VALÈNCIA. Son las diez de la mañana del viernes, 22 de diciembre. Mientras en las radios y televisiones de toda España las voces de los Niños de San Ildefonso cantan números de lotería, en un bajo de la calle Santander de València, en el barrio de L’Hort de Senabre, el babaji (padre) del templo sij y el gerente del mismo, el señor Labh Singh, preparan un té acompañados de algunos de los cocineros y feligreses. A las once comenzará el rezo de 48 horas en memoria del martirio de Sahibzade, la muerte a principios del siglo XVIII de los cuatro hijos del décimo gurú, Gobind Singh, a manos de los mogoles, musulmanes. Es una fiesta que se celebra en todo el mundo. En todos los templos sij del planeta, durante estos dos días, las comunidades cantan de manera ininterrumpida el libro sagrado, 1.400 páginas. Lo de que sea un fin de semana no es un azar; según explica el señor Labh, 48 horas es el tiempo que se precisa para recitarlo todo.
Mientras ultiman los preparativos, invitan a té a los allí presentes, incluidos los periodistas. A esa hora son apenas una decena pero cuando llegue el domingo Labh calcula que serán más de 200 personas. Se inicia el rezo. En la cocina del templo los cocineros llevan horas preparando alimentos vegetarianos que repartirán a todo aquel que se aproxime, sea de la religión que sea. Lo hacen todos los días, pero muy especialmente este fin de semana en el que celebran su fiesta que coincide en el tiempo con la Navidad cristiana. El sijismo, una mezcla del monoteísmo musulmán y la religión hindú, es una religión abierta que no conoce de castas ni razas, en la que la mujer puede asumir cualquier responsabilidad y no tiene nada vetado, y que observa una serie de preceptos (toda la comida es vegetariana, no se puede entrar con tabaco, ni carne, ni pescado, ni huevos en el templo) para todo el mundo (nadie, ni hombres ni mujeres, puede estar con la cabeza descubierta, hay que entrar descalzo). En ella todos los hombres se apellidan Singh (león) y todas las mujeres Kaur (princesa).
Comienza el rezo. El babaji agita el chaur sahib, una especie de plumero, como si abanicara el libro sagrado mientras lee las primeras frases: “Ek Ong Kar (Dios -el ser– es uno), Sathe Nam (su Nombre es Verdad), Kartha Pur (creador del Universo), Nirbo, Nirver (más allá del miedo, más allá de la venganza), Akol muret, adjuni (más allá de la muerte, no nacido)…”. Más feligreses entran, se aproximan al altar, se arrodillan ante el libro sagrado, aportan una limosna y después se sientan en el suelo con los amigos o familiares que allí encuentran. Labh permanece una hora porque debe irse al Mercado del Puig. Poco después de las once y media sale del austero bajo de la calle Santander, se sube a su viejo Renault Clío y parte. Procedente del Punjab, como la mayoría de los sijs, tiene familia por todo el mundo. Vivió primero en Patraix pero lleva ya 12 años en Xirivella donde tiene un supermercado. El templo de la calle Santander está en marcha desde hace cinco años. En la ciudad hay otro, en la avenida de los hermanos Machado. Se calcula que más de 3.000 sijs viven en València. La ciudad es la segunda en número de sijs de España, por detrás de Barcelona y muy por delante de Madrid, donde Labh dice que son escasos. Otras ciudades con una importante comunidad sij son Murcia y Palma de Mallorca.
Cuenta la periodista Teresa Díez Recio que cuando llegó en abril de este año por primera vez a L’Hort de Senabre, acompañada por su pareja, el guitarrista de Los Radiadores José Antonio Nova Herrera, aka El Joven, se encontró a un grupo de sijs en una de sus fiestas arrojando pétalos. La primera impresión que tuvo es que se trataba de un grupo de falleros. Y ella, que venía de Ruzafa, dio un respingo. “Pensé: ‘Qué pesados; no me libro de ellos ni aquí’.” Pronto se dio cuenta de su error. Eran sijs que estaban celebrando el Vaisakhi, su fiesta más importante, en la cual conmemoran como un 13 de abril de 1699 el gurú Gobind Singh daba carta de naturaleza a su religión y la dotaba de unas directrices y una identidad propia. Cansada de la despersonalización de Ruzafa, en L’Hort de Senabre, ese aparentemente barrio obrero sin personalidad, hallaba la multiculturalidad de las grandes ciudades, la riqueza y la convivencia de diferentes razas de la que tanto se habla. “Verles arrojar pétalos me pareció precioso”, comenta. Y se enamoró del lugar.
L’Hort de Senabre es uno de los cinco barrios que conforman el distrito de Jesús–Patraix. Está limitado al norte por la calle Venezuela, al oeste por la avenida Gaspar Aguilar, al este por las calles Carteros y San Vicente, y al sur por la avenida del doctor Tomás Sala, el bulevar Sur, aunque el cementerio protestante está adscrito al barrio. Si el distrito toma su nombre por el monasterio franciscano de Jesús, fundado en 1428 por María de Castilla, reina de Aragón y esposa de Alfonso el Magnánimo, el barrio lo hace del propietario de unos terrenos de huerta que fueron cedidos al Ayuntamiento. Según el padrón, la cifra de habitantes lleva estable en torno a 17.000 personas desde hace 20 años. En 1996 estaban registrados 16.938 vecinos. La cifra más alta se alcanzó en 2009, que estaban empadronadas 17.738 personas, y en 2016 se situó en 17.121, un poco por encima de los números de 2015. La densidad de población es 402 personas por kilómetro cuadrado. Es un barrio joven, con la mayoría de la población en edad laboral; las personas mayores de 65 años son poco más del 18%. Tiene un centro de día y en sus lindes se encuentran el Mercado de la Valvanera, junto con el parque del mismo nombre, que aunque se hallan fuera de los límites técnicos del barrio (pertenecen a la Creu Coberta) los vecinos los consideran parte del mismo. Aunque si por algo llama ahora la atención es por las viviendas de la cooperativa La Previsora, las casas de Cayetano Borso di Carminati.
El grupo residencial se diseñó en 1927 y fue construido entre 1928 y 1940. Tal y como explica Roberto Tortosa, autor de La València insólita, “el grupo, conocido popularmente como Barrio de los Carteros, se creó al amparo de la Ley de Casas Baratas con destino a funcionarios y profesionales de clase media. Precisamente el objetivo que se perseguía con la construcción de este grupo —y de otros parecidos como el de los Chalets de los periodistas en la avenida Blasco Ibáñez— era dignificar la vivienda obrera adoptando un aspecto más burgués”. Subvencionadas estatalmente, según la guía de la arquitectura de la Comunitat que edita el colegio de arquitectos son viviendas grandes (de 118 m2) con acabados e instalaciones poco comunes en este tipo de promociones. Su ordenación y arquitectura, proyectada por el autor de obras como la fachada del Rialto o la fábrica Bombas Gens, fue dirigida por Enrique Pecourt y es un ejemplo de la influencia que tuvo en la València de la época la ciudad-jardín inglesa. Con un nivel de protección 2, muy pocas están a la venta y se barajan precios de en torno a 300.000 euros por cada una. Algunas son viviendas pero otras sirven para albergar negocios como una clínica veterinaria o incluso una escuela infantil. Una de ellas, pintada de azul este año, es el bar La Previsora que regenta Amable Mora con su hijo David y su mujer Vicenta Herrero.
Como cualquier laborable a mediodía, Amable está atendiendo a la hora del almuerzo, una de las que mayor trasiego tiene. En el interior del bar, en la televisión que está sintonizada en La 1, prosigue el Sorteo de Navidad. La pareja formada por Yossueff Salhi y Noelia Katiuska Medina cantan el Gordo. Ha estado muy repartido. Amable, que porta un colgante que le compró a un muchacho subsahariano hace diez años, comenta que el número que tienen a la venta ahora es del sorteo del Niño. Oriundo de Castillejo de Iniesta, lleva 52 años en València. Aprendiz de una empresa textil en la cercana calle Uruguay, una de las muchas que había en la zona, se dedicó durante 20 años a ser taxista hasta que finalmente adquirió el bar. “Siempre ha sido bar, incluso cuando la zona no estaba asfaltada y estaba lleno de caminos de tierra, porque daba servicio a los trabajadores de las empresas que había por aquí”. Orgulloso de sus orígenes conquenses, en el bar venden latas de morteruelo, sirven también zarajos y una vez a la semana hacen ajo arriero “a mano”.
“Esto era una isla de huerta”, explica Amable. “Desde la calle Uruguay sólo podías acceder por un camino de huerta. Todas las calles eran fabriquillas y estaban sin asfaltar. El huerto de Senabre estaba lleno de higueras y de campos de fútbol donde jugaba la gente. Cuando era taxista y tenía que traer a alguien aquí lo tenía que dejar en la avenida Gaspar Aguilar y que ya viniesen andando, porque además teníamos permiso del Ayuntamiento para hacerlo así”, recuerda. La singularidad de las casas de Borso di Carminati era tal que a finales de los años cincuenta el polémico alcalde Adolfo Rincón de Arellano acometió unas mejores urbanas. En agradecimiento, los vecinos colocaron una placa que se puede ver aún hoy en la fachada del bar La Previsora y que está fechada en el 5 de marzo de 1960. Aunque la parte superior del bar podría servir de vivienda, Amable y su esposa viven enfrente, en un piso. Su hija Sonia y su nieta Naia llegan en ese momento. La chiquilla está a punto de comenzar sus vacaciones navideñas. Pasa dentro del bar con su abuela.
Si bien parte de la clientela son de fuera del barrio, la mayoría son vecinos. Entre ellos la nueva incorporación, Teresa Díez Recio, que llega con sus dos perros y el que le ha dejado su hermano. Díez Recio trabaja ahora en Madrid y cuando vuelve a València está encantada con su nuevo barrio. Tiene la mirada puesta en el Parque Central, cuya apertura es inminente y que, recalca, está a sólo ocho minutos andando. Asimismo hace hincapié en que uno de los autobuses que da servicio a la zona, el 10, se encuentra a apenas cinco paradas de la Plaza del Ayuntamiento. L’Hort de Senabre tiene un acceso directo al corazón de la ciudad. “Lo que me gusta de este barrio es que es multicultural de verdad, la colonia de casas y toda la mezcla que hay alrededor; como en el parque que por las mañanas puedes ver a los usuarios del centro de día y por las tardes a familias de todos los países con sus hijos”, comenta.
Quizás sea ese el principal rasgo diferenciador de Senabre, su heterogeneidad, con un 16,5% de empadronados en el barrio de procedencia internacional. Según los datos oficiales, conviven allí cuatro continentes. 613 vecinos proceden de América, 529 de Asia y 384 de África, y conforman el crisol multiétnico único que da carácter y le hace tan singular en la ciudad. Un ejemplo de esa multiculturalidad es la mezquita de la calle Gabriel y Galán. Su imán, Usman Mohamed, procedente de Pakistán, acaba de abrir el bajo adornado con carteles en árabe. En poco menos de una hora se llenará el aséptico espacio con feligreses. Orientado a La Meca, como manda el Corán, un panel digital en el que se señalan las horas del rezo preside la pared del fondo. En los días con más afluencia Mohamed asegura que se reúnen hasta 300 fieles. Explica que toda su familia vive en Inglaterra, en el Reino Unido, pero que él tiene a su mujer y sus hijos aquí, “en el barrio”. “Me habían hablado de València. Estoy mucho a gusto”, asegura con leves asentimientos de cabeza, y es que, aunque lleva siete años en España, su castellano todavía no es muy fluido. Cómodo, insiste en que no ha tenido “ningún problema” en todo este tiempo. En L’Hort de Senabre, en Senabre como lo llaman los vecinos, puede ser él mismo.
De la diversidad dan fe los dos negocios adyacentes a la mezquita. El primero es El Taller de Clo. Se trata de una firma dedicada a la organización de todo tipo de eventos, que emplea una de las antiguas naves de la zona como lugar de almacenaje y trabajo. Este viernes se encuentran Javi, las floristas Eva y Ana, y Steven, quien relata como los propietarios del taller, Jorge Hornos y Claudia Bonet, llegaron al barrio buscando más espacio. “Es un barrio muy familiar, muy obrero, y que mucha gente no conoce”, comenta. Una idea que comparte su vecino, Pepe García, socio fundador de CuldeSac, cuyo estudio está pared con pared con El Taller de Clo. Para él el barrio es “un gran desconocido” entre los valencianos, aunque en su caso no importa porque, comenta, su negocio “no pasa por la puerta”. Fan de la vecina Taberna Amparín, en la que asegura que se hacen “las mejores patatas bravas de València”, García cree que uno de los secretos de su tranquilidad reside en que las distintas comunidades viven en armonía sin mezclarse. “Son balsas de aceite. No es una amalgama. No hay tensión porque no hay fricción”, explica.
En una de las paredes fucsia del estudio, donde más de una veintena de personas se dan cita hoy en CuldeSac trabajando, creando, imaginando, en un ir y venir constante, se puede leer una premisa en inglés: Reason loves emotion (la Razón ama a la emoción), algo que se ajusta a la historia de cómo llegaron hasta allí “por pura casualidad”. Habían visto ya un bajo cerca del antiguo cauce del río, casi al otro lado de la ciudad, cuando la mujer de uno de los socios les habló de una nave. “Yo no entraré que está llena de pulgas”, les dijo. Cuando entraron sí, efectivamente, lo que vieron era una nave abandonada y sucia, pero un agujero en el tejado de uralita provocaba que un rayo de luz entrase en la nave diagonalmente, iluminando las partículas de polvo del aire como si fueran luciérnagas. Pepe García sonríe al recordarlo. Ya se ha dicho: la razón ama a la emoción.
No todos tienen un recuerdo tan positivo de su primer contacto con Senabre. Ése es el caso del grafitero Bowy. Tras pasar por Blasco Ibáñez y Juan Llorens, arribó siguiendo los pasos de su hermano, que se había instalado allí antes que él. “Cuando llegué no me moló nada”, comenta. Le pareció sucio, dejado… “Me dije: ‘Hemos bajado de nivel’.” Una de la primeras situaciones que vivió fue tan terrible que se preguntó dónde se había metido. No llevaba ni una semana cuando vio a una persona armada con un palo entrar a un garaje persiguiendo a otra. Después vio salir al perseguido y más tarde al perseguidor, ya sin el palo. “Busco al chico del palo desde entonces; si lee esto, quiero saber lo que pasó”, bromea entre risas. Hasta ahora no ha vivido ningún incidente desagradable más. Aunque sabe que hubo años malos, hoy día la situación es de calma y él se ha enamorado también del barrio.
Por cuestiones laborales, Bowy es una persona que se conoce bien València, prácticamente la ha tenido que recorrer andando. Y desde ese experiencia pone en valor un emplazamiento que aparentemente se halla en las antípodas de lo que debería ser un barrio amable ya que sobresalen las carencias, desde zonas peatonales a espacios verdes. Según un trabajo de final de grado para la licenciatura de Ingeniería Agroalimentaria de la Universidad Politénica de València realizado por Elena Rotea Giménez, en el barrio hay un total de 905 árboles y 108 palmeras. Sus zonas verdes solo son un pequeño porcentaje respecto del total de la ciudad, no llega al 1%, pero, como dice el trabajo “se entiende viendo las características de las calles”. Algunas son estrechas y no tienen la suficiente anchura para colocar arbolado y no existen espacios donde hacer un jardín.
El parque la Valvanera, nexo de unión con el vecino barrio de la Creu Coberta, es el que hace las funciones de corazón verde. Aunque no pertenece a Senabre en los papeles oficiales, emocionalmente sí lo hace. Fue durante décadas un descampado en el que jugaban los niños. Madres asomadas a las ventanas gritando el nombre de sus hijos, niños explorando en busca de nuevas especies de insectos entre arbustos, perdió su condición salvaje y fue reconvertido en jardín. Desde que es parque se puede ver a los ancianos del centro de día compartir espacio con las familias de la zona, de diferentes países, y con algunos vecinos que juegan a la petanca.
Ese es su principal valor: la gente. Los vecinos. Sus relaciones. Todos se conocen entre ellos. “Es un pueblo dentro de València”, relata Pepe García; “llegas a la panadería y te saludan por tu nombre, la gente tiene reservado el pan”. Uno de esos clientes es Bowy. Ya forma parte de allí. Desde que se instaló ha decorado rincones del barrio con sus grafitis, representaciones de su perro que es quien le bautiza. Es su forma enriquecer la vida a sus vecinos. “Estoy encantado con mi frutero paquistaní, con la gente, que te conoce, te saluda, los veterinarios de aquí”, enumera el grafitero; “en Blasco Ibáñez no conocía ni a mis vecinos de edificio”, añade antes de sentenciar: “Me gusta más que cualquier otro barrio de la ciudad”.