A 40 minutos de Valencia, en la localidad de Siete Aguas, Tere y Voro se encargan de que cualquiera que pase por sus restaurante se sienta mejor que en casa. Y así llevan casi 25 años. Alimentando el alma y cobijando al cuerpo.
Si te taparan los ojos y te dejaran cerca del restaurante Setaygues, encontrarías fácilmente el camino hasta la puerta. Como el flautista de Hamelin atraía con su melodía a ratones y niños, los aromas de los guisos que desde bien temprano borbotean a fuego muy lento en su cocina te conducirían hasta allí sin pérdida. Ese olor alimentaría a una nación entera, y es solo la primera señal de que todo lo que va a suceder a continuación va a ir bien.
Hasta hace poco al restaurante Setaygues se llamaba Gambrinus. Y te rompía todos los esquemas. ¿Qué hacía un restaurante con nombre de franquicia, decoración de franquicia y cerveza de franquicia en aquel pueblo de 1.100 habitantes siendo un restaurante familiar tan lleno de alma y verdad? Para responder a la pregunta tenemos que retroceder unos cuantos años. Teresa Carrascosa y Salvador Esteve se conocieron en unas fiestas en Siete Aguas. Ella tenía 14 años, él 17. Ella era natural de allí, él, de València pero por aquella época vivía en Buñol. Se conocieron, se enamoraron, se hicieron novios y pasados los años, junto a otra pareja de amigos montaron un pub en Siete Aguas. Aquello funcionó bien y al cabo del tiempo, el pub dio paso a un bar en el centro del pueblo. "Fue un bar que cambió la fisionomía del pueblo. Tenía muchísima actividad. Dábamos el aperitivo, la cena, había cubatas, música hasta las 5 de la mañana... chicas bailando en la barra...", cuenta Voro.
Con el paso de los años las inquietudes de la pareja cambiaron. Decidieron que montarían un restaurante. Encontraron un terreno a las afueras del pueblo, un campo de almendros y decidieron que allí lo construirían. "La gente cercana nos decía que si estábamos locos, dejar un bar que funcionaba como un tiro para irnos a las afueras a montar un restaurante... Nos la jugamos", asegura Voro. Era 1999. Y ahora la razón del nombre de Gambrinus. "Teníamos muy buena relación con Heineken por el bar que tuvimos. Era la época en que comenzaban a proliferar las cervecerías Gambrinus. En Valencia todavía no había abierto ninguna. A Tere y a Voro les llamó la atención el interiorismo, una sala que recreaba una taberna andaluza y un bar con apariencia de pub irlandés. "Eso entonces era muy novedoso. No se había visto y menos en un pueblo como Siete Aguas. Nos dijeron que teníamos que servir cañas y tapas, y que este tipo de locales solo se montaban en lugares de mucho paso. Imáginate, aquí en el pueblo, que en invierno a las seis de la tarde ya no pasa un alma" añade Voro. Tere les dijo que ella iba a cocinar lo que le diera la gana. Básicamente recetas tradicionales de la zona. Y así lo ha hecho hasta hoy. Y qué acierto.
Desde hace unos meses, el restaurante se ha rebautizado como Setaygues, aunque de momento, la gente todavía le llama Setaygues Gambrinus. Mucha de la decoración de entonces permanece, la marca de cerveza también les sigue acompañando, pero la personalidad de Tere y Voro, y por supuesto su cocina, le dio una identidad propia al restaurante desde el primer momento.
A Setaygues hay que ir con hambre y sin prisa. Uno puede llegar de día y salir de noche –y así fue en nuestra última visita –. Hay que dejarse aconsejar por Voro, pero no puedes irte de allí sin probar su ajoarriero, el rabo de toro, su gazpacho manchego servido sobre torta, el puchero o las alubias estofadas con chorizo y tortitas de hierbabuena receta de la abuela de Tere. Eso de primero. Porque hay que dejar hueco para probar el cochinillo y el lechazo que les traen cada semana desde Castilla y León y que se asan durante horas en el horno de leña que flanquea una de las esquinas del restaurante. Ese amor por la cuchara y por las recetas tradicionales no tendrían ningún sentido si no respetaran lo que hacían nuestras abuelas, abastecerse de productos de cercanía, de pequeños agricultores locales o del pescado fresco que traen desde el Mercado Central de Valencia. Y siempre de muchísima calidad. No entienden la gastronomía de otra forma.
Tere aprendió a cocinar en su casa, con su familia, y todo lo que sabe de hostelería ha sido a base de esfuerzo y dedicación. Ambos son dos trabajadores incansables. Viven en el piso de arriba del restaurante, así que desde muy temprano, la cocina y el horno de Setaygues está a pleno rendimiento. "El restaurante nos ha dado mucha felicidad, pero hemos trabajado y seguimos trabajando mucho. Aquí no hay un horario y a pesar de que tenemos un equipo, le echamos muchas horas. " dice Voro. La cocina de Tere viene avalada, además de por una clientela fiel que llena el local —ahora mismo cuesta encontrar mesa si no es con 15 o 20 días de antelación—, por los numerosos premios que han ganado en diferentes concursos de cocina. "Imagínate que ganamos el primer premio de la espardenyà de La Safor (un guiso de anguila, pollo y conejo propio de la comarca), y eso que nosotros somos de secano. Después fuimos a Madrid y lo cocinamos en el Congreso de los Diputados para 300 personas", recuerda Voro.
Tere y Voro llevan juntos casi 50 años. Tienen una hija, Alba, que aunque se ha criado primero en el bar y luego en el restaurante ("ha llegado a dormir sobre cajas de Coca Cola", rememora Voro), eligió otro camino distinto al de la hostelería. Primero a través del deporte de élite, luego con el derecho. Ahora lleva cuatro años preparándose para juez. No parece que vaya a tomar las riendas del restaurante, pero puede que sí lo haga su yerno, Israel, que les echa una mano cuando hay más trabajo. De momento no piensan en jubilarse. Seguirán en primera línea "hasta que todo esté encarrilado", señala Voro.
Afuera ha anochecido. Llevamos casi cinco horas aquí, al ritmo de los vinos y el cava de bodegas Hispano Suizas, charlando con la pareja, en una de esas sobremesas que no quieres que terminen. Antes de irnos, bajamos al piso de abajo donde tienen un reservado para celebrar cenas o comidas de grupos de hasta 15 personas. Allí también aguarda la bodega junto a las vasijas de barro donde reposa latente el lomo y el embutido de orza, que preparan ellos mismos una vez al año.
“Quedaros a cenar y probáis la orza, que ya nos queda poco para acabar la que hicimos el año pasado”, nos tienta Voro. Declino la invitación, pero le prometo que volveré el día que hagan la orza para ver esa forma antigua de conservar los alimentos. Y pienso en mi padre, que tanto le gustaba. Y en lo que habría disfrutado este día con Tere y Voro.