegetales-, el guiso de chipirones o el all i pebre de pulpo. Para llegar a un público más amplio, cambian la anguila original por el cefalópodo, pero sin restarle un ápice de genuinidad a la salsa.

Nosotras empezamos con una de las latas estrella de la casa de conservas valenciana Samare: la titaina es quizás su producto más conseguido, con su atún en salazón y sus piñones. La sirven atemperada y acompañada de tostas calentitas. Nos cuentan que otra de las conservas que más sorprenden es la de conejo al ajillo. “Muchos clientes que vienen a comer se llevan después a casa alguna de las latas que han probado, o incluso un bote de pericana casera -la misma que utilizamos para nuestra tortilla vaga- o de mousse de piparras -la que preparamos para la ensaladilla rusa-. La idea es que el ultramarinos y el restaurante se retroalimenten”, señala Clarisa.


En el apartado de tapas calientes -que ellos llaman “El Bar”- hay más cocina. El entrante que más nos sorprende es el hummus de lentejas, que en realidad no lleva tahini ni nada de eso. Es un guiso de lentejas tradicional convertido en puré y servido frío con bastoncillos de pan soplado y con una “falla” de tiras de ajopuerro frito. Es un plato bonito, pero sobre todo sabroso y contundente. El truco mágico está en las costillas doraditas y recién pasadas por la sartén que te encuentras como tropezones.

Otras de las tapas estrella son las croquetas -super cremosas- y los figatells caseros: el clásico se presenta con una parmentier de pimientos de piquillo y el de sepia negra (muy recomendable) viene con una salsa romescu con un sutil toque dulce de mistela y una base de rúcula frita. Ojo también a la coca de recapte, con base de pan de masa madre que elaboran en el vecino Le Roi -qué importantes son las alianzas con buenos obradores locales-. La “chicha” de esta coca deliciosa es una longaniza de Ontinyent y una rodaja de panceta ibérica regadas con un poco de alioli de avellanas. Probamos también el carpaccio de manitas de cerdo, el típico plato de “lo amas o lo odias” que todo restaurante debería tener en la carta. Si no juegas, no ganas. A pesar de que las propuestas de La Chata son deliberadamente amables y accesibles, con concesiones a la experimentación muy medidas, su clientela les ha sorprendido aceptando con entusiasmo este entrante en el que la untuosidad grasa de la casquería tiene como contrapunto el aporte amargo, ácido y fresco de las alcaparras.


“La Alegría de la Huerta” de la parte de la carta consagrada a las verduras. Las llamadas cebollitas de l’horta en gabardina son una interpretación valenciana de los calçots catalanes, pero con bastantes digresiones. Son cebollas pequeñas y muy dulces, pero de tallo corto, que se fríen en tempura y, eso sí, se bañan en romescu. No podemos abandonar el apartado de propuestas saladas sin recordar que estamos entrando en la gloriosa temporada de las alcachofas, que en La Chata se presentan en forma de flor abierta (para comer deshojando poco a poco hasta llegar al corazón), con parmesano y trocitos de panceta.



Como la cocina es demasiado pequeña para albergar un rincón de repostería, las tartas caseras las encargan a un obrador externo. Ahora que se acerca la Navidad, gana terreno la tarta de panettone, del mismo modo que en verano tenían la de horchata y fartons. Aunque, si tenemos que elegir, preferimos rematar con el afogatto de creamet, que además de helado de vainilla llega a la mesa con una cookie de chocolate recién salida del horno y tentadoramente colocada encima del borde del vaso. Todo esto para que la rompas con el dorso de la cuchara y disfrutes como una niña haciendo sopitas con café y ron. Un fin de fiesta redondo, nunca mejor dicho. “Si me pongo así y das un empujoncito, llego rodando a mi casa”.

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