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tribuna libre / OPINIÓN

La Constitución, España y Europa

Foto: A. MARTÍNEZ VÉLEZ/EP
6/12/2023 - 

La Constitución de 1978 cumple ya 45 años (es la segunda más vieja en la historia constitucional de España, por detrás de la Constitución de 1876, que llegó a cumplir 47 años) y, un año más, celebramos el aniversario. 45 años es una edad crucial para el ser humano. Una edad en la que se accede a la cima de la madurez, a la plenitud vital. Pero, por eso mismo, suele ser también un momento de crisis, un momento de cambios. Un momento en el que el ser humano, quizá consciente –en realidad, inconsciente en la mayoría de los casos– de que ha llegado a la cima de su proyecto vital, tiende a realizar cambios radicales en su vida en la búsqueda de reiniciar ese proyecto; casi como queriendo volver a comenzar de cero y tener una segunda vida por delante. Pero ello no siempre sale bien y los cambios, con frecuencia, lejos de traer mejoras, traen consigo dolorosos desgarros imposibles ya de cicatrizar.

Y yo tengo la sensación de que esto es lo que está ocurriendo hoy en España. En las últimas dos legislaturas, se ha producido un vertiginoso proceso de cambios jurídicos y políticos que pretenden transformar en la práctica régimen constitucional de 1978; en realidad, todo el sistema político. Y, lo que es peor, se pretende que este proceso de cambio es un desarrollo natural de la Constitución y, por lo tanto, un proceso "plenamente constitucional". Sin embargo, buena parte de los cambios realizados poco tienen que ver con lo que sería un plan racional de revisión de nuestro sistema constitucional, bien diseñado y con objetivos claramente predeterminados, y se trata más bien de cambios utilitarios, accidentales, realizados en función de intereses políticos coyunturales del grupo gobernante, cuyo fin único es la permanencia en el poder o –visto desde otra perspectiva– impedir que lleguen al poder los grupos de la oposición. Y además este proceso de cambio es realizado fuera de los cauces de reforma jurídicamente previstos en la propia Constitución y, en más de un caso, en contradicción con el sentido o significado sustancial de la misma. Y uno de los aspectos del sistema político más gravemente afectado por estos cambios es lo que se denomina “Estado de Derecho”. Siendo las cosas así, en ámbitos políticos y académicos se propone acudir a la UE como último recurso para la defensa del Estado de Derecho en España y, con ello, de la propia Constitución.

En este sentido, cabe hacerse dos preguntas sustantivas: ¿Está el Estado de Derecho y, por lo tanto, la Constitución de 1978 en riesgo de grave vulneración? Y, si ello fuese así, ¿qué podría hacer la UE para evitarlo?

En lo que se refiere a la primera pregunta, en las últimas semanas han corrido verdaderos ríos de tinta, tanto para afirmar la existencia de esos riesgos de vulneración del Estado de Derecho y de la Constitución, como para negarla. En realidad, todo parte del pacto político concluido por el PSOE y Junts para asegurar la investidura de Pedro Sánchez como presidente del Gobierno. Como primer desarrollo de ese pacto se ha producido la presentación de una proposición de ley orgánica de amnistía, de muy amplio espectro, para beneficiar a todos los implicados en el golpe separatista que tuvo lugar en Cataluña en el año 2017. Desde mi punto de vista, hay en ambos documentos claros riesgos de vulneración de la Constitución que afectan, entre otros, a aspectos clave como la separación de poderes y la independencia del poder judicial, la igualdad de los españoles ante la ley, la interdicción de la arbitrariedad del poder ejecutivo, la protección del pluralismo político, etc. No es mi intención aquí, sin embargo, entrar en el análisis detallado de cada uno de esos aspectos. Tanto las más altas instancias judiciales –Consejo General del Poder Judicial, Tribunal Supremo– como parlamentarias –véase la nota de la Secretaría General del Congreso recomendando la admisión a trámite de la mencionada proposición de ley orgánica de amnistía–, así como distinguidos juristas de las diversas ramas del Derecho, han publicado profundos y detallados estudios sobre todo esto. Lo que a mí más me llama la atención, sin embargo, es la ligereza con la que, en buena parte de los casos, se ha pasado sobre lo que, para mí, es el argumento clave que permite rechazar la utilización del instrumento de la amnistía, por encima de todos los demás: no está prevista en la Constitución, con lo que no es posible su utilización.

Foto: EFE/CHEMA MOYA

A mayor abundamiento, un estudio adecuado del proceso constituyente –de la voluntad del legislador constituyente– nos demuestra sin lugar a duda que éste quiso expresamente excluir a la amnistía de nuestro ordenamiento constitucional. En las actas de la ponencia redactora del texto constitucional se observa como inicialmente (reunión del 29 de septiembre de 1977), ante las dudas que les creaba esta cuestión, deciden dejarla para una reunión posterior. Y así, en la reunión del 3 de noviembre de 1977, se decide explícitamente: “Por lo que se refiere a la materia de la amnistía, se acuerda no constitucionalizar este tema”. Es así como, a partir de entonces, en el primer borrador del texto constitucional figura como una competencia del Rey "Ejercer el derecho de gracia de toda clase de penas con arreglo a las leyes". A partir de una enmienda del diputado Raúl Morodo, que fue tenida en cuenta en parte, se decidió precisar que el "derecho de gracia" se refería exclusivamente a la concesión de “indultos particulares” (rechazando, además, incluir la concesión de amnistías como una potestad de las Cortes, que también proponía el diputado Morodo. Y, en similar sentido, también se rechazó una enmienda del diputado Martínez-Pujalte que atribuía la concesión de amnistías también a las Cortes). La "gracia" quedaba así limitada a la concesión de indultos, nada más. Y así fue recogido en el informe de la ponencia sobre las enmiendas presentadas. Lo que sí hizo también la ponencia redactora fue precisar que los indultos no podrían ser nunca generales. Y, a partir de aquí, en los sucesivos textos de la Constitución se mantuvo esta redacción que, con ligerísimos cambios llegó a nuestros días, en el Art. 62.i): corresponde al Rey ejercer el derecho de gracia con arreglo a la ley –es decir, conceder indultos–, que, en todo caso, se precisa, no podrá autorizar indultos generales. En otras palabras, nunca se previó por el constituyente y, por lo tanto, no figura en la Constitución, un derecho de gracia indeterminado –que pudiera incluir la concesión de amnistías– diferente de la concesión de indultos, y lo que se hace, además, es prohibir que esa gracia –que el indulto– pueda aplicarse de manera general. Pretender lo contrario, por muy rebuscados y floridos que puedan ser los argumentos jurídicos, es contravenir el sentido y significado auténtico de la Constitución.

Una constitución es un contrato, es un pacto social fundacional de una nueva comunidad política, de nuevo régimen político. Los ciudadanos, reunidos como poder constituyente, acuerdan la creación de un conjunto institucional y normativo que conforma un nuevo poder político. En este sentido, la constitución es una norma jurídica sustantivamente diferente a todas las demás: primero, porque está por encima de todas ellas y, en realidad, se puede decir que todas las leyes emanan de la Constitución. Es la ley de leyes. Y, segundo, porque la Constitución es una norma política que atribuye poder al poder; es decir, que atribuye competencias a las instituciones que ejercen el poder del Estado. Su función es regular el poder del Estado, poniendo límites al mismo. En este sentido, las instituciones que ejercen el poder del Estado sólo pueden hacer lo que la Constitución les atribuye de manera explícita, y nada más. Es una norma positiva, de atribución de poder, que siempre está limitado por los confines de lo atribuido. Las demás normas jurídicas, en cambio, y muy especialmente las normas penales, son normas negativas, prohibitivas: se dirigen a los ciudadanos y les dicen lo que no pueden hacer, restringen su capacidad de acción; y si hacen lo que está prohibido, son sancionados. En sentido contrario, los ciudadanos pueden hacer todo lo que no está prohibido. Y similar cosa ocurre con las normas administrativas.

Pero, además, la Constitución establece normas que regulan las relaciones entre las instituciones que ejercen el poder del Estado, y ello, precisamente para evitar el abuso de poder. "Sólo el poder frena al poder", decía Montesquieu. Así, en los sistemas democráticos, el poder se divide funcionalmente en poder legislativo, poder ejecutivo y poder judicial, sin que ninguno pueda realizar funciones que no le haya atribuido específicamente la Constitución. Esto es lo que modernamente se ha dado en llamar el "Estado de Derecho". Es decir un Estado que se rige por la ley –la primera, la Constitución–. Pero, una ley que es democráticamente aprobada por el poder legislativo, no por la voluntad de un dictador, o un parlamento no elegido democráticamente, o que él mismo vulnere las normas de funcionamiento democrático establecidas por la Constitución. Una ley a la que ha de atenerse el poder ejecutivo, que es quien la ejecuta. Y una ley que, en situaciones de conflicto, es aplicada al caso concreto e interpretada por el poder judicial, que ha de actuar con absoluta independencia con respecto a los otros dos poderes del Estado.

Esto, así dicho, parece una lección para alumnos de primer curso de una Facultad de Derecho. Si embargo, vemos hoy en España como el Estado de Derecho es puesto en cuestión y sus principios básicos son infringidos por las instituciones del Estado e, incluso, discutidos en un cierto sector del mundo académico, que respalda esas infracciones y que parece haber olvidado el verdadero significado de la Constitución, interpretándola como si fuese un mero Código Penal, o una Ley de Procedimiento Administrativo.

Foto: FERNANDO CALVO/EP

Y la UE ¿qué puede hacer a este respecto? En el ámbito constitucional de la Unión Europea, el concepto "Estado de Derecho" se introduce por primera vez en el Tratado de Maastricht, de 1992, que es precisamente el tratado que crea la Unión Europea (TUE), el cual establece en su preámbulo que los Estados miembros se adhieren a “los principios de libertad, democracia y respeto de los derechos humanos y de las libertades fundamentales y del Estado de Derecho”. Yendo más allá en la afirmación de este concepto, y para pasar de los meros principios a las normas jurídicas vinculantes, el Tratado de Ámsterdam introdujo en 1997 un procedimiento (actual Art. 7 del TUE) para sancionar a los Estados miembros en el caso de que se produjese una “violación grave y persistente” de esos principios. Principios que hoy figuran establecidos con mayor precisión y amplitud en el actual Art. 2 del TUE, tras la reforma operada por el Tratado de Lisboa en 2007. El Art. 7 del TUE, además, fue ampliado por el Tratado de Niza en 2001, que incluyó en el procedimiento sancionador un segundo supuesto: los casos de “riesgo claro de violación grave por parte de un Estado miembro” de los principios fundamentales de la UE.

Sin embargo, el procedimiento sancionador del Art. 7 del TUE se manifestó inmediatamente inoperativo, por el mero hecho de que, en última instancia, quien ha de apreciar esa violación grave y persistente de los valores de la UE es el Consejo Europeo y ha de hacerlo por unanimidad. Esto hace prácticamente imposible que se pueda llegar a sancionar alguna vez a un Estado miembro. Y así ocurre en el presente con los casos de Polonia y Hungría, que, a pesar de sus reiteradas violaciones de los valores fundamentales de la UE, no han sido objeto de la aplicación plena del procedimiento sancionador del Art. 7 del TUE. (Polonia y Hungría, en cambio, sí han sido sancionadas por otros motivos y a través de otros mecanismos).

Para superar esta dificultad y poder proteger adecuadamente el Estado de Derecho, la UE ha diseñado diversos instrumentos, tanto de carácter preventivo como sancionador. Instrumentos que, además, han definido con precisión qué es lo que la UE entiende por Estado de Derecho. En la actualidad, están vigentes dos: El Informe Anual sobre el Estado de Derecho en la Unión y el Reglamento 2020/2092, de 16 de diciembre de 2020, sobre un régimen general de condicionalidad para la protección del presupuesto de la Unión. El primero es un instrumento suave que lo que pretende es evitar que se produzcan las violaciones del Estado de Derecho y, por lo tanto, tener que utilizar el mencionado procedimiento del Art. 7 del TUE. Para ello, los Estados envían informes anuales –y de otro tipo, cuando se les requiera– a la Comisión Europea, y ésta emite igualmente un informe anual sobre la cuestión, tanto de tipo general, como particularizado, para cada Estado. El resultado último, pues, no va mucho más allá de realizar recomendaciones a los Estados en este terreno. El Reglamento sobre la protección del presupuesto de la Unión, en cambio, es mucho más contundente y permite la aplicación de graves sanciones de carácter económico a los Estados que vulneren los principios del Estado de Derecho. El Reglamento, sin embargo, tiene una importante limitación: es necesario que se pueda establecer un vínculo directo entre la violación del Estado de Derecho y la realización de un daño al presupuesto de la Unión, de lo contrario, el mecanismo sancionador no operaría. En otras palabras, no vale alegar cualquier vulneración del Estado de Derecho, es necesario probar que la vulneración afecta al presupuesto, a la integridad de las cuentas de la Unión, para que el Estado vulnerador pueda ser sancionado. Es verdad, sin embargo, que la UE cuenta también con los mecanismos ordinarios de protección del Derecho de la Unión y lo que se denominan procedimientos de infracción ante el Tribunal de Justicia de la UE; pero éstos no se refieren propiamente a la protección de los principios y valores fundamentales de la Unión, previstos en el Art. 2 del TUE, entre los que se encuentra el Estado de Derecho.

La Constitución, como decía a principios del siglo pasado Rudolf Smend, es una realidad integradora, pero es también un proceso constante de integración que no se agota en el momento constituyente. Sería deseable que este proceso de integración no tuviese nunca que ser protegido por instancias foráneas, cuyo resultado nunca gozará de plena legitimación interna. Hagamos, pues, que nuestra Constitución de 1978 siga siendo el exitoso proceso de integración que ha sido hasta hace sólo muy poco tiempo, y que este proceso dure, al menos, otros 45 años más.

Antonio Bar Cendón, catedrático de Derecho Constitucional, catedrático Jean Monnet ad personam (PE). Universidad de Valencia

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