La UE tiene que plantearse un redimensionamiento y un rediseño de su política regional y de cohesión
Cuando nos asomamos de nuevo al verano y muchos de nosotros nos disponemos a descansar unos días, no puede dejar de asaltarnos la pregunta (si pensamos en términos económicos incluso en estas circunstancias) de si este verano continuará aumentando el empleo, el consumo y la actividad económica. Esto es, si será buena la temporada turística y, en especial, si han aumentado los españoles con capacidad para salir este verano de vacaciones.
He podido leer recientemente dos estudios que tratan sobre la desigualdad en Europa desde dos vertientes distintas. El primero de ellos, publicado en el blog de Bruegel y firmado por Zsolt Davras, trata sobre la distribución de la renta desde la perspectiva de los individuos, mientras que el segundo, un resumen en VoxEU de un artículo científico de Simona Iammarino, Andrés Rodríguez-Pose y Michael Storper, lo hace desde el punto de vista de las regiones y las aglomeraciones urbanas. Esta doble perspectiva ofrece una visión bastante completa sobre el tema, sobre la que vale la pena reflexionar.
Desde el punto de vista de los individuos, Davras utiliza el índice o coeficiente de Gini, basado en acumular porcentajes de renta y población y compararlos. Una distribución sin desigualdad implicaría que a cada grupo de población (5%, 10% etc. del total) le correspondería una parte de la renta en la misma proporción. En el primer gráfico puede apreciarse que, por ejemplo, siguiendo la línea azul, el 20% más pobre sólo disponía en 2007 del 5% de la renta europea, y que ahora llegaría a un 6%. Por el otro extremo, el 5% más rico (línea naranja) acumulaba en 2007 el 16% de la renta europea, habiendo disminuido ligeramente durante la crisis. Como ya indicara en otra entrada del blog hace unos meses el mismo autor, la desigualdad ha disminuido en Europa recientemente, al contrario que en Estados Unidos. Sin embargo, también es cierto que dicha disminución de la desigualdad se distribuye de forma desigual: han mejorado países como Polonia, que se incorporó en 2004, así como otras naciones del Este de Europa.
Merece la pena detenerse un poco más en el segundo gráfico, que compara la situación de 2007 con la de 2016 desde la perspectiva de los países, frente a la agregada. En él se ha agrupado a la población europea por “deciles” de renta, esto es, a la izquierda el 10% más pobre, a continuación el 10% siguiente en términos de renta, y así hasta llegar al último de los diez deciles, el que se corresponde al 10% de la población más rica, situado a la derecha. Por colores, algunos de los países de la UE. Están los seis con mayor población (Alemania, Gran Bretaña, Francia, Italia, España y Portugal) junto con Grecia, Rumanía, Bulgaria y agrupaciones de los restantes países del Este europeo (verde pistacho) y otros países europeos de renta elevada (azul claro, primer color empezando por arriba). Si nos centramos en 2007, casi el 75% de los ciudadanos con menor renta vivían en Rumanía, Polonia, Bulgaria y otros países del Este. En 2016 dicha proporción había bajado a poco más del 50%, mientras que España (verde hoja), Italia (rosa) y Grecia (morado) habrían aumentado su proporción entre los menos afortunados. A lo largo de todos los deciles y los dos gráficos, las clases medias del sur de Europa habrían empeorado su posición, mientras que los más recientes miembros de la UE habrían aumentado la renta y convergido hacia la media.
Por su parte, Ianmmarino, Rodríguez-Pose y Storper (2018) analizan cuál ha sido el comportamiento de las diferentes regiones europeas entre 2001 y 2013 y las han agrupado, por un lado, en clubs atendiendo a su nivel de desarrollo y, por otro, respecto a la media de su país (por encima o por debajo). La distinción radica en que la segunda medida es relativa y la primera absoluta (se clasifican sin tener en cuenta el país del que forman parte). En el caso español, ninguna de las regiones forma parte del grupo de las “muy desarrolladas” y sólo la Comunidad de Madrid se situaría entre las “desarrolladas”. La mitad norte de España, incluyendo la Comunidad Valenciana y Baleares, tendría un desarrollo medio y el resto bajo. Puede apreciarse claramente que la zona más competitiva y avanzada de Europa se encuentra en la línea imaginaria que une Londres con Viena y áreas colindantes (norte de Italia, sur de Alemania, Benelux) así como las aglomeraciones urbanas de Escandinavia, París y Edimburgo. Más o menos las mismas áreas se tiñen de verde más oscuro en el segundo gráfico, que muestra las zonas más dinámicas respecto a su media nacional. En España tan sólo se mantendrían Madrid, Baleares y el triángulo que representaría el valle del Ebro (País Vasco, La Rioja, Navarra, Aragón y Cataluña).
Si tomamos de manera conjunta esta información, mostraría la debilidad de la periferia europea y las dificultades que algunas regiones y sus habitantes han tenido no sólo para salir de la crisis, sino para mantener la tensión competitiva. Los riesgos de que algunas regiones queden atrás no se percibiría en Europa como un todo, donde una buena parte de la población continúa mejorando su nivel de vida, sino en aquellas áreas con mayor desempleo y peor formación, que se corresponden a grandes rasgos con las verde claro del segundo mapa.
Si algo ha caracterizado al proceso de integración europea frente a los acontecidos en otros lugares del mundo ha sido, precisamente, el enorme esfuerzo de solidaridad llevado por sus miembros para intentar compensar los costes de ajuste inherentes a todo proceso de apertura. Sin duda, una buena parte del éxito del proceso ha estado basado en una visión generosa y a largo plazo que permitiera a todos los países encontrar acomodo en un proyecto común. La UE tiene que plantearse un redimensionamiento y un rediseño de su política regional y de cohesión para hacerlas más eficientes y eficaces. El Plan Juncker ha sido una iniciativa política en el buen camino, pero claramente insuficiente. Las discusiones del marco presupuestario plurianual en los próximos meses nos indicarán si se ha entendido el reto que supone el nacional-populismo desintegrador al que nos enfrentamos.