VALÈNCIA. En el Reina Sofía cantó ayer domingo la reina absoluta mundial de las mezzosopranos dramáticas: la georgiana Anita Rachvelishvili. Otro lujo sin discusión para los aficionados valencianos, que en los últimos tiempos tienen la suerte de poder escuchar a los grandes de la lírica. Lástima, eso sí, que como sucedió con la gran Davidsen, Arteta, y DiDonato, no se aprovechara la histórica oportunidad para escucharla en su verdadera especialidad, y en lo que los aficionados hubieran querido oírla: cantando ópera. Oportunidad perdida.
A pesar de esa inexplicable política del coliseo del Jardín del Turia, lo de ayer constituyó un enorme disfrute para los melómanos, y una fiesta grande para los amantes del género, que despidieron atónitos en pie a la cantante, conscientes de haber asistido a un acontecimiento extraordinario, que nadie sabe si podrá repetir. Y todo porque la Rachvelishvili, poseedora de un instrumento vocal de proporciones y cualidades como pocos han existido en la historia de la lírica, es reclamada incesantemente por los más importantes teatros de ópera del mundo.
La luminosa voz de Anita Rachvelishvili es enorme en volumen, y musicalidad, de gran empaque y profundidad. Es poderosa, infalible, de timbre oscuro, cálido, esmaltado, y aterciopelado. Su característica principal es la de su soberbia proyección gracias a su colocación y a sus resonadores siempre activos que la hacen llegar fácil como un aura dorada impactante y sutil, esté en el registro que esté, y cante tanto un piano como un forte. El registro es de mezzosoprano dramática de timbre consistente, a veces baritonal, con tintes tan especiales que le permiten abarcar buena parte del repertorio de contralto.
Rachvelishvili llenó el escenario. Con pasmosa tranquilidad puso emotividad y pasión en su rica e impactante voz. Regaló tanto sus agudos de explosión controlada, como con sus sólidos graves. Realizó legatos impecables para las frases musicales más extensas. Extraordinario es el uso que hizo del registro de pecho donde aloja la emisión profunda de las notas graves de manera decidida, pues aunque pone en peligro la homogeneidad del color, potencia la expresividad del canto. Ejerció un control vocal e interpretativo absoluto y permanente, y quizá eso explique que desatendiera en parte otros asuntos menores de ajuste sonoro por desigualdad, y escénico, que le restaron elegancia a pesar de las hermosas luces sobre la oscura tela de su vestido.
Pasiones
Anita Rachvelishvili se presentó de la mano de Vincenzo Scalera, pianista muy valorado y querido por la mezzo, y músico de sobrada experiencia, quien guió a la georgiana por el camino de la elegancia y la seguridad.
Comenzó la Rachvelishvili el recital entonando El sol se ha desvanecido de su paisano Otar Taktakisshvili, pieza pasional con la que la mezzo dejó claras desde el inicio su insultante facilidad de emisión, soberbia proyección, potencia canora, y fuerza expresiva. Con las tres canciones dedicadas al amor y sus sufrimientos de Piotr Chaikovski, y especialmente en su Solo quien sabe de la soledad mostró la georgiana su línea de delicado canto construido a base de frases repletas de pianos medidos y sentidos. En las piezas siguientes dio una lección de control absoluto en la media voz, y de cómo iluminar las melodías del ruso, incluso en sus notas más profundas.
Anita Rachvelishvili, aprovechó los romances del también ruso Serguéi Rajmáninov para demostrar la versatilidad y contundencia de su instrumento, especialmente en el No estés triste por mi culpa, en la que fue capaz de pasar con extrema facilidad y belleza, de las notas más graves emitidas como un cañón en su registro de pecho tintadas y oscuras, hasta la tremenda explosión del agudo en sus notas de cabeza. En la canción triste georgiana No me cantes, la mezzo demostró de nuevo su control de la respiración, y su capacidad de encandilar con sus matices, pasando de la cálida voz media al fortísimo más fiero y encendido.
El postromántico compositor Francesco Paolo Tosti fue interpretado por la georgiana en tres de las más de quinientas canciones de la que es autor. La Rachvelishvili las acometió con cierta relajación en contención de todas sus fierezas. Afloraron los sentimientos que exige el gran autor italiano, y los pianos sonaron exquisitos gracias a los permanentes resonadores de la mezzo. Pero cantar Tosti, no es fácil. Se hicieron demasiado evidentes los cambios de registro en el Non t’amo più, y faltó vibración en el final del Ideale. Brutal su nivel de expresión operística en el Tristezza.
Más pasión llegó con las tampoco fáciles de interpretar Siete canciones populares españolas de Manuel de Falla. Pero también aquí la mezzosoprano caucásica deslumbró aportando acertadamente lo más importante para abordarlas: el estilo y el espíritu. De la mano de Scalera, conocedor del paño, comenzó vertiginosa, ágil y segura, hasta la Asturiana, en la que lució magistral sus frases alargadas y redondas. Con la Jota, ambos intérpretes demostraron tener un perfecto conocimiento de las reglas de Falla, sus ritmos, sus adornos, y su salero. Ferozmente expresivo fue el Polo, dicho lleno de dolor y color; aterrador lamento desgarrado lleno de pasión. ¡Ay!
Y llegó lo que faltaba
Sí. La ópera. Su espacio natural. El público se lo pidió: ¡Verdi! Tuvo que ser fuera de programa, y no con el de Busseto, pero Anita Rachvelishvili pudo cantar lo que quiso cantar. Y lo que todos, o casi todos, queríamos escuchar. Todos los recursos de la mezzosoprano tuvieron que ponerse de nuevo sobre el escenario; ¡y de qué manera! Control, color, fuerza, timbre, resonadores en marcha, y la vorágine de pasiones desenfrenada otra vez en Les Arts. Sin duda fue lo mejor. Y es que la Rachvelishvili está hecha para la ópera.
Comenzó con la libidinosa aria Mon coeur s’ouvre à ta voix de la ópera Sansón y Dalila de Camille Saint-Saëns, con la que sedujo por su sólido timbre aterciopelado, sus legatos incorruptibles plenos de frialdad y tendresse, y sus delicados cañonazos de puro derroche expresivo en todos los registros. Los aplausos no cesaban, y tampoco sus ganas de agradar. Así que prosiguió el colosal espectáculo con la trepidante Acerba voluttà de la Adriana Lecouvreur de Francesco Cilea, donde la voz de la mezzo fue una lanza de fuego que atravesó los oídos.
Eligió Rachvelishvili el aria de Santuzza de la Cavalleria rusticana de Mascagni como un regalo más. Es difícil poder escuchar Voi lo sapete con tanto dramatismo, y con una voz tan aflautada en las medias voces, como con unos graves tan profundos y escalofriantes de pecho para el io piango, que cualquier contralto los quisiera para sí. No se marchó la enorme Rachvelishvili sin cantar la habanera de Carmen de Georges Bizet, resuelta con más seguridad que estilo.
La potencia vocal es una cualidad deseada por todos los cantantes. Si además viene acompañada por el control, la delicadeza, y la belleza, es cuando se produce el milagro del canto grande. Ese es el que practica la enorme mezzo del Cáucaso. Si ayer la estructura del Palau de les Arts resistió la vorágine de pasiones de la enorme Rachvelishvili como una fuerza de la naturaleza, ya pueden venir tres riadas y cinco Sansones, que no será derribado.
La grandeza artística de Anita Rachvelishvili no puede ponerse en cuestión. Es de esos artistas fuera de serie como Plácido Domingo, que dan honor y gloria al oficio del canto lírico, y justifican la existencia de teatros como Les Arts, aunque a algunos les pese.
No sé si el uso en diminutivo del nombre fue elegido por la mezzo para dulcificar la potencia y tamaño de su instrumento. O quizá para magnificarlo.
FICHA TÉCNICA
Palau de Les Arts Reina Sofía. 17/01/2021
Recital canciones siglos XIX y XX
Obras de Taktakishvili, Chaikovski, Rajmáninov, Tosti, y Falla
Mezzosoprano, Anita Rachvelishvili
Pianista, Vincenzo Scalera