VALÈNCIA. Nunca estamos tan cerca de entender esto -que no debe tener mucho que ver con lo que creemos saber- como cuando la imaginación, de forma repentina, nos lleva a un camino inexplorado de las posibilidades, a un escenario libre del peso de lo aprendido donde observamos desde un punto de vista que no es producto de retorcer las teorías conocidas, sino una perspectiva nueva y reluciente, como si una mano prodigiosa nos hubiese capturado como capturamos a los insectos y nos hubiese soltado en otras coordenadas no determinadas por la altura, longitud y latitud. Estas epifanías duran un pestañeo, y más que revelaciones de precisión bíblica, tienen la textura de los sueños cuando tratamos de recordarlos al despertar mientras se escurren entre nuestras neuronas, o de las ilusiones hipnagógicas que distorsionan la realidad justo cuando estamos a punto de caer en las garras de Morfeo. Si lo que vislumbramos en ellas tiene consistencia de verdad o no es difícil de saber: algunas de estas intuiciones pueden acabar llevándonos a una certeza, aunque en la mayoría de ocasiones solo nos muestran una porción ínfima iluminada de un cuadro gigantesco y desconocido. Pese a ello, cuando estas visiones irrumpen en la planitud de la vida diaria, acompañadas de un efecto show de Truman que hace que de pronto todo parezca un escenario, uno no puede dejar de sentir que casi ha tocado el núcleo de esto con la punta de los dedos.
Puede ser, claro está, que tales experiencias sean solo ilusiones disfrazadas de verdad. Que sean como esas alucinaciones de los sueños que nos hacen creer que eso que hemos sentido al volar dormidos es lo que de veras se siente al volar cuando la realidad es que nunca hemos volado, o que el tacto de una piel que nunca hemos tocado es el auténtico. Hay quien hace de estos momentos una secta -que en ocasiones puede llegar a convertirse en religión-, hay quien pasa de largo y hay quien más que encontrarles un significado, se resigna a disfrutar de su belleza. En menor medida hay quien ha conseguido destilar el mecanismo de estos fenómenos y hace uso de ellos para contar historias fascinantes. Philip K. Dick es uno de esos quienes, como sabe buena parte del mundo gracias a Blade Runner, adaptación cinematográfica de su novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, aunque la historia del autor de Chicago que aquí nos ocupa se llama El hombre en el castillo, originalmente The Man in the High Castle, mucho más conocida ahora que Amazon Prime la ha adaptado al mercado de las series, lo que quiere decir que ha desecado el componente filosófico del libro -como desecan los nazis en la historia el Mediterráneo con una monstruosa obra agrícola-, esencia de esta ucronía y de todos los libros de K. Dick, en beneficio de la acción y las intrigas del espionaje entre potencias.
El mundo que presenta K. Dick en su novela es un mundo en el que Roosevelt ha sido asesinado y su país no ha superado la Gran Depresión, de tal modo que no ha intervenido en la II Guerra Mundial propiciando con ello una victoria del Eje, que se ha repartido el planeta y también Estados Unidos, troceado en tres áreas: los Estados del Pacífico, bajo dominio japonés, la Costa Este, ocupada por los alemanes, y un cordón sanitario en medio, los Estados de las Montañas Rocosas, donde aparentemente sobrevive el espíritu del país, culturalmente devastado y cuyo modo de vida y costumbres son ya poco más que atracciones para invasores y turistas. En este contexto, en que Estados Unidos es una nación derrotada y sometida, África el recuerdo de un inmenso genocidio, Europa los nuevos límites de Alemania y Asia un continente al que se le han redibujado las fronteras, una Guerra Fría alternativa se desarrolla en las sombras de las dos grandes potencias: la Alemania nazi es una máquina de la muerte desquiciada y paranoica en la que los distintos poderes que la integran luchan sin piedad por el control del Estado una vez Hitler ha quedado incapacitado por la sífilis y Bormann, su sucesor, ha muerto, mientras que Japón ha impuesto un dominio mucho más suave en sus nuevos territorios, donde el exterminio racial que siguen practicando los alemanes no es visto con buenos ojos, ni tampoco su superioridad industrial, armamentística y espacial.
Los protagonistas que despliega K. Dick en este tablero, conectados más allá de lo que suponen, nos permiten conocer una trama general a través de sus acciones en diversas subtramas con el sello inconfundible de la genialidad de este escritor maestro de la ficción filosófica, unas subtramas ricas en percepciones místicas, anómalas, desconcertantes. El misticismo del autor, que alcanza altísimas cotas de extrañeza en obras como Valis -Sivainvi en España- se manifiesta aquí en la figura del I Ching, el ancestral libro chino de las mutaciones, un oráculo en el que se miran constantemente los personajes para encontrar consuelo o guía inmersos en realidades permeables a otras, en realidades que se superponen y se intersecan de tal manera que la cualidad de lo que es real y lo que no pierde relevancia, alteración que da pie a algunos de los pasajes más memorables de la novela: “Todo este condenado asunto de la historicidad es un disparate […] Los coleccionistas se estafan a así mismos. El revólver que un soldado disparó en una batalla famosa, como la de Meuse-Argonne, por ejemplo, es igual al revólver que no fue empleado en esa batalla, salvo que tú lo sepas. Está aquí. –Wyndam-Matson se tocó la frente.– En la cabeza, no en el revólver. […] Tengo que probártelo con algún documento. Un certificado de autenticidad. Y de ese modo todo es una estafa, una ilusión colectiva. ¡El valor histórico está en el certificado, no en el objeto mismo!”.
Pero si algo cuestiona la realidad misma de la historia, en el amplio sentido de la palabra, es el libro prohibido La langosta se ha posado que al igual que el I Ching, aparece de forma recurrente en El hombre en el castillo; una ucronía dentro de la ucronía, una novela inquietante que muestra a los personajes un desarrollo distinto de los acontecimientos, en el que los nazis y los japoneses habrían perdido la guerra, y a nosotros, lectores, que no podemos estar seguros de nada, ni siquiera tal vez de que seamos los lectores y no los leídos.