Decía un editor una vez que la literatura no tiene por qué ser divertida, que se puede atragantar, que un libro puede llegar a costar más de un disgusto a quien lo lee, además de a quien lo escribe. Hay historias que pasan duro por la garganta y que a medida que descienden queman, se revuelven, provocan convulsiones mentales, movimientos del tracto emocional que pretenden detener la lectura, desalojar las palabras, hacer que cerremos, pongamos, la novela, y que nos enfrentemos a otra cosa mucho más llevadera, menos indigesta, más de premio de esos de ahora. Uno de tantos libros del año, por ejemplo. Pero la literatura no tiene por qué ser divertida, tiene que ser literatura, y ahí dentro cabe de todo, mucha aventura, mucho horror, mucha realidad-ficción, mucha muerte, la vida, desde su perfil más agraciado y desde el otro, el que sale en las noticias cada día a la hora de comer, y después, para quien se haya despistado, en segunda ronda de dolores, a la hora de cenar. En las noticias que ya no son noticias no prima el reflejo realista de los hechos sino la truculencia, el detalle macabro, las imágenes explícitas sin avisar. El ‘periodismo ciudadano’ cuando incluye disparos a quemarropa o agresiones en partidos de ligas amateur argentinas. Todo eso pasa, sin duda. Pero al telediario moderno le interesa más el impacto que el contexto. Más el titular que el contenido. La imagen más que mil palabras.
Así no hay quien entienda el mundo, ni todos esos cócteles molotov ni los pelotazos de goma, ni los gases lacrimógenos, ni las pedradas, ni las camisas en la cabeza, ni las calles humeantes. El mundo se va a la mierda, acaso en un tweet. Después hacer scroll, a otro tema. Mentira, mentira, mentira, mentira -el meme que quemaremos esta semana-. El ISIS ya es historia. Campaña electoral. Policía patriótica. Juicios televisados, van a tener que inventar un canal veinticuatro horas de juicios. Sucesos. No se pierdan estas imágenes. Y en esas se nos va lo que de verdad importa que es entender. ¿Por qué hace cola esa gente para vivir? El tertuliano responde: conmigo o contra mí. La opinología se inflama. Un periodista enarbola el nombre de un país como una amenaza. ¡Venezuela! En seguida toda una mesa toma partido. En casa, la gente toma partido. En las redes se toma partido y además en los bares y en las cafeterías, y de pronto toda española y todo español tiene algo que decir al respecto, pero ay amigo si nos enfrentasen a un mapa de escuela y nos pidiesen que ese nombre de país que se dice que tiene que ver con Venecia, en lugar de exclamarlo lo escribiésemos sobre su silueta en el papel. Elegir bando es más fácil que saber, y vociferar mucho más excitante que escuchar.
Pero entonces alguien entra en escena, se puede llamar Karina Sainz Borgo (Caracas, 1982) y haber escrito una novela, La hija de la española, y aunque es ficción, cualquier parecido con la realidad no es pura coincidencia: las páginas de su tragedia contemporánea huelen a neumático en llamas, a hospital sin recursos y a jornadas de espera moribunda, a tiempo vacío de esperanza, a sinsentido, a violencia apocalíptica. Esto no es una crónica, pero duele igual. Comenzamos a andar en un cementerio y terminamos enterrando una vida y un país. Adelaida Falcón ha perdido a su madre y con ella lo ha perdido todo en una nación corrompida sumida en el caos de la supervivencia. Aquí se mata, aquí se viola, aquí se tortura. Aquí te cuecen a fuego rápido como a un morrocoy: “todos lucían delgados, castigados por el hambre de los días, aparcados en algo parecido a la furia de los que ya no recuerdan haber vivido mejor”, dice Adelaida. Las batallas a las que sobrevive con gran esfuerzo nunca tienen un resultado claro, el enemigo es el presente y ante un tiempo tan monstruoso solo se puede interponer el espacio. Sigue:
“Prometieron. Prometieron que nunca nadie más robaría, que todo sería para el pueblo, que cada quien tendría la casa de sus sueños, que nada malo volvería a ocurrir. Prometieron hasta hartarse. Las plegarias no atendidas se descompusieron al calor del resentimiento que las alimentaba. Nada de cuanto ocurría era responsabilidad de los Hijos de la Revolución. Si las panaderías estaban vacías, el culpable era el panadero. Si la farmacia estaba desprovista, aunque fuera de la más elemental caja de anticonceptivos, el farmacéutico sería el responsable. Si llegábamos a casa exhaustos y hambrientos, con dos huevos en una bolsa, la culpa sería del que ese día había conseguido el huevo que a nosotros nos faltaba. Con el hambre se desató la larga lista de odios y miedos. Nos descubrimos deseando el mal al inocente y al verdugo. Éramos incapaces de distinguirlos”. La hija de la española es un cadáver rígido en un piso que todavía no han allanado, profanado, desvalijado. La hija de la española es una historia narrada con precisión y talento que hace daño al pasar.
Quizás una de sus mejores imágenes, por transmitir el corte irregular que la novela deja en la conciencia sea la de esos bisturís sin filo que hablan de luchar a dentelladas por las sobras. En el libro de Sainz Borgo -que publica Lumen- no hay cabida para velos o perfumes que enmascaren el hediondo aroma de la humanidad al límite: todo se cuenta con exactitud de cronista pese a no ser esto una crónica, desde los fusiles con los que se humilla sexualmente a un preso hasta la inminencia de una última felación burocrática, pasando por el castigo salvaje destinado a los chivatos, el espíritu que se quiebra a base de palos, la infancia destruida por las necesidades de otros, el sonido insoportable de una canción que emana de la barbarie, el chillido del animal que muere en el agua hirviendo o el derrumbe ante la certeza de que hasta el muerto seguirá padeciendo a los vivos.