El veterano bistró inicia una nueva etapa en la zona de la Avenida de Aragón, pero con sus platos incondicionales bajo el brazo
Odile y Fernando son dos felices outsiders de la restauración valenciana. Desde su pequeño bastión en La francesa del Carmen, esta pareja de buenos vividores ha levantado a su alrededor un universo ajeno a los nuevos discursos gastronómicos y a la esclavitud de las redes sociales. Tanto es así, que parece que su traslado desde el centro histórico hasta la zona de la Avenida de Aragón se haya resuelto con nocturnidad y de puntillas. Muchos no nos habíamos enterado todavía de que uno de los mejores bistrós franceses de València comenzó hace dos meses una nueva etapa, con nuevos socios y un local mucho más amplio y remozado. Odile, cocinera de vieja escuela nacida en Argelia y criada en Francia, trabaja ahora en los mismos fogones que hizo instalar Raúl Aleixandre cuando abrió 534 tras el cierre de Ca’ Sento en 2012; es también la misma cocina que traspasó después a Óscar Torrijos (y que éste tampoco supo reflotar).
Esta aventura les ha exigido salir de su zona de confort; abandonar las estrecheces de su antiguo local de esquinas descascarilladas, donde reinaban los colores vivos y un encantador horror vacui, y rendirse a esa lógica de los tiempos, que es también la lógica del negocio y la prosperidad. Ahora, lejos de las callejuelas graffiteadas del barrio del Carmen, sus vecinos de excepción son Askua y Gran Azul. Pelean en otra liga, sí, pero la esencia bohemia del restaurante matriz sigue presente –y lo celebramos- a través del hilo musical de jazz, los cuadros con pinturas de principios de siglo XX y la personalidad vivaracha e informal de Fernando como jefe de sala.
Todo clásicos
La Francesa del Carmen lleva muchos años jugando las mismas cartas, y poco les importa si fuera llueve o luce el sol. Si el steak tartar del Gastrónomo o la ensaladilla de Patiño bien valen un viaje, en este bistró francés de querencia marroquí mandan sobre todo tres platos: el magret de pato, el extraordinario tajín de gambas con matices picantes y el strogonoff de buey. (Al fin y al cabo, la leyenda cuenta que este plato clásico del recetario ruso fue obra de uno de los muchos chefs galos que trabajaban en la corte imperial de los zares). Esta elaboración del solomillo de buey, que goza de una popularidad en Francia que nunca tuvo en España, es uno de los “hits” que pedimos en nuestra primera visita. Feliz reencuentro con esa salsa tan “porno” de cebolla, setas, crema agria y vodka, que aquí se acompaña de patatas paja.
La carta, como decíamos, no ha sufrido ninguna variación, excepto la oferta de vinos y champagne, que sigue siendo escueta, pero se amplía con nuevas referencias. La sabrosa coca mediterránea con sardina ahumada y los mejillones a la borgoñesa (cubiertos por la misma mantequilla de hierbas con la que en Francia se sirven muchas veces los caracoles) siguen marcando la ruta de los entrantes. También la ensalada de berenjena asada al horno con lascas de parmesano y brunoise de tomate valenciano marinado.
Llegamos a los postres, y no hay fallo. Nos ofrecen la famosa tatín de manzana de Odile –la borda- y la isla flotante, pero nos decantamos por otra delicia: el marrakech con pasta brick frita, canela, almendra y una crema inglesa inmejorable.
Detrás de cada plato de La Francesa del Carmen se ve la mano de una cocinera refinada, experimentada y con buen criterio, aunque en ocasiones esa valiosa virtud se desluce por la falta de atención a los pequeños detalles, que son los que al final marcan la diferencia. Tan solo con un mayor esmero en las guarniciones (algo repetitivas para una carta tan breve) y la presentación de algunos platos como el strogonoff, sería suficiente para rebasar esa línea imaginaria que separa lo bueno de lo excelente. Y los negocios que sobreviven de los que perduran y triunfan.